Gloria Grahame y Lee Marvin en The Big Heat (1953)

 

Los años cuarenta del siglo pasado fueron en los Estados Unidos, y también en Europa, fueron la época dorada de las películas «noir», un género que reflejaba bien el ambiente de angustia e incertidumbre que obsesionaban a una Norteamérica cuyos valores fundamentales se veían afectados por la guerra. El  término «noir» deriva de la homónima denominación de la serie editada en Francia por Gallimard que albergó a maestros del calibre de Dashiell Hammett y Raymond Chandler. Un término inequívoco, que da la idea de cuales fueron las constantes de este género literario-cinematográfico. Ambientes casi siempre oscuros o mal iluminados, lluvia, edificios abandonados, y todo ello habitado por hombres y mujeres oprimidos por tórbidos secretos y que se mueven por oscuras motivaciones. Todas estas constantes de las películas «noir» representaron una innovación para el cine norteamericano, y en las que se trasluce lo mucho que deben al cine expresionista alemán, es el uso oblicuo e indirecto de la fuente luminosa. La mayor parte de las escenas se desarrolla de noche, con luz artificial, así que los actores recitan a menudo en la penumbra  y de todas formas fuera del campo de luz, casi como si quisieran anularse en el ambiente que les rodea.

En este contexto aparece una figura femenina, la mujer fatal, la muñeca cruel y ambigua, maestra en el arte de la seducción. Esta pléyade de demonios ondulantes tiene como modelo a la Lola (Marlene Dietrich) de El ángel azul (1930) o la Lulú (Louise Books) de Diem Buches der Pandora (1929). Su relación con los hombres se caracteriza por una carga de sadomasoquismo generado por la dolorosa conciencia del fracaso o de la imposibilidad del amor. Mujeres «fatales» porque por su culpa los hombres se convierten en unos perdedores. Uno de los primeros ejemplos es el de la Phyllis Dietrichson en el film homónimo de la novia de James Cain Double Indemnity (1936), y después interpretada fpor Bárbara Stanwyck como Phyllis Dietrichson en la película homónima de Bily Wilder La llama del pecado, (1944). Típica rubia platino, la Stainwick/Phyllis seduce a Fred Mc Nurray/Walter Neff, un agente de seguros, hasta convencerle de que mate a su marido. Aunque la película rebaja un poco el tono de la novela de Cain, en el guión de la película (en el que colaboró Raymond Chandler) se propone sabiamente, el asunto de la «masturbación mental» (ya que en el noir, por lo general, las relaciones sexuales son incompletas e insatisfactorias) del personaje masculino, a través de la escena de la cadena que Phyllis lleva en el tobillo, y sobre la que se concentra toda la tensión erótica de Walter Neff.

 

 

Antes de la Stanwyck, otras actrices habían intentado con menor éxito representar este tipo de mujer: Mary Astor en The Maltese Falcon (1941) era demasiado anciana y poco creíble como femme fatale. Mejor que ella lo hicieron Ida Lupino en They Drive By Night (1940) y Veronica Lake, la rubia enigmática de The
Blue Dhalia
(1946) y otras películas del periodo; así también Ann Sheridan 
y Rita Hayworth, esta última en el papel de una bomba sexual con películas como Gilda (1946) y The Lady from Shangay (1947) en las que representaba a dos mujeres vengativas a costa respectivamente de Orson Welles y Glenn Ford,
aunque en la señora de Shangay la protagonista moría desangrada a manos de su pareja, cansado de ser su marioneta.

La morena y perturbadora Joan Benett, que tenía la cara enfurruñada más graciosa de Hollywood, fue la tórbida seductora de Edward G. Robinson en Scarlet Street, (1943) de Fritz Lang, un maestro en la adaptación de los estilos  ya experimentados en El monstruo de Dusserdolf (1931) a las exigencias del noir hollywoodiano.

Un caso aparte fue el de Betty Perske, mas conocida como Lauren Bacall. Físico de pin up, mirada magnética, Bacall fue una mujer fatal atípica, porque su rol fue a menudo el de la mujer sofisticada
aparentemente fría y cínica, pero en el fondo nada peligrosa. La Bacall dio lo mejor de sí en películas como The Big Sleep (1946) y Dark Passage (1947) en el que hizo pareja con su «Bogie». Lizabeth Scott, propuesta como una versión alternativa de la Bacall fue bastante fascinante y misteriosa en Dead Reckoning (1946), hasta que no se escuchó el sonido, o mejor el bramido, de su voz.

 

Humphrey Bogart y Lauren Bacall en The Big Sleep (1946)

 

Otro personaje femenino del «noir» de los años cuarenta que no debemos olvidar es Cora (Lana Turner) en The Postman Always Rings Twince (1946) de Tay Garnett. Aquí la mujer es fatal para el hombre, Frank Chambers, interpretado por John Garfield, pero sobretodo para sí misma ya que morirá embarazada en un accidente de tráfico, justo cuando ella y Frank estaban por empezar una nueva vida juntos.

El género noir ofrece todavía óptimos resultados cinematográficos en los primeros años 50, y otras tantas incisivas figuras femeninas. La tragicómica máscara de Norma Desmond (Gloria Swanson) en Sunset Boulevard, (1950) de Billy Wilder representa la última distorsión en sentido grotesco del glamour femenino.

Gloria Grahame, por otro lado, es probablemente  la última grande intérprete de la «mujer perdida». En The Big Heat (1953) de Fritz Lang, es Debbie Marsh, la amante del gangster psicópata Vince Stone (Lee Marvin). Debbie paga en su propia piel el íntimo conflicto entre el deseo por el lujo que su vida le permite, y el desprecio por los hombres con los que vive. Así se   encuentra dividida entre la fascinación «limpia» por el detective Dave Bannion (Glenn Ford) y el corrompido pero rentable Vince Stone. También en este caso, la Grahame es una «seductora corrompida que se rescata a sí misma en el sacrificio final», la figura tipo  de la mujer en el film «noir» y que asume connotaciones más amplias. De este modo, el espectador es progresivamente llevado a simpatizar  con aquello que, en una última análisis, es sólo un pobre ser humano víctima de las circunstancias y de sus mismas intrigas.

 

Gloria Grahame and Glenn Ford in The Big Heat. Photograph: Allstar/Columbia Pictures

 

 

 

https://cutt.ly/KbAApxJ