Julio C. Torres. Todas las islas del mundo (Premio Fundación Antonio Ródenas, Pre-Textos)
Este libro es un único poema en 31 secciones, algunas largas y otras breves. Destaca su sentido del ritmo, pero no del ritmo como suele entenderse al hablar de poesía -el ritmo de las palabras, los acentos, las frases-, sino un ritmo más de fondo: el ritmo de las ideas, el ritmo semántico, podríamos decir; me refiero a que hay una serie de temas que aparecen y reaparecen y van hilando un discurso que a primera vista parece deshilachado, creando un discurso que tiene la capacidad de hipnotizar al lector sin apartarse de la cotidianidad y todo lo terrenal.
El libro se abre con una sección extraordinaria, de la que voy a extraer y comentar algunos versos, ya que me parece que de este primer tramo se pueden sacar algo como unas “sugerencias para abordar la poesía”. Esta sección es una lista, una enumeración de cosas muy variadas, en la que aparecen, muy al principio, “las hormigas y la pureza aciaga de lo útil”: se nombran juntas las hormigas y esas actividades prácticas; parece que las hormigas sólo existen en una dimensión práctica, que no conocen el ocio, ni el placer, ni la ambición, ni la frustración, ni el deseo. Al menos a nosotros nos parece eso. Y a eso lo llama “pureza aciaga”, porque hay algo puro ahí, sencillo e inocente, pero también aciago, es decir, desgraciado, pobre. Hay una asociación que hace el poema y no la plantea explícitamente, pero los lectores vamos siguiendo esas asociaciones. En buena medida, en eso consiste la lectura, en ir completando, conectando, asociando lo que está escrito.
Poco después podemos leer: “los primeros pinos después del desierto, / la última mirada al lago en el espejo retrovisor, / la primera estufa del invierno, / la última vez que durmió en esa cama”. La típica rima ABAB se sustituye en estos cuatro versos por “los primeros, la última, la primera, la última”. Es al mismo tiempo un gesto tradicional y un hallazgo exclusivo del autor. Y habla de esos límites que cruzamos sin darnos cuenta, de cómo la vida, o lo significativo de la vida, se va presentando sin avisar. “Los cajones que nunca se van a volver a abrir”, dice luego, y también “y todos los libros quemados que estaban subrayados”: al quemar un libro, se quema también una lectura, es decir, lo que alguien subrayó. Quizá este sea uno de los núcleos temáticos aquí: lo que se va perdiendo a lo largo del tiempo, cómo el mundo lo entierra casi todo. Es como si fuéramos, nosotros y los libros subrayados, esas hormigas, unos seres insignificantes que sin embargo importan como parte de una comunidad. Y luego añade: “tal vez el rechazo de la muerte / nos vuelve inentendibles / a los animales que viven bajo la tierra”. O sea, la muerte figura aquí muy explícitamente, así como el rechazo de la muerte, la conciencia característicamente humana de que vamos a morir. Pero es especialmente acertado, creo, que al hablar de los animales (¿otra vez las hormigas?), dice que viven bajo la tierra, que es donde acabamos cuando nos entierran.
En ese sentido, lo de “bajo la tierra” funciona de dos maneras muy distintas: en relación con la muerte humana y en relación con esos animales que no nos entienden, y que funcionan como un espejo que muestra nuestras particularidades. Por eso decía que este pasaje sirve para hablar de la lectura de poesía en general, porque las cosas tienden a significar más de una cosa en los poemas, y porque los poemas tienden a funcionar como espejos que muestran nuestras particularidades: nuestros hallazgos en un contexto que ya existía antes de que apareciéramos y que seguirá existiendo cuando hayamos desaparecido, el contexto de la escritura poética.

Julio C. Torres
Un poco más adelante, leemos: “algunas mañanas donde se tarda un instante más / en volver en sí, al recuerdo de quién es uno”, y “todas las cosas vistas al pasar”. Me parece que es otra manera de mencionar algo similar a lo ya comentado: lo que se presenta aquí es inestable, fluctuante, frágil. “A veces parece ridículo que algunos muertos / no estén aquí para mirar esto”, dice después. Incluso el rechazo de la muerte es transitorio: tiene que ver con que a ratos no la entendemos, no nos la creemos, no nos acostumbramos a ella, igual que a veces -en el sueño- nos olvidamos de quiénes somos.
Y todo esto se plantea, como ya he comentado, desde muy cerca del suelo, y con un lenguaje y un tono que no pueden ser más sencillos. Por ejemplo: “lo dulce después del colegio // los abuelos”. Al limitarse a nombrar a los abuelos, simplemente, cada uno visualiza los suyos: de este modo, Torres logra que el lector se vuelva activo. Esta idea del lector activo, que parece tan exigente, que se asocia con el barroco y con una línea de escritura muy sofisticada, en realidad no es nada especial: consiste en que, como lectores, queramos entrar en el poema y que el poema nos deje entrar. Si el autor hablara explícitamente de sus abuelos, cerraría puertas. Pero al decir “los abuelos”, después de sensibilizarnos hacia la infancia con “lo dulce después del colegio”, fomenta que sintamos la presencia de nuestros abuelos como la sentíamos de niños. El poema, de este modo, es un espejo que permite reflejar particularidades muy distintas.
Hay otras ideas que podemos extraer de este pasaje que nos pueden servir como instrucciones para hacer frente a un poema. Una, fundamental, tiene que ver con escuchar atentamente: “El sonido de las nueces al partirse, / cada una de ellas, como las voces, / distintas”. El oído se entrena, y podemos oír más de lo que oímos si lo orientamos bien. Otra, que no está muy lejos, consiste en prestar atención a las cosas pequeñas: “el olor placentero de los niños que amamos”, y “esa confianza ridícula en la vida”, dice. Esa confianza de los niños, esa inocencia, igual que su olor, nos vuelven activos como adultos, como padres: nos hacen quererlos y protegerlos. Los poemas también nos vuelven activos de este modo, con cierta confianza (los poemas a veces confían en nosotros, y eso nos afecta) y con todos los recursos que estimulan los sentidos. Y otra idea importante es la de la dispersión, mirar atentamente pero en varias direcciones. Aquí hay tonos muy distintos, como cuando se cuela en la lista “todo lo que sale en la televisión / y en los diarios / y en internet”. La sorpresa es fundamental, y no depende exclusivamente del texto, sino que el lector tiene que estar dispuesto a darle un lugar para que pueda producirse. Podríamos llamar a esto la “aceptación de lo imprevisible”. Y también quisiera mencionar la importancia de lo no dicho: “el álbum de las fotos borradas, / los mensajes que no se enviaron”, leemos, y eso resulta sumamente conmovedor, y nos llena de preguntas.
“El viento ahí afuera, / a veces música, a veces vacío”. A veces podemos escuchar música en el viento. El gran compositor italiano Luciano Berio dice, de un modo muy similar, que “música es todo lo que escuchamos con la intención de escuchar música”. También propone Torres “volver a ver sin nominar, / volver a llevarse el mundo a la boca”. Parece que esta propuesta consiste en algo como “pensar sin palabras”. En alguna medida, en el arte se trata de potenciar la actividad de los sentidos: ver, saborear. Recordemos que el término “estética” alude, etimológicamente, a lo que es perceptible por medio de los sentidos. No es la razón lo que nos debe guiar a la hora de leer poesía. “Hemos perdido el placer privado de no entender, / de retirarnos secretamente a esa tensión, / de cultivar ese silencio”. No entender provoca una tensión que, para que la experiencia estética sea interesante, debemos considerar un placer. Eso es leer, cultivar el silencio. En lo que llama “silencio” crece algo, si lo cultivamos, que no crece en las palabras, en los discursos ordenados y planificados. Eso que crece ahí es lo que nos puede ofrecer la poesía, y sólo la poesía.