
Foto de Gustavo Gavotti
Cuando tenía cinco años de edad, mi mamá me regaló una enciclopedia que contenía todos los términos, simbologías, y personajes de las mitologías europeas. Las germanas y escandinavas me fascinaban por el misterio casi indescifrable de los nombres, las romanas por una extraña sensación de cercanía, pero las griegas eran mis favoritas. Noche tras noche leía los “doce trabajos de Heracles”, y me ponía en la piel del héroe mientras vencía a la Hidra o al León de Nemea. También me habían inculcado la lectura de La Biblia; así, leía sobre los jueces hebreos del Antiguo Testamento y todas aquellas hazañas de proveniencia divina: Sansón derrotando a mil filisteos con una quijada de asno o Gedeón venciendo con sólo trescientos soldados a un ejército de 135.000 hombres. Esas epopeyas me llenaban de asombro y soñaba con ser, alguna vez, protagonista de un acto de proporciones sobrehumanas.
En la actualidad, tales proezas antiguas hayan su parangón en las maratones. Correr un maratón es comparable a cualquier fantasía que el hombre pueda imaginar para atribuirles a sus héroes, desde batallar con dragones hasta descifrar un laberinto. Lo que hace a un maratón tan exclusivo, es que nadie sencillamente puede levantarse un día y decir “mañana voy a correr 42 kilómetros con 195 metros” (la distancia exacta de un maratón), como nadie podría creerse que con sólo desearlo podría rebanarle en dos la cabeza al Minotauro. Correr un maratón requiere un entrenamiento físico y mental que no son necesariamente vitales en otras disciplinas deportivas, y al menos dos o tres años de sumar kilómetros y kilómetros al cuerpo.
Tan difícil y extenuante resulta correrlo (y recorrer cada uno de sus kilómetros, uno a uno como si se tratara de 42 desafíos y no de un sólo y gran desafío) que cuenta la leyenda (por qué no la historia) que el soldado Filípides transitó esa distancia, desde Maratón hasta Atenas para anunciarle a su rey la victoria y, acto seguido, cayó muerto. Esa es la piedra de fundamento de todas las carreras de la Grecia clásica y posteriormente de los maratones modernos desde los Juegos Olímpicos de 1896.
El pasado domingo 23 de septiembre se corrió la 34° edición del Maratón de Buenos Aires, y fue en mi caso particular, la primera experiencia en un maratón. En los párrafos anteriores se ha expuesto el “por qué” de correr una carrera de tamaña magnitud: motivado por un deseo de la niñez de ser un héroe, un Hércules, un titán. El “cómo” tiene más que ver con lo terrenal, con fuerzas adquiridas y con falencias que deben ser compuestas a base de nervio y denuedo.
Se dice que un maratón está definido por tres etapas y que cada una debe ser corrida con su respectiva particularidad, además, sencilla de recordar. Se trata de las tres “C”: los primeros 21 kilómetros se corren con la “cabeza”, es decir que, aunque en esos tramos las reservas de energía están llenas, se debe pensar en todo el camino que falta cubrir; del kilómetro 21 a 30 se debe correr con el “corazón”, las fuerzas menguan y es necesario meditar (sí, un ejercicio intelectual y emocional durante una prueba física) en todas las razones que nos llevaron a correr y a buscar la ansiada meta; y finalmente, desde el kilómetro 30 al 42,195 se debe hacer uso de la última “C”, “coraje”; los músculos extremaron los esfuerzos y ya no hay nada más para dar; es probable que las zapatillas nos hayan provocado callos y que el rozamiento con la indumentaria nos produzca raspaduras; es más que factible que otros corredores hayan bajado los brazos o sufrido alguna lesión (se recomienda dedicar un kilómetro a distintos amigos y familiares a partir de aquella distancia). La bravura allí es fundamental. Allí ya no se sonríe para los fotógrafos: el gesto es adusto y la mirada, capaz de demoler la roca. Lo sé porque estuve ahí. En ese momento en que todo lo que hay por delante es la satisfacción de cumplir un objetivo de vida y por detrás, los incontables pasos, las infinitas gotas de transpiración, los incalculables latidos, la sangre, la soledad de cientos de entrenamientos solitarios, de frías lluvias y madrugadas de domingo. Atrás toda la vida, toda, que te trajo hasta ese momento. Ese momento donde se divisa una palabra que el diccionario no es capaz de definir —porque en la Real Academia Española no hay maratonistas—, una palabra que significa tanto, tanto, que al atravesarla dan ganas de llorar: “Llegada”.

Lucas Damián Cortiana tras llegar a la meta
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