[…] porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra.

Gabriel García Márquez

 

Korobín había pedido un caballo muerto. Era todo lo que quería. Había dicho muy claramente, “no vuelvan sin un caballo muerto; tienen hasta las doce del mediodía”.

 

Si le hubiesen dicho, tiempo atrás, que su esposa daría a luz, se habría reído hasta caerse. Tal vez, y era lo más probable, primero le habría propinado una buena golpiza al humorista. Korobín era bastante mal tipo. Pero no era ruso. Eso tampoco lo hacía mejor persona. No creía en nada. Ni siquiera en lo que veía. No era filósofo. Se decía que algunas veces había apostado en contra de su propia existencia. Desafiaba a todo tipo de creyentes: religiosos, comunistas, científicos, nihilistas, músicos, ecologistas. Los doblegaba en el campo mismo de sus dogmatismos. Otras veces, simplemente afirmaba que el dinero no tenía valor alguno y prendía fuego a los billetes ganados en aquellas apuestas frente a todo el mundo. Nunca había entrado a una iglesia ni hubiera entrado a otro culto si hubiese habido otro culto en su pueblo. Al dios de esa iglesia, inequívocamente, lo desconocía. Si se le hubiese aparecido frente a sus propios ojos hubiese creído que se trataba de algún fulano de un pueblo vecino. No tenía noción de las imágenes ni las cruces ni los ídolos, por lo tanto, ignoraba si el de aquella iglesia se trataba de un dios barbado o lampiño, vivo o muerto, humano o animal, hombre o mujer. Sólo que a Korobín se le había aparecido en forma de visión, como es la costumbre de las deidades. A Korobín, en la visión le habían dicho que iba a ser padre y que debía cambiarse el nombre. Fue sorprendido por aquella experiencia cien noches después de que su mujer trastabillara del quinto escalón del atrio de la iglesia —un domingo, día que ella consagraba a la liturgia, aunque la ceremonia no le exigiera tacones de quince centímetros— y se le durmieran arbitrariamente determinados órganos y sentidos y se despertaran otros con igual improcedencia: prever la rotura de los relojes y los vidrios de las ventanas o las puertas o las copas en las alacenas o los cristales en los bazares; anticipar cuándo una casa quedaría abandonada.

El cura del pueblo tenía prohibida la entrada a la casa de Korobín, sin embargo, por intermedio del médico que los visitaba cada semana, se enteraba de los pormenores de los mensajes celestiales que había recibido Korobín y le enviaba recados que el médico hacía pasar por propios.

— Si la visión le pide que mude su nombre por otro, interceda para que lo haga. No suceda que por la desobediencia de uno, pague todo el pueblo.

El doctor había recibido una beca, veinte años atrás, para estudiar en la Universidad de Saratov; en la especialidad farmacología clínica, la cátedra la dictaba un tal Doctor Artiom Korobín. Entonces, un día, mientras le ponía unas inyecciones a su esposa en la médula, le dijo, sin más explicaciones que el testimonio de la voz imperativa de los hombres con prestigio, “lo voy a llamar Korobín; todas las recetas las haré a nombre de Korobín; cuando golpee a su puerta gritaré “Korobín, abra la puerta”; me referiré a su esposa como “la esposa de Korobín”; daré informe en el municipio y en la comisaría de que usted ahora es Korobín”. A Korobín, que no creía en nada, ni siquiera en sí mismo, le pareció absurdo refutar al doctor por algo, ciertamente, anodino. Pero creía en la pusilanimidad.

— Al del atrio, dígale que un nombre u otro, no hará que mi esposa quede embarazada.

En el pueblo vivían unas mil personas; había un pequeño cementerio al final de la calle principal que certificaba que hasta no hacía mucho tiempo, en aquel pueblo habían sido dos mil. Sólo que faltaban natalicios. Nunca nadie había venido al mundo en aquel pueblo.

Para los dos años de haber recibido la visión, y dos años y cien días del accidente de su esposa, nadie recordaba si Korobín se había llamado alguna vez de otra manera. La esposa de Korobín, a dos años y cien días de su accidente, había predicho fehacientemente la rotura del reloj del palacio municipal exactamente cuarenta y ocho horas antes de que ocurriera y alguna que otra maya de cuero deshecha y alguna que otra pila sulfatada; además del accidentado vuelo de una golondrina distraída, estrellada contra los vidrios de la ventana de una habitación del primer piso del único hotel del poblado. El censo había arrojado que por cada habitante, había diez perros, veinticinco gatos y sesenta aves enjauladas, más allá del ganado o animales de carga. Nunca había muerto un animal en el pueblo, pero nacían como roedores, que dicho sea de paso, infestaban las calles y las cloacas y los yuyales.

Una tarde, mientras Korobín caminaba por la plaza principal, frente a la iglesia, alguien le gritó que por qué no se persignaba. Era un viejo labriego que no tenía descendientes ni nacidos en ese pueblo ni en otro con menos tormento. Un incidente similar tuvo lugar durante el entierro de uno de los vecinos y días después, cuando un toro corneó a un niño, y varios hombres, entre ellos Korobín, lo llevaron ensangrentado desde la camisa hasta las orejas a la casa del único médico del pueblo, que solía brindar su propiedad como sala de primeros auxilios. A Korobín, como resultado de sus circunstancias actuales, ya no le bastaba con decir sencillamente que no creía en nada.

— Persígnese, hombre. No sea terco —había dicho el viejo, y es probable que haya blandido una azada, amenazante.

— Cuando este pueblo deje de ser de los animales.

Algunos entendieron que se trató de una venganza, cuando la esposa de Korobín predijo que la casa de aquel viejo quedaría abandonada en apenas diez días, y diez días después, con exactitud cronométrica hasta en los minutos y meridianos -porque aquel vaticinio había sido a las seis de la tarde, igual que la resolución-, el viejo murió mientras le daba de comer a las gallinas y su casa, reclamada jamás por nadie, se convirtió en menos de dos horas, en un chiquero. Pero la esposa de Korobín sólo se expresaba según una corazonada, que podía sorprenderla lo mismo mirando al cielo como La asunción de la Virgen de Tiziano o mientras una de las jovencitas que la ayudaban a bañarse, vestirse e ir al baño le enjuagaban la espalda. Una vez, cayéndose de la silla de ruedas, gritó: “el martes, cúbranse las cabezas”. El día augurado, los vitrales de la iglesia estallaron, ocasionando una exigua llovizna de fragmentos del abad Suger, similar al de la basílica de Saint-Denis, y algunas varillas de plomo sobre cabezas de personas y animales. Ningún animal murió.

Aunque a Korobín algunas noches lo despertaba la sensación de que alguien gritaba su antiguo nombre, no esperaba ninguna señal. Se fiaba de su escepticismo para no tener temores ni dudas. Su esposa le apuntaba en un almanaque los días en que algún reloj dejaría de funcionar, pero él no le encontraba más utilidad que la de la gentuza que chismea por tedio. Coincidentemente con un sueño en que el padre y el abuelo y el bisabuelo de Korobín se evaporaban como aguas en un estanque hirviente en un mediodía en que el sol quemaba hasta las sombras, esa mañana Korobín se detuvo en el aviso de su esposa en el calendario, que decía que para ese día no quedaría un reloj en el pueblo en condición de dar la hora. Sería al mediodía.

— No vuelvan sin un caballo muerto; tienen hasta las doce del mediodía —había gritado a sus peones, asustado.

A medida que el poblado era abandonado uno a uno por sus habitantes, Korobín, mirando a cualquiera de los horizontes, se desesperaba por la aparición de alguno de sus jornaleros con el cadáver. El cura fue uno de los últimos en dejar aquellas calles que nunca se habían dejado acunar. El reloj de Korobín todavía funcionaba cuando vio que faltaban cinco minutos para el mediodía. Por la calle del cementerio, el sonido del cuerpo arrastrado por seis hombres se hizo notoriamente perceptible. El animal tenía un enorme vidrio clavado en el estómago, que a la luz del mediodía funcionaba como un prisma purpúreo, y las patas tiesas como los ojos, y los ojos sin luz como el aliento. Cuando el único médico del pueblo lo saludó con el gesto que hacen los que no volverán a verse, Korobín comprendió que él mismo tendría que recibir a su primogénito y que los Korobín tendrían otra oportunidad en un pueblo donde morir y nacer fuera cosa de hombres y bestias.