George Miller. Los portales del zócalo, 1954

Dígale -dijo el
coronel- que uno no se muere cuando debe sino cuando puede.
Gabriel
García Márquez
no murió. Claro que no. Qué absurda sentencia, qué
soez definición sería asentir lo contario. Creer ese ridículo fin, tropezar con
esa injuria, sería resignarnos a la ávida muerte, a la desesperada sinrazón de
la vida. Él, como tantos otros a lo largo de la historia, puede presumir de una
característica solo asignada a los mitos, a los dioses, a las quimeras y a los
héroes: la inmortalidad. Este hecho no es solo justificable por ser un nobel,
sino por ser un creador de mundos, un hacedor de utopías. Lo que legitima a GGM
como un suprahumano, alguien más allá del bien y el mal, más allá de la luz y
de las sombras, es su vasto y doloroso realismo, su caudal de inquietudes, su
anecdotario fantástico, su riquísimo séquito de fanáticos que escogen el camino
de la ultraizquierda nada más que por seguir a su caudillo, sus detractores,
sus enemigos a la altura. No es un Mesías, no es un Che, no lideró una hégira,
pero en su prosa deliciosa dejó los fundamentos de cualquier revolución, de
cualquier levantamiento, de cualquier acto de amor.

¿Puede Aracataca
contener a tal gigante? ¿Puede Colombia presumirlo? ¿Puede Latinoamérica,
desde el río Bravo hasta Ushuaia, mostrarlo al mundo como un don
de su tierra, como un bien de su suelo? ¿Puede un genio predeterminar tales
imposibilidades y crear para sí un mundo perfecto, una alegoría desbordante de
caos y sueños, un ideal “ideal”? ¿Puede ser que alguien pueda parir Macondo,
vivir Macondo y ser Macondo?
Los
muertos, por definición (y recurro al diccionario), son sujetos sin vida, o
como propone otra acepción, apagados, desvaídos, marchitos. El término mismo
nos aparta cualquier duda sobre el estado actual de GGM y su legado (vital,
enérgico, prepotentemente saludable, elevado, revolucionario, floreciente,
multitudinariamente vivo), aun cuando algunos escépticos noticieros, ateos
periodistas o hiperrealistas crónicas nos digan lo contrario, que ese hombre,
lisa y llanamente, no está. No solo hablo de una propiedad ectoplásmica,
fantasmagórica, un ente etéreo semimaterial, hablo del imaginario popular que
mantiene y mantendrá –sin temor a equivocarme- su nombre, tan perdurable como
el universo, o al menos, como el universo en que deambulan los Arcadios, los
Aurelianos, las Renatas, las Amarantas y todo el árbol genealógico de los
Buendía, bajo el aura de la casona que los ampara.
Gabriel García Márquez. Foto de Guillermo Angulo
Es
exactamente la hora 23:34 en Argentina y no sé qué hora será en Aracataca o en
La Habana o en Moscú o en Londres o en Copenhague o en cualquiera de los países
a cuyas lenguas fue traducida la obra de Gabo, pero estoy seguro de que,
al igual que yo, alguien más tiene una copa de vino en una mano (o de chicha o
de vodka o de mojito, según las latitudes y las nostalgias) y en otra un
ejemplar de alguna de sus obras. En mi caso, sobre la mesa y ante mis ojos se
posan los títulos Cien años de soledad, Vivir para contarla,
Los funerales de la mamá grande, Relato de un náufrago
y Cómo se cuenta un cuento. Bebo un sorbo (de vino, de su noble
literatura) y sonrío; me adentro aún más (en la copa, en los libros) y me
asombro; continúo con la placentera tarea (de beber, de leerlo) y el sinnúmero
de emociones se amontonan, se despliegan sobre el corazón y vaya a saber uno
qué huella dejarán, qué pasiones despertarán, cuál será el límite de su poder
(esta vez no hablo del vino) ejercido por las letras, como un rey domina a
partir de su cetro.
Entonces
caigo en la realidad, o por lo menos en la realidad que me proponen estos
descorazonados, antipáticos, que parece que lo dan por muerto a uno solo por el
hecho de no respirar. Y me encuentro diciendo: “¿Será
posible? ¡Maldición! ¿Será posible? ¿Tendrá el destino tan macabro sentido del
humor? ¿Tendrá la vida finalmente tan fea cara? ¿Será la vida tal viuda
negra?”. Si fuera así, significaría que GGM en realidad no es un héroe, ni un
semidiós; es un mortal, tanto como yo, tanto como usted, lector, supongo ahora
sumamente acongojado por mi revelación. ¿Y qué sucedería con esta construcción
romántica de la eternidad, la trascendencia, la oposición terca a la existencia
de la nada misma? Sería un torpe palabrerío, una incongruente y disonante
canción, un soso bla bla bla, una tímida y autoengañosa fórmula de querer
sortear a lo que finalmente nos terminará jodiendo, esa figura negra que
deambula entre aquelarres, que adiestra cancerberos y que nuevamente, por si no
quedó claro, nos terminará jodiendo. A todos.
La luz es
tenue mientras leo. Aquí, en el barrio, no se siente un ruido. Esta noche no
hay sirenas de ambulancias, no hay borrachos a los gritos, no hay fuegos de
artificios, no hay nada que agite esta quietud bien preciada y bien venida. Los
animales también contribuyen a esta paz. Por aquí, todos los gatos son
precavidos. Resulta que todos tienen una sola vida, por lo tanto no suben a los
tejados ni trepan a los muros; no cruzan las avenidas sin antes mirar (el
descuido y la curiosidad, característica primordial de los que sí tienen siete
vidas, no es patrimonio de estos, más afines a morir una sola vez). La luz es
tenue mientras leo, dije. El silencio no. El silencio es profundo, grueso,
intenso, denso. “Un señor muy viejo con unas alas enormes”, dice el título.
Leo. Leo otra vez. Una señal divina. Eso es.
[…] llamaron para que lo viera a
una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó
con una mirada para sacarlos del error.
         — Es un ángel –les dijo— […]
Marco Antonio Cruz. Calle Nicaragua,  1989
 Lucas Damián Cortiana (Chivilcoy, Argentina,
1983) es estudiante de Profesorado de Lengua y Literatura. En 2007 obtuvo una
mención de honor en un certamen nacional organizado por la Editorial de Los
Cuatro Vientos y la publicacion de los siete poemas premiados en una antología
titulada El decir textual. En la página de Facebook “Rata
Carmelito” pueden encontrarse retales de su poesía y su locura.