Llevamos años asistiendo a un curioso panorama en nuestra literatura, a la que no son ajenas las tendencias foráneas, W.G. Sebald, por ejemplo, fue uno de los primeros en ejercer una especie de autoridad en la narrativa confesional, al igual que Thomas Berhard, o años antes, Arno Schmidt, y no deja de ser significativo que hayan sido autores centroeuropeos, que en cierto modo se encontraron implicados en el totalitarismo nazi, los que comenzaron a frecuentar en la descripción de su propio entorno o de ellos mismos, ese modo de narrar que de seguir así acabará convirtiéndose en un género y muy diferenciado de la literatura confesional, antaño reservado a lo que se llamaban “Memorias”.

Tengo para mí que este género ofrece, respecto al memorialístico, la ventaja de aunar narración con confesión, y lo que se pierde por un lado se gana por otro. Así, todos sabemos que la vida de un escritor es menos interesante que la de cualquier ciudadano que pasea por la calle, sea este carnicero, albañil o camello, y que nadie aguantaría leer libros confesionales de autores que han llevado una vida plácida, muy de clase media y cuyas mayores preocupaciones han sido la familia y si el editor le engañaba o no, y como mucho saber si llegaba a final de mes, condición que por otro lado muchos consideran idónea para escribir y perderse en los recovecos de la imaginación. Pero si hacemos que esa vida se inserte en el terreno de la ficción y se entreveren, entonces, miel sobre hojuelas pues hemos conseguido dramatizar vidas un tanto desmayadas por cotidianas, algo que para el lector medio, que es el que compra libros, es irresistible pues en cierto modo hace novelesca su propia vida al ver proyectadas sus preocupaciones en la propia vida del autor que está leyendo. Todo el mundo cree, por ejemplo, que puede ser Sergio del Molino pero pocos, y los que lo hacen suelen pasear por los pasillos de los psiquiátricos, se identifican con Humbert Humbert, Stavrogin, Alonso Quijano o el Gran Gatsby.

Entre nosotros la cosa ha tomado una dimensión notable hasta el punto de que a veces uno duda si existen ya personajes de ficción como aún se encontraban en los años 50 0 60. ¿Habremos perdido capacidad para crear caracteres y por eso nos volvemos hacia nosotros mismos? ¿Existe un sentimiento de redención generacional que hace que nos sintamos irresistiblemente ligados a ajustar cuentas con nuestra generación y de paso con nosotros y nuestra familia? ¿o sencillamente resulta más cómodo que crear un rotundo personaje de ficción y que, además, se jalea por parte de los editores que creen que por ahora este modo narrativo vende más?

Esta larga digresión viene a cuento porque han sido las preguntas que se me han hecho presentes de nuevo a raíz de la lectura de Amor intempestivo, de Rafael Reig (Cangas de Onís, Asturias, 1961), uno de los autores más celebrados de su generación y cuya obra sigo desde que leí y reseñé Sangre a borbotones y gocé con su celebrado Manual de literatura para caníbales, aun sabiendo que era un camino, eso de la urgente revisión del canon, lleno de razón pero que por el modo de ser presentado, terminaría siendo carne de prensa y arrojado a la papelera del olvido meses después, lo que aconteció en cuanto aquello que contenía el libro, lo que tenía de más genuino, se derramó en columnas de prensa que los diarios se disputaban… los tres primeros meses.

Reig es autor al que el thriller, que es género en que se ha movido su generación, le va como anillo al dedo, y no hay más que recordar Todo está perdonado, donde se ponían en solfa los años de la Transición y donde creó un detective, Menéndez Vigil, muy logrado. Los Mundiales de fútbol de 2008 estaban a la par en su interés con los asesinatos que había que dilucidar.

Pero ahora el autor no ha debido resistirse a la atracción del canto de las Sirenas y en Amor intempestivo el autor se hace un cameo que poco apoco se agranda hasta convertirse en libro autobiográfico. Rafael Reig es un autor de recursos literarios más sofisticados que la mayoría de los miembros de su generación y ese arreglo de cuentas consigo mismo, y con la llamada generación de los 80, lo realiza de modo elíptico, añadiendo humor e indagación personal, por muy hiriente que resulte la cosa, a manos llenas. Con ello ha conseguido un distanciamiento consigo mismo, y al lector le acontece lo mismo, que es de agradecer después de leer libros como los celebrados de Manuel Vilas.

Hay un tal Andrés Cabanillas que quiere escribir una tesis en una universidad norteamericana sobre la generación del 80 con el escondido deseo de juzgarla severamente, y eso por ponernos caritativos. Ni que decir tiene que su padre, el de Cabanillas, pertenece a esa generación y el caso es que en esa indagación aparece Rafael Reig, como miembro señero de la misma, incluso como autor maldito. El resultado es casi espectacular desde un punto de vista narrativo porque aúna esos tres bloques de manera excelente. Lo que da lugar a una confesión un tanto lacerante en toda regla.

No estaría de más que este ejercicio lo tuvieran en cuenta aquellos autores que están pensando en engrosar el género con nuevas narraciones, si las que se preparan sobre el confinamiento de la pandemia no acaba antes con nosotros.

 

 

http://todostuslibros.com

Rafael Reig. Amor intempestivo. Tusquets Editores. Barcelona. 2020. 320 pp