¡Aúllen, pastores, y clamen!

¡Y revuélquense, majestuosos del rebaño,

porque se han cumplido sus días […]!

¡Escuchen! El alarido de los pastores […].

Jeremías 25: 34, 36

Miró sus manos gigantescas y temblorosas. Paseó sus ojos desde los dedos índices hasta la palma, desde los dedos meñiques hasta los nudillos. Cada rincón de sus manos respondía uniformemente al mismo color y al mismo aroma repugnante. El color de la decapitación, el olor del degollamiento.

Con pasos toscos se dirigió desesperado al río más cercano. Cruzó las dehesas de invierno intentando desoír los gritos acusadores de su conciencia. En cada oveja yacía una porción desgraciada de su humanidad. Por cada oveja, una sentencia inapelable de faunisidio. Sus manos sudaban sangre y sus ojos sangraban lágrimas; pesada carga para el arrepentido.

Mientras se lavaba en el río, frotándose hasta los codos, una voz familiar lo encontró escondiendo las huellas del crimen.

— ¡Pastor!— le dijo— ¡Pastor! — repitió— ¿Eres tú el que está bebiendo el agua del río?

— Sí, soy yo—respondió a la voz detrás de él—, pero no estoy bebiendo el agua del río, sino lavándome con ella— arriesgó a decir con total sinceridad.

— Pastor… ¿me dices que bajaste hasta el río sólo para lavarte? ¿Acaso consideras que te hallas tan sucio, que no podías esperar hasta terminar con tus quehaceres para bañarte?— desafió la voz, sin demostrar un ápice de condescendencia.

El pastor bajó la cabeza, hundiéndola en el agua curativa del río. La mantuvo así varios segundos. Su mente divagó en respuestas desordenadas, ideó mentiras, calumnias, intenciones cobardes, irrespetuosas contestaciones. Ninguna de ellas lo convenció. Volvió a la superficie suavemente; su cabello empapado goteaba culpa y vergüenza.

— Encontré un rastro de sangre por el camino del norte— habló la voz nuevamente, sin acusar respuesta del pastor—, ¿sabes si algún lobo atacó a una de mis ovejas? Anoche vi algunos deambulando en las cercanías del aprisco.

— Ninguno jamás se atrevió en mi presencia a acercarse a una de tus ovejas. Sabes muy bien que me temen…

— Lo sé, buen pastor— interrumpió, tal vez al distinguir en la voz del pastor una voz de lamentaciones—. Haz sabido cuidar a mis ovejas con presteza. Casi podría decirse que son tus ovejas. Sientes su dolor, comprendes sus balidos, caminas con ellas por la llanura durante el día, mantienes la vigilia por ellas durante la noche. ¿Qué queja podría tener yo contra ti?

El pastor sentía en cada palabra el dispendioso derroche de muerte que lo conducía sin retorno a la miserable endecha de la vida. Por su pecho transitaba el remordimiento como por un sendero subterráneo al corazón. Fantasmas insensatos reían su carnicería haciendo tronar la caja de la demencia, confundiendo lo permitido y lo prohibido; vacíos intentos de virtud.

Del otro lado del río, una silueta inmóvil observaba. Era un hombre joven, semidesnudo, apariencia salvaje y ojos de predador. Detrás de él una manada de lobos aullaba hambre. El joven era un pastor de lobos y su trabajo, cuidarlos. Un ademán mudo lo invitó a cruzar a la otra orilla. La voz del dueño de las ovejas le susurró que el río no era tan profundo, podría cruzarlo a nado. El pastor dejó sus sandalias a un costado y se desvistió cansinamente. Le pareció ver en las sombras, que el brazo del amo se erigía para saludar al pastor de lobos como a un viejo conocido.

Una vez dentro del río y ya emprendido el trayecto, sintió el alivio de saberse limpio, purificado y tal vez, quién sabe, perdonado.

Al llegar a la orilla, un centenar de lenguas se relamían.