Cuando
nuestros alumnos de licenciatura piensan en las guerras medievales en su
contexto hispánico, suelen hacerlo como si estas nunca hubiesen existido
verdaderamente. Mientras no tienen ninguna dificultad para analizar los
aspectos sociales, económicos y políticos de los conflictos bélicos
contemporáneos, de entender conceptos como “geoestrategia” fuera de su ámbito
lúdico, ni de trazar el camino de tácticas militares romanas hasta sus
versiones más sofisticadas, parece como si la única mención a lo “medieval”
impregnara de una pátina, no sé si literaria, pictórica o cinematográfica, la
complejidad de los enfrentamientos armados sucedidos entre la caída de Roma
y la unificación de la España que conocemos. 

Mis colegas medievalistas,
en mayor medida que quienes nos dedicamos a otros períodos de la historia,
tienen que hacer grandes esfuerzos por instilar datos científicos en sus
lecciones magistrales, si bien otros han terminado por sucumbir y, conscientes
de ello, se sirven de obras pensadas como ficción para aclarar determinados
extremos de la realidad medieval, aceptada la premisa de que podemos
aproximarnos a ella. Los profesores de literatura, mejor parapetados, pueden
explicar la ficción caballeresca y otros géneros -que, para sus fabulaciones,
beben de la sociedad donde se genera- y, de igual modo, los expertos en arte
interpretar piezas apoyadas en un mayor o menor grado de idealización. Para
quienes son puramente historiadores, en cambio, los documentos reflejan lo que
entendemos por “realidad”, un concepto maleable donde la sangre es de verdad y
los golpes no rebotan.
Los estudios
científicos rigurosos
basados en documentación histórica como el que
nos ocupa nos ayudan a entender y, por tanto, comunicar mejor la naturaleza de
los enfrentamientos medievales: los bélicos, por descontado, pero también los
familiares, laborales, sociales, económicos y culturales, tan determinantes y constantes
como los primeros. Los ocho capítulos de los que consta Un torneo interminable son tan elocuentes como su título: Fernando
Castillo Cáceres
, historiador de formación, se ha servido de las
herramientas que tan bien maneja para explicar, desde la organización y papel
de los diferentes cuerpos del ejército, hasta los códigos sociales asociados a
cada uno de ellos, dentro de instituciones heterogéneas, en formación y cambio.
A través de sus capítulos se desgranan temas fundamentales que trascienden la
disciplina militar propiamente dicha. Por ejemplo, la combinación de valor e
inteligencia en los lances, que contradecía uno de los principios básicos de la
caballería pero que ha quedado plasmada en numerosos documentos. 
Al contrario
de lo comúnmente predicado, el valor desmedido no es una moneda caballeresca
apreciada
, sino que debe moderarse y combinarse con técnica, estrategias e
incluso ardides reglados. Ideas como esta, señala Castillo, eran relativamente
fáciles de instilar en señores principales a través de la instrucción privada,
y no tanto en ejércitos grandes como el real, al que circunstancialmente se
sumaban huestes de la alta nobleza a cambio del conocido como “acostamiento”,
retribución en forma de tierras o rentas. A estos valores se unen asuntos como
la relevancia de la caballería ligera -asociada a los concejos, imitada
del modo árabe y pionera en el resto de Europa-, o el entrenamiento militar
práctico
combinado con la sciencia
militar
de carácter teórico. Este último aspecto permite al autor rastrear
el cuerpo documental y analizar su puesta en práctica en otro grupo de fuentes
primarias referentes a batallas clave en el siglo XV, ensayando un ejercicio de
cruce tan infrecuente como productivo.
Otro
tema de importancia en la primera parte del libro lo conforma el estudio de
las leyes y contratos
que rigen a los mercenarios extranjeros, quienes
trabajan de forma distinta a los profesionales nativos, y la decisión de acudir
a ellos, muchas veces motivada por la rebelión y desacuerdo entre la monarquía
y la alta nobleza. Se justifica, así, su elevado precio y, sobre todo, el
riesgo cierto de pillaje por individuos sin asociación personal con las tierras
por donde debían transitar temporalmente. También se incide en los preparativos
y elección del tiempo de las batallas, que no siempre corresponden con la
lógica que se aplicaría desde el pensamiento contemporáneo, así como en la
escasez de enfrentamientos en Castilla, un reino en constante
preparación y negociación que fue escenario de más acuerdos que de
enfrentamientos militares.
De
entre los contados enfrentamientos destaca la batalla de Olmedo,
sucedida en 1445, que Castillo trata como un case study para marcar el punto crítico de los roces entre
monarquía y nobleza, linajes familiares y estamentos sociales. El componente
fratricida no oscurece la importancia de una incipiente clase urbana -tema que,
recordemos, ocupan sus propios estudios dedicados a la modernidad durante la
primera mitad del siglo XX español-, escudada en sus posesiones para expresarse
como “reflejo obsidional”, no menos bélico por rehuir el campo abierto. La toma
de Olmedo, explica el autor, comenzó con el despliegue de la magnificencia del
ejército mediante galas y adornos en Alcalá, y requirió el
desplazamiento rápido de tropas arriesgando la retaguardia. Las escaramuzas y
negociaciones previas condujeron al día señalado para el enfrentamiento, que
cabe calificar de atípico por el despliegue exhibicionista en la mejor versión
hollywoodiense, donde se unieron atípicamente las reglas del combate
caballeresco con las militares, esto es, la batalla y el torneo. El
contraste de las versiones cronísticas arroja un resultado dispar, al que hay
que sumar las referencias a esta batalla en las Coplas de la panadera, texto literario al que se dedica un
capítulo que explica las razones por las que este texto engrosa el género de la
anticrónica, emblema de un ejército mal preparado e infame, encabezado por
nobles indignos de su liderazgo.
Olmedo
fue espacio de otra disputa civil castellana, ya en 1467, simultáneamente al
escenario fronterizo granadino. A estos dos espacios se dedican sendos
capítulos: el primero ofrece escaramuzas de muy baja intensidad combinadas con
treguas de larga duración; el segundo, la resolución de los conflictos civiles
castellanos que dieron pie a la aniquilación de los restos nazaríes en la
península Ibérica unos cincuenta años más tarde. La existencia de una Granada
árabe
era ya una situación atípica entonces. La población todavía recordaba
entradas triunfales en otros reinos y ciudades como Sevilla, Valladolid
y Córdoba, más políticas que militares pero siempre presentadas
vistosamente como fruto del esfuerzo bélico. Mientras, en Castilla, los
aspirantes al trono mantuvieron una tensión sostenida hasta 1467, cuando
Olmedo, en contraste con las inexistentes repercusiones históricas que sirven
de guiño, se convirtió en espacio mítico para las letras áureas, heredado por
la dramaturgia en la Edad de Plata.
Muchos
sitúan el comienzo de la modernidad en el desembarco en América, en la
propagación de la prensa mecánica, en la toma de Granada o, más cómodamente, el
31 de diciembre de 1499. Un torneo
interminable
es elocuente al cerrar con dos capítulos dedicados,
respectivamente, a la creación de la Hermandad General (ca. 1482?) y la organización militar
tras el ascenso al trono de Isabel I en 1474. Estos dos acontecimientos
son signos inequívocos de una incipiente Edad moderna donde la monarquía debe,
en círculo perfecto, ser estable y vender su protección para mantenerse en el
poder. El tener un rey indisputado ofrece una seguridad que se retribuye con la
garantía de que, a cambio, se obtendrá una estabilidad que propicie empresas
comerciales expansivas como la aragonesa y termine, entre
otros peligros, con el bandolerismo y el saqueo feudal. El deber del monarca es
proteger a sus súbditos de sus otros súbditos, lo que explica el empeño de
perfeccionar y monopolizar los ejércitos a su disposición y mejorar, entre
otras cosas, la artillería al compás de los nuevos artificios. 
Según analiza
Castillo, la revitalización de la Hermandad General respondió a todas estas
necesidades y, a pesar de su corta duración, dio paso a un ejército diseñado
por un grupo de técnicos ajenos a la nobleza, que entendieron la empresa como
una supracategoría nueva y única en el resto de Europa. Con este tema, la
creación de un verdadero grupo profesional al servicio de una monarquía libre
de guerras civiles y dinásticas, se entiende el gran beneficio que los Trastámara
legaron a los Austria. Además de vastos territorios y riquezas por
descubrir, esta última casa encontró un reino organizado, con armas, técnica y
un organigrama definido y diferente al de los territorios septentrionales.
Aunque las ramificaciones para las guerras en América y en el norte de Europa
llevadas a cabo por Carlos I y sus sucesores escapan al espectro de Un torneo interminable, la lectura de
estos capítulos finales permite entenderlas casi como obviedades. La
superioridad legendaria de los tercios de Flandes y el casi inexplicable
recorrido de las tropas españolas por los Andes, Luisiana, California
o Texas, descubriendo las autopistas oceánicas y recorriendo kilómetros
de confín a confín cual ultramaratonistas contemporáneos, se explica por el
bagaje adquirido un siglo antes en tierras castellanas, exportación que, a
diferencia de la legislativa, religiosa, botánica o médica, ha pasado
relativamente inadvertida. La experiencia bélica, nos enseña el autor, es
fundamental incluso dentro de su intrascendencia, o tal vez por ella, para
entender por qué la guerra no es solo una suma de técnicas o una disciplina,
sino un arte que define a las civilizaciones que, conociendo su tradición, la
practican y promueven su desarrollo.
Un
torneo interminable. La guerra en Castilla en el siglo XV
(Madrid: Sílex,
2014), con prólogo de Luis Alberto de Cuenca, es la obra más reciente de
Fernando
Castillo Cáceres
(Madrid, 1953), licenciado en Ciencias Políticas y CC.
de la Información, que ha comisariado exposiciones de pintura y fotografía y ha
publicado, entre otras, El Siglo de Tintín (2004), Madrid y el Arte
Nuevo. Vanguardia y arquitectura 1925-1936
(2011) o Noche y niebla en el París ocupado (2012).

 Elena del Río Parra es catedrática del Departamento de
Lengua Moderna y Clásica en la Georgia State University (EE.UU.) desde 2012,
aunque está asociada al mismo desde 2001. Autora de monografías como Materia
médica. Rareza, singularidad y accidente en la España temprano-moderna
, Cartografías
de la conciencia española en la Edad de Oro
o Una era de monstruos:
Representaciones de lo deforme en el Siglo de Oro español
, también ha
escrito artículos y reseñas literarias en revistas y ha editado obras de, entre
otros, Miguel de Cervantes, Sor Juana Inés de la Cruz o Alfredo Bryce
Echenique.