Hay un tipo de viajero que huye del turismo en lo que tiene de transporte interurbano, parada y fonda. Un viajero que reniega de la guía y ruta online que lleva a caer en los mismos selfis de siempre. Un viajero que busca penetrar en la malla y descubrir la esencia de una ciudad.
Un cierto Tánger (Confluencias, 2019), del escritor Fernando Castillo, es más que un libro de viajes. Es una serie de capítulos retratados en blanco y negro como las fotos que contiene sobre la ciudad hechas por el autor. Entre el día y la noche, el blanco y negro, cabe el gris y el matiz. Esto es lo que aporta este libro sobre una de esas ciudades de leyenda y glorias pasadas. Nadie como Fernando Castillo para descubrirnos los mil tángeres que existen dentro de él. Algo que sólo es posible sumando años de viajes y lecturas.
Fernando Castillo, un autor de una extensa y brillante obra, ha leído sobre Tánger con provecho. Pero también sabe mucho de la ciudad. Relaciona la historia con la arquitectura, el detalle humano con la referencia cultural, el olfato con el gusto… para traer al lector la ciudad entera sin moverse del lugar de lectura. Lean las primeras páginas que vienen a continuación de este libro sobre un cierto Tánger. Verán que es el de siempre. El que nos imaginamos y el auténtico.
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La llegada
Desde Europa a Tánger se puede llegar de varias formas. Hasta hace poco, la más habitual y casi única era en barco, cruzando el siempre atravesado Estrecho desde algunos de los lugares de la cercana costa española. Es una travesía corta, tan solo trece kilómetros, pero intensa. Las aguas encontradas y rápidas del Atlántico y el Mediterráneo, sometidas a los vientos y corrientes, están siempre recorridas por todo tipo de buques, especialmente por enormes cargueros que tienen preferencia ante las embarcaciones de pequeño calado. Durante la navegación apenas se pierde de vista la costa, lo que intensifica la cercanía de Europa y África. No hay lugar en este viaje para el sueño de una navegación oceánica, para la emoción de la aventura marina. Todo es la proximidad del confortable cabotaje, la primera navegación de la historia que sirvió a los fenicios para llegar más allá del río Senegal y a los focenses para colonizar la orilla europea del Mediterráneo. Pronto, a la montañosa costa española le sucede por la proa el perfil del litoral africano, y luego las edificaciones de la que Paul Morand llamó la ciudad más europea de África y mas africana de Europa, y que ha sido una cuña mediterránea en el Atlántico y una versión original de Europa en el norte de África.
Hasta hace poco, tras cruzar la bahía que se abre entre la ciudad y el cabo Malabata, los navíos dejaban al viajero en el puerto tangerino, el primer y último destino de los paquebotes transatlánticos en su ida o retorno de América. Unos muelles que, tras subir la calle de la Marina, se encuentran a unos cientos de metros del Zoco Chico, uno de los centros de una ciudad que ya casi no existe y al que Emilio Sanz de Soto, a quien Ángel Vázquez se refiere como «uno de los que hicieron la ciudad» y al que detestaba Mohamed Chukri, ha dedicado unas páginas inolvidables en un memorable articulo («Antonio Fuentes. Un recuerdo de Tánger y un olvido de España», en El País-Babelia 23.VIII, 1997). Todo bajo un cielo azul luminoso que se diría hecho para los pinceles de los artistas o para las fotografías de las viejas películas Agfa que parecen gouaches. La primera vista de Tánger que tenían los viajeros que llegaban, por citar alguno de los barcos, en el «Djebel Dersa», el vapor que unía Tánger y Gibraltar en los años veinte, era la de un monte con un caserío geométrico en el que la curva no existe. Un cerro de blancura algo grisácea, moteada con el verdor vegetal de las higueras y parras y de los que sobresale algún ciprés, y el pardo de la muralla y de la arquitectura europea de aires decimonónicos. Al otro lado, en el ensanche, apenas se pueden ver los bloques regulares de la arquitectura racionalista del Tánger moderno que habla de la libertad de la urbe, de su apertura a todas las ideas.
Un contraste que adelanta la realidad tangerina, muy diferente de la que sorprendió a Alí Bey, el legendario Domingo Badía, en 1803, pero que sigue existiendo. En su libro Viajes por Marruecos, este barcelonés, militar, arabista y espía al servicio del ministro de Carlos IV, Manuel Godoy, y verdadero pionero en el conocimiento de Marruecos, describe su llegada a Tánger en las primeras líneas de su obra. La sensación que le causa la ciudad es casi la misma que experimenta el viajero que repite hoy día idéntico itinerario. El choque que le produce a Badía la llegada al Tánger musulmán desde la española y cristiana Tarifa, tras una larga travesía del Estrecho —tarda cuatro horas—, es semejante al que se sigue experimentando hoy día, aunque en menos tiempo, al llegar de Europa al Marruecos norteafricano. Insiste Ali Bey, en los párrafos iníciales de su primer capítulo en la paradoja que define al Estrecho desde hace siglos, cuando se rompió la unidad del Mediterráneo: las enormes diferencias existentes que separan a los dos pueblos y lo extraño que se resultan a pesar de su condición fronteriza y de su proximidad. Ahora, el mar no une, como en los días de Roma o del califato cordobés, sino que separa. Es el lejano vecino de ahí enfrente, como se refería Alfonso de la Serna a Marruecos con idéntico sentimiento al experimentado por Badía a principios del siglo XIX. Es el Estrecho ahora franja que separa y no pasillo que une.
En este siglo, una vez desembarcado en el puerto y abandonada la manera tradicional, a hombros de marineros —la empleada por la tangerina Lidia Cardovan, quizás el personaje más interesante de Se enciende y se apaga una luz, una novela de Ángel Vázquez considerada menor—, el viajero se encuentra con el panorama de la palmerada Avenida de España y la Terraza Renschhausen, un apogeo de la arquitectura colonial tangerina. Frente a ella, junto a la playa, permanece como testimonio de la modernidad arquitectónica de la ciudad, la antigua estación de ferrocarril, hoy día aduana portuaria, que contrasta con el entorno por sus airosas líneas racionalistas. Luego, ascendiendo la rue de la Playa, hoy rue Salah Eddine El Ayoubi, adornada de letreros de pensiones y hoteles que tuvieron su esplendor en los años internacionales, se llega al Zoco Grande. La plaza está presidida por el minarete de la gran mezquita y la sombra del antiguo cine Rex, hoy Rif, de un modesto art déco colonial, y del minarete de la mezquita de Sidi Bu Abid. Allí, el olor a mar, a zoco de especias, a perfumes de ámbar y verbena, a pescado, carne y cuero, unos olores anacrónicos que se unen al ruido de los coches y motos, advierte que esto es Tánger.
Tras la opción menos habitual del automóvil por medio de la carretera costera desde la cercana Ceuta, o la ya imposible del antiguo ferrocarril que recorría la avenida de España, paralelo a la playa, y finalizaba en la estación de arquitectura racionalista que hoy es la aduana portuaria, la otra forma de llegar a Tánger es el avión. En un aparato que aterriza en Boukhalef, un aeropuerto de esos a los que todavía se accede a pie y que se diría que es el mismo que aparece en la recurrente Casablanca, la película de Michael Curtiz que, como todo el mundo sabe, en realidad iba a ser Tánger. Un aeropuerto construido para llegar en aviones de hélice, con equipaje de mano y llevar sombrero y gabardina, que enlaza a la ciudad con la vecina España, con la próxima Lisboa o con los más distantes Londres y París. Hoy día, en el nuevo siglo XXI, Tánger es una gran ciudad de más de un millón de habitantes que lleva acogiendo oleadas de campesinos de la Yébala y el Rif desde hace siglos. Como tantas otras urbes, en la actualidad apenas conserva restos de esa época, en este caso reciente, que le ha dado la fama y el carácter que sigue atrayendo a algunos viajeros nostálgicos de un pasado que ya es historia.
En Tánger, la vida equívoca, tan cosmopolita y canalla como literaria y artística de los años centrales del siglo XX, ha dado paso a una ciudad muy diferente, menos interesante pero más intensa. La miseria, siempre presente, que acecha en los nuevos barrios, se aprecia ahora en los grupos de niños reunidos en algunos solares para aspirar pegamento, la droga más barata en una ciudad en la que los alucinógenos siempre estuvieron presentes. Ahora quizás todo es más serio y menos distinguido, incluso se diría que más peligroso y probablemente menos literario. Los que aprovecharon la condición de tierra de nadie que proporcionaba el estatuto de ciudad internacional convirtieron a Tánger en una urbe de placeres, prohibidos o no, en centro de negocios tan lícitos como ilícitos, en escondite o refugio, según los casos. Ahora, han dejado su lugar a las mafias del tráfico de personas, del hachís y el mayún, —ahora más reclamado que el tradicional kif, la antigua grifa del Tercio que se vendía con cierta tolerancia—, que tanto dinero mueve. Estos son quienes en la actualidad controlan el tráfico clandestino que cruza el Estrecho. Unos grupos que se aprovechan del miedo y la necesidad, y que a veces están infiltrados y manejados quién sabe por quién y que incluso tienen lazos con la cara más oculta y siniestra del nuevo siglo, la del terrorismo, y a los que la globalización permite relacionarse con sus equivalentes de cualquier parte.
Ahora, como desde hace siglos, destaca la presencia en la ciudad de grupos de jóvenes magrebíes y africanos, tan expectantes como desastrados después de meses de duro viaje desde el interior del continente negro, deambulando por la ciudad a la espera de la oportunidad de llegar a la Europa prometida. Gente que no tiene nada que perder pues ya ha perdido todo, dispuesta a cualquier cosa en cualquiera de las dos orillas del Estrecho, incluso a someterse a la explotación de quienes se aprovechan de su situación. A su lado, o confundidos con ellos, suele haber algunos fundamentalistas islámicos, los seguidores más radicales del salafismo que no desaprovechan la ocasión de confundirse con los emigrantes para pasar a Europa y llevar la yihad asesina. No sorprenderá que en este ambiente en el que la emigración es intensa y la actividad comercial, financiera y sobre todo turística es alta, haya una concentración de agentes de seguridad y de confidentes al servicio de varias nacionalidades e intereses. Se diría que como siempre ha sucedido en esta ciudad. Es la nueva versión del Tánger negro, de la ciudad oscura que también fue durante ciertos momentos de su existencia. Y es que ya se lo adelantaba Mohamed Chukri a Daniel Rondeau en los años noventa, cuando le comentaba que el nuevo Tánger tenía una miseria más intensa y más desesperada que, como las mafias y el integrismo que amenazaban al escritor, le hacían más inseguro.
Siempre ha sido Tánger ciudad diversa y contradictoria, pero quizás nunca como ahora en que muestra un rostro y su contrario a un mismo tiempo. En su tradición de aunar lo sorprendente y diverso, por las calles tangerinas se pueden ver a jóvenes émulos de los futbolistas y cantantes de Europa y América, tocados con gorras de rapero y camisetas de diseños imposibles, al lado de otros con chilaba y barba integrista, sin olvidar a quienes visten de manera más convencional. Aún más acusado es el contaste entre las mujeres, especialmente en las jóvenes, algunas de las cuales llevan solo el velo que les cubre el pelo, el hiyab, junto a otras vestidas con el negro nijab de origen saudí que tapa incluso su rostro, sin olvidar unos largos guantes negros para los brazos. Verlas recorrer airosamente las calles de la medina, de Emsallah o del Boulevard Pasteur, con las ropas al viento, protegidas de las miradas y aparentemente ajenas a todo, produce sentimientos encontrados de atracción y temor. Junto a ellas se cruzan otras chicas vestidas a la occidental —tejanos, camisetas y cabello suelto— con el mismo aspecto e idéntica ropa que se puede encontrar en las calles de París o Madrid. Y es que Tánger se encuentra en otro momento de su larga historia, el de la contemporaneidad, que la ha convertido en una gran ciudad de más de un millón de habitantes. A este crecimiento de la urbe y a su transformación ha contribuido la incesante llegada de población campesina del entorno bereber, una corriente continua desde el pasado siglo. Pero lo esencial para la aparición de este nuevo Tánger ha sido la llegada de población procedente del sur, de los suburbios miserables de las grandes ciudades como Casablanca y Rabat, y de los pueblos del interior que envían los contingentes de desesperados que al llegar a Tánger, ciudad de recepción tradicional, se enrolan en la radicalidad salafista que les ofrece la alternativa que el Estado no tiene. Esta corriente migratoria ha sido la que en las dos últimas décadas ha llenado de velos, barbas y túnicas las calles de una ciudad que había hecho de la tolerancia y de la convivencia una forma de vida. Algo de lo que ya alertaban Mohamed Chukri y Larbi Yacoubi hace dos décadas.
Sin embargo, nada de esto impide revivir el más original Tánger del siglo XX, una ciudad única, excepcional que, como alguna otra escogida — Shanghái, Trieste…— está más en la imaginación y en el mito que impulsa la literatura que en la realidad. Una ciudad que, al contrario de lo que recomendaba Italo Calvino en Las ciudades invisibles, se confunde con las palabras que la describen, de manera que más que una relación hay una confusión entre unas y otras. A Tánger le sucede lo que a Zora, una de las urbes imaginarias del escritor italiano: «que tiene la propiedad de permanecer en la memoria punto por punto, en la sucesión de sus calles, y de las casas a lo largo de las calles, y de las puertas y ventanas de las casas, aunque no haya en ellas hermosuras o rarezas particulares.»
Nada hay ni ha habido en Tánger especialmente destacable o monumental que explique su atractivo para los viajeros. Quizás por su situación de lugar de paso equidistante de tantos lugares, siempre ha estado entre el mito y la realidad. Urbe acogedora de refugiados de oro en busca de placeres prohibidos y desván de exilios, algunos de los que llegaron y se quedaron huían de quienes les perseguían, aunque la mayoría escapaba de sí mismo en busca de su propia vida. Así, junto a los exiliados y refugiados, al fin involuntarios tangerinos, que buscaban sobre todo seguridad, y a los más inverosímiles negociantes surgidos gracias a la libertad que permitía el Estatuto, se encontraban esos tipos raros de vida compleja que llegaron a la ciudad en busca de lo que no les permitía su sociedad. Unos tipos que se dedicaban a actividades equívocas y a los placeres más prohibidos, aprovechando el poder del dinero y las relaciones de desigualdad que se establecen entre la riqueza y la miseria.
Editorial: