Maximiliano Crespi (Buenos Aires, 1976) es un escritor, ensayista, investigador y docente que escribe por curiosidad, por los amigos, por los vicios y las cuentas que hay que pagar. Crespi no escribe historias ni sabe qué es la inspiración y sostiene que construye sus artefactos a partir de la lectura. Es por eso, asegura, que las ideas de los otros son para él una suerte de incentivo, una motivación, casi un envite.

 

   ¿Qué satisfacciones te da este oficio de ser escritor?

   Hay que evitar toda mistificación. Escribir -en mi caso, escribir las lecturas- es un trabajo. Tiene tantas satisfacciones y está sujeto a tantas miserias como cualquier otro. Podría decir que me ha dado grandes amigos, pero no sé si sería justo atribuir algo tan complejo y tan importante como la amistad al simple hecho de compartir un oficio y un interés.
   ¿Cómo fueron tus inicios en la literatura?
   Iba a decir «audaces», pero está claro que en la audacia hay un componente épico para el cual no estoy hecho. Lo justo sería decir que, como los de casi todo el mundo, fueron patéticos y temerarios. Un libelo lleno de erratas y errores, en una tirada artesanal bancada por un amigo, puede atestiguar la pertinencia de esos adjetivos que uno es capaz de reconocer siempre demasiado tarde, a la distancia.
   ¿Cuántas horas al día le dedicas a la escritura?
   En mi caso, el tiempo de lectura cuenta como tiempo de escritura. Si la idea es poner un número estimado, diría que leo seis o siete horas al día y escribo una o dos. Sin duda, debería leer más y escribir menos.

Maximiliano Crespi

   ¿Cuánto tiempo te lleva terminar escribir un libro desde el borrador inicial hasta la última página, incluyendo sus respectivas correcciones?
   No sé. Eso es muy difícil de estimar. A El revés y la trama, por ejemplo, lo escribí en menos de un mes, pero la investigación previa sobre la obra de Viñas (la lectura en contrapunto de textos y contextos) me llevó por lo menos dos años. La conspiración de las formas me llevó otros dos. La alusión, el proyecto en el que vengo trabajando desde hace un año, probablemente me tome un poco más. Pero, mientras tanto, voy dándole los últimos retoques a Madres, un libro de ensayos que quisiera publicar a fines de este año o comienzos del que viene. La teoría es sin duda más espinosa que la crítica, pero es a la vez menos ingrata. Permite quitarse un poco a esa investidura judicial subyace a la crítica e imaginar artefactos, relaciones y funciones. El deseo está, para mí, del lado de la ficción teórica. De a poco empiezo a creer que ese es de algún modo también un deseo literario. Sobre todo porque la moneda no cae nunca por ese lado.
   ¿Cuál es el aliciente para seguir escribiendo?
   La curiosidad, los amigos, los vicios, las cuentas que hay que pagar.
   ¿En qué te inspiras para escribir cada historia?
   No escribo historias ni sé qué es la inspiración. Construyo objetos, artefactos. Y los construyo a partir de la lectura. Es por eso que las ideas de los otros son para mí una suerte de incentivo, una motivación, casi un envite. Pienso, por ejemplo, que la idea de «jeroglífico» que trabajo en La conspiración de las formas se me presentó a partir de una nota al pie en un libro de Raúl Antelo, que me llevó a pensar la idea de rebús en la poética de Valéry. Pero el concepto recién fue tomando cuerpo a partir de la relectura del Raymond Roussell de Foucault, donde él la inscribe en el deslinde de la experiencia modernista. Sin embargo, ahí no queda la cosa. La verdad es que, por una cuestión de correspondencia histórica (y no de azar o determinismo), esa idea empieza a tener para mí ahora más que un valor conceptual arqueológico. Veo lo que, en contrapunto, pone en escena frente a la teoría del significante vacío. Si éste concentra y formaliza en el plano político-discursivo una serie de demandas sociales; aquél, siendo como es un significante pleno (la presencia de una ausencia), atrae fuerzas obturadas por esas demandas. Quiero decir: mientras el significante vacío es una sutura que viene a catalizar en una lógica concéntrica, el jeroglífico insiste en excentrarse -a veces violentamente- a toda lógica: acontece, irreductiblemente, por fuera de toda demanda.
 
   ¿Podrías contarnos alguna mala experiencia dentro de tu entorno literario y otra excelente?
   Las experiencias no son buenas ni malas. Son astillas de una madera que se nos fue de las manos. El campo literario es de algún modo un campo de batalla. De él no se vuelve nunca ileso. Pero lo que pasa ahí, como lo que pasa en la cancha, queda en la cancha. Lo que no quiere decir, claro, que pase así nomás al olvido o al perdón. No me enorgullezco de eso pero sé que hay siempre un porcentaje importante de mi memoria que se contabiliza en rencor.

   ¿Cómo ves la nueva ola de escritores contemporáneos?
    Muy cargada de espuma. Demasiado marcada por una propensión -iba a decir una tendencia, pero Brecht no merece ser arrastrado por esta ola- yo diría que lamentable, en el caso de los que han conseguido sortear el fetichismo de la subjetividad en que se pierde definitivamente la generación del ’80, hacia un estadio etnográfico que empobrece la literatura porque sostiene una empobrecida relación con el verosímil. Este hecho se deriva, pienso, de una lectura indigente de Puig, una lectura que los nuevos escritores no han hecho por ellos mismos sino que la han heredado y aceptado con resignación acrítica. La imitación de los discursos y las retóricas a veces consigue poner al descubierto la ideología patética que los pulsa; pero de ahí a la literatura hay, me parece, un largo trecho. Pero, de todos modos, esa opción estética no es lo malo. Lo malo es que no sea genuina. Lo peor es la canallada, el oportunismo rastrero que lleva a algunos a resignar el propio deseo para atender las demandas de la cultura, la realidad, la política o el mercado. Cuando la política del éxito (que se construye siempre sobre la amenaza del fracaso) se impone por sobre el deseo, la literatura desaparece. Es por eso que da un poco de vergüenza ajena pero a la vez cierta tristeza ver tantos jóvenes y briosos escritores llevar el verosímil como bandera, al frente, para la victoria. Que ese verosímil esté hoy construido sobre un imaginario humanista, progresista y bienpensante no atenúa en nada la canallada; al contrario, la envilece más.
   ¿Qué significado tiene para vos la literatura?
   Soy un modernista recauchutado. Para mí, la literatura no tiene significado; ni siquiera sentido tiene. Es una cuestión de experiencia. Es una revuelta perceptiva, un puro efecto parcial, un jeroglífico: un acontecimiento de la letra que trastoca el saber y sus expectativas. Es un momento de contacto con lo singular, un roce estremecedor que nos pone frente a lo real; una instancia que no se somete a ningún régimen de negociación con las demandas imaginarias de la realidad.
   ¿Cómo ves la literatura en la Argentina?
   Contesté un poco esa pregunta antes. Pero, para no quedar tan pesimista, aprovecho el envite para señalar algunos textos que me parecen en cierta medida promisorios. Porque hay una literatura que me interesa, que es bien actual y bien intempestiva, que se publica a veces junto con eso otro que nace de la buena conciencia y de la mala fe. Hay una literatura que viene, un brote que se filtra en los intersticios de eso que la anega o que busca anegarla. Si se me permitiera el juego, yo haría una contra antología de la narrativa contemporánea. Digo «contra» porque de alguna manera es una antología que, en muchos casos, rechaza las opciones posteriores tomadas por sus autores. Incluiría allí, sin duda, «Lasteralma» de Hernán Ronsino, «Carne» de Ariel Idez, «Fumar bajo el agua» de Félix Bruzzone, «El panfleto hermético» de Marcelo Damiani, «Inútil fue su heroísmo» de Mariano Granizo, «La tarea» de Matías Pailos, «Una visita al Señor» de Luciano Lamberti, «Can solar» de Carlos Godoy, «Eugenia volvió a casa» de Hernán Vanoli, «Cuando hablábamos con los muertos» de Mariana Enríquez o «Frío en Alaska» de Matías Capelli. Ahí habría algo, esquirlas de una literatura posible, puntas para empezar a pensar las zonas en que se cuartea esa plancha de metal hecha de etnografía y frivolidad que es la literatura argentina actual. Y hay además otros textos que producen también una resistencia formal y genérica que a mí me resulta aún muy interesante en términos críticos: Aún de Mariano Dupont, «Crónica de sombras» de Andrés Allegroni, «Los invertebrables» de Oliverio Coelho, «Las anfibias» de Flavia Costa, «Le viste la cara a Dios» de Gabriela Cabezón Cámara, podrían ser algunos ejemplos. La literatura siempre consigue abrirse paso. Crea su porvenir. Lo importante es tener la oreja alerta, producir la escucha.
   Por otra parte, en el ámbito del ensayo, me alimento de la lucidez casi espontánea de algunos amigos lectores que participan de ese work in progress que es el OLAC (Observatorio de Literatura Argentina Contemporánea). Aprendo mucho, por ejemplo, de la claridad furtiva de las lecturas de Diego Erlan, de las mitografías sutiles y mordaces de Mauro Libertella y de la inteligencia minimalista de Sebastián Hernaiz que es capaz de producir sentidos nuevos a través de esquirlas, desvíos o detalles en los textos más trajinados. Asimismo, tampoco puedo dejar de reconocer que me interesan también la precisión argumental en las lecturas de Damián Selci, el futurismo distópico en la imaginería de Juan Mendoza, el sesgo picaresco e irónico que envuelve las intervenciones críticas de Diego Vecino y Hernán Vanoli, la generosa perspicacia de Mariano Canal y la productividad del contrapelo sistemático que marca a las especulaciones de Juan Terranova y Nicolás Mavrakis.

    ¿Qué libro estás leyendo?
   Siempre estoy leyendo -o releyendo- varias cosas a la vez. Pero ahora, y después de octubre de manera más o menos sistemática, estoy releyendo Lukács. El diablo sabe por diablo.
   ¿Podrías recomendar cinco libros?
   Podría. La Eneida, La Biblia, el tomo I de El Capital, La genealogía de la moral y La interpretación de los sueños. Ahí está todo.
   ¿Qué libro te gustaría leer por segunda vez?
   El Benjamin de Terry Eagleton, Capitalismo y nihilismo de Santiago Alba Rico, Una voz y nada más de Mlanden Dólar.
   ¿Cómo te diste cuenta que lo tuyo eran las letras?
   Como diría Charly García, «estaba en llamas cuando me acosté».
   ¿Te gustaría escribir un libro con otro escritor? ¿Con quién, por qué?
   Me gustaría, pero también sé que sería imposible. Por eso no me hago ilusiones con nombres propios. Para mí escribir no es una cuestión de gusto, sino una cuestión de trabajo. Y cuando trabajo soy, para ser un poco generoso conmigo mismo, obsesivo hasta lo insufrible. Escribo bajo una pulsión grosera, casi bárbara, a veces intensamente, a destajo, durante días, y después corrijo mucho sobre eso, podando, pelando, limpiando. Quiero decir: en mí, el trabajo está ligado a una idiorritmia. Por eso, por lo menos en mi caso, tanto leer como escribir requieren a la vez de soledad y aislamiento. O, para decirlo sin eufemismos: de orgullo y egoísmo.
   Con respecto a los nuevos escritores, ¿por qué piensas que cada vez es más difícil publicar un libro? ¿O crees que las editoriales hoy en día no quieren tomar el riesgo?
   Creo exactamente lo contrario. Cada vez es más fácil publicar un libro. Que yo mismo haya publicado algunos es una prueba incontestable de ese hecho. Ahora hay múltiples y diversas formas de publicación. Eso no es bueno ni malo. No mejora ni perjudica; crea una intemperie de la cual puede salir cualquier cosa. Eso es algo riesgoso; pero, a la vez, ese riesgo es lo que hay que fomentar.

Alfredo Hlito. Derivación del cuadrado. 1954

   Maximiliano Crespi se graduó en Letras en la Universidad Nacional del Sur de Bahía Blanca con una tesis sobre la producción crítica de David Viñas. Fundó y dirigió, entre 2001 y 2007, los 12 números de la revista La posición. Letras, cultura y política. Ha colaborado con el suplemento cultural Radarlibros (Página/12), Cultura Perfil y actualmente colabora con la sección Literatura de Revista Ñ. Ha publicado además en revistas especializadas como Orbis Tertius, Cuadernos del Sur, El matadero y en la Historia Social de la Literatura del siglo XX dirigida por David Viñas. Estuvo a cargo de la selección, introducción y notas de Hipótesis y ensayos argentinos (Las Cuarenta, 2008) y Ensayos sobre cultura y literatura nacional (17grises, 2010) de Jaime Rest y prologó la reedición de El laberinto del universo (Eterna Cadencia, 2009) del mismo autor. Ha colaborado en los volúmenes colectivos La memoria, literatura, arte y política (EdiUNS, 2008), De Alfonsín al menemato (Paradiso, 2010) y El efecto Libertella (Beatriz Viterbo, 2010). Es autor de Grotescos (2006), El revés y la trama. Variaciones críticas sobre Viñas (17grises, 2009) y La conspiración de las formas. Apuntes sobre el jeroglífico literario (UNIPE, 2011), título que en estos días está siendo distribuido en Latinoamérica y España.