El Presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, durante la cumbre de la UE en Bruselas. 18 de julio de 2020. Foto Agencia Anatolia.
¿Qué siente la gente al volverse colectivamente más pobre? No hablo de los pobres a quienes Hacienda perdona ni tampoco de aquellos para quiene 200 millones de euros equivalen a nuestros 200 euros, sino de la clase media que, habiéndose convertido en los últimos decenios en la clase de todos, ha acabado diluyendo incluso las reivindicaciones de clase, sustituyéndolas por las reivindicaciones de categoría.
Siempre podrá decirse que un poco de pobreza no hace daño: modera los hábitos en los que nos hemos excedido un poco, vacía restaurantes donde la acumulación de gente impide mantener una conversación, disminuye el trafico que ha transformado las calles de nuestras ciudades en un enorme aparcamiento, afloja la presión de los fines de semana forzados, reduce, en las agencias de viaje, las masas de los que piensan que basta cambiar de cielo para cambiar de ánimo.
Las discotecas cerrarán unas horas antes, algunos jóvenes verán reducidas sus posibilidades de acabar directamente en el cementerio, posibilidades que desgraciadamente aumentarán para aquellos que nos consigan afrontar el corte de los fármacos, o simplemente de la calidad de los alimentos, a los que hay que culpar de la prolongación de la vejez que en Occidente solemos llamar prolongación de la vida.
Sin embargo, pese a estas ventajas secundarias, cierto sentimiento de inquietud invade tanto a los individuos como a las empresas, que se sienten impotentes para modificar la marcha de la economía que, por efecto de la globalización y tal vez de la supremacía del aspecto financiero (y virtual) sobre el productivo (y real), parece haberse convertido en una cosa trascendentes, gobernada por un dios desconocido, cuyos designios nadie conoce realmente.
Todo esto comporta, como dicen los economistas, una ralentización del crecimiento, e incluso un crecimiento cero o hasta negativo. Y aquí nos encontramos con esa palabra engañosa, «crecimiento», que lo economistas aplican tanto a los países desheredados, que constituyen las cuatro quintas partes de la humanidad, como a los países ya desarrollados, que a pesar de todo «deben crecer». ¿Hasta donde? ¿Y a expensas de quien? ¿y con que coste ambiental? Ante estas cuestiones la economía calla porque el problema no es de su competencia, y junto con la economía callan también las voces de los hombres que han de plegarse a las leyes de la economía.
Cuando digo «economía» no me refiero solo a la agricultura, comercio, industria y finanzas, sino que me refiero sobre todo a una mentalidad difusa, una forma de sentir, una categoría del espíritu de nuestro tiempo, por que en esto se ha convertido, en el modo de pensar y de sentir de todos, el imperativo categórico del crecimiento.
Como hijos que somos de padres, que a su vez crecieron sobre el trabajo de los abuelos, estamos ya en la tercera o cuarta generación que crece con un ritmo que la historia nunca había conocido. La categoría del crecimiento se ha convertido en un estado de ánimo, un remedio a la angustia, una garantía para uno mismo y para sus hijos, unas arras para el futuro, de modo que, si como consecuencia Maastricht, si para poner orden en las cuentas, si por unos presupuestos duros, si por los juegos temerarios de la economía internacional esta confianza en el crecimiento se debilita, se produce una parálisis del pensamiento, una confusión del sentimiento, un temor por el futuro, una sensación de inquietud, como cuando un avión se mete en un bache y todos los pasajeros, muy dignos, damos muestras de una tranquilidad que el estremecimiento de nuestro estomago desmiente, aunque solo nosotros lo advertimos.
Umberto Galimberti
Los mitos de nuestro tiempo
Traducción de María Pons Irazazábal
Debate, 2013