Salón principal del Café de Fornos en 1898

 

La noche española no es solo vida nocturna, es una forma de ser. Desde cafés iluminados con gas llenos de poetas y estafadores a finales del siglo XIX hasta discotecas en pleno apogeo que resuenan con ritmos tecno, la noche en España ha sido durante mucho tiempo un escenario en el que el deseo, la rebelión, la modernidad y el caos bailaban hasta el amanecer, como cuenta Juan Carlos Usó en “Historia del ocio nocturno en España. Desde finales del siglo XIX hasta la actualidad” (El Desvelo, 2025). Sin embargo, hoy el ocio nocturno se tambalea atrapado en las garras de las regulaciones, los precios, la demografía y los píxeles.

Sin embargo, en este minucioso libro del historiador  Juan Carlos Usó, a finales del siglo XX la luz de gas dio paso a la electricidad y, con ella, llegó el salvaje latido del modernismo. En Madrid y Barcelona florecieron cafés, tabernas, cafés cantantes y buñolerías, donde se mezclaban la alta sociedad y la gente del barrio. Los actores tomaban café junto a los anarquistas, los estudiantes se codeaban con los jugadores profesionales y las prostitutas compartían la calle con los poetas. La ciudad no dormía, actuaba.

El Café de Fornos, en Madrid, abierto las veinticuatro horas desde la década de 1870, era un templo de la vida nocturna. Los intentos de cerrarlo temprano provocaron algún disturbio, porque nadie le dice a un español cuándo dejar de divertirse. Los cafés cantantes, llenos de fuego flamenco y diversión prohibida, eran adorados y condenados a partes iguales. Los reformistas republicanos, los moralistas católicos y los nacionalistas catalanes los atacaban desde perspectivas diferentes: la salud pública, la inmoralidad y el flamenquismo.

 

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Ni siquiera la Guerra Civil pudo acabar con la noche. Tanto en la zona republicana como en la rebelde, la música siguió sonando. Caían las bombas, pero los bares permanecían abiertos. Espías, soldados y cantantes compartían mesa. En la Salamanca del general Franco, los cabarets financiaban «causas patrióticas» por la noche y rompían el toque de queda con total libertad. Incluso bajo un régimen autoritario, la vida nocturna se negaba a rendirse. ¿Cerrar a medianoche? Solo era el comienzo de los after-party.

Finalizada la guerra, el franquismo limitó los horarios nocturnos. A las doce se cerraban los portales de las casas y hora y cuarto después, los bares. Sin embargo, la noche resistió gracias a la “juventud dorada “del momento. En Barcelona, falangistas como José María Samaranch, Pablo Porta… se harían famosos como la “Brigada del Amanecer” por sus correrías noctambulas en los locales que sobrevivieron a los bombardeos del último periodo de la guerra. Pero determinadas actividades  se reactivaron enseguida y, en 1945, se contabilizan en Barcelona  383 establecimientos dedicados a la prostitución. La riqueza de algunos magnates de la nueva situación, estraperlistas que se beneficiaban del mercado negro y las prebendas del Régimen franquista, convivían con la miseria y el hambre. En Madrid se recuperaron locales de antes de la Guerra o se abrieron otros como el “Pasapoga”, “El Abra”, “Alazán”, “Morocco” y muchos más. El horario nocturno se amplió hasta las tres de la madrugada los festivos y sus vísperas.

Con la llegada del turismo y los estadounidenses, a finales de los años cincuenta, la noche subió puntos. Mallorca, Ibiza, Torremolinos, Marbella… abren sus playas y bares al mundo. La Sexta Flota estadounidense trajo dólares y whisky, las máquinas de discos sustituyeron a las orquestas y las bailarinas go-go iluminaron las noches de neón. En Madrid, Ava Gardner dijo que «La noche nunca acaba», pero era mentira. En Barcelona y la costa había más noche.

 

Ava Gardner en una fiesta en Madrid en los años sesenta

 

En 1965, por razones turísticas, se retrasó la hora de cierre de los locales a las 3.30 y se abrieron bares gays camuflados, como el Tony’s en Torremolinos, hasta que una redada, en 1971, detuvo a 114 personas. La modernización iba a trompicones.

En los sesenta, surgen nuevos fenómenos como «el guateque», alimentado por la popularización del tocadiscos,  un ocio domesticado para los jóvenes de clase media. Las clases populares tenían sus propios bailes.

Luego tendremos la cultura ye-yé, los baretos progres, los hippies, el underground y el nacimiento del DJ: la noche se ha cosmopolitizado. «Zeleste» en Barcelona y la Plaza Gomila en Mallorca se convirtieron en santuarios contraculturales donde la música, la marihuana y el LSD se mezclaban con el encanto mediterráneo. La noche no era solo para bailar, era una revolución de purpurina y vinilo.

 

La Companyia Elèctrica Dharma actuando en Zeleste, en 1975. Foto de Francesc Fàbregas

 

Con la democracia llegó la música disco… y el peligro. La heroína proyectó una sombra oscura, pero la discoteca floreció. “Fiebre del sábado noche” no era solo el título de una película, era un movimiento. Los clubes se multiplicaron. Surgieron miles de palacios de neón, especialmente en las afueras de las ciudades. Pero la tragedia no tardó en llegar: los incendios en clubes abarrotados recordaron a todos que la noche podía arder por ambos lados.

Después llegó la «ruta del bakalao» en Valencia, una peregrinación hedonista de ritmos electrónicos, máquinas de humo y euforia alimentada por sustancias químicas. Las discotecas after-hours borraron la línea entre la noche y el día. Los políticos se dieron cuenta de que la vida nocturna era una mina de oro cultural y económica. La Movida Madrileña, la Movida Viguesa y el Euskadi Tropical no eran solo escenas, eran estados de ánimo.

Pero incluso las fiestas más intensas se ralentizan. A medida que la población joven disminuía —del 18,5% en 1980 al 10,5% en 2004—, la oferta nocturna perdía su base más dinámica. El siglo XXI trajo pantallas en lugar de escenarios, Spotify en vez de DJ y redes sociales a cambio de momentos compartidos. La precariedad juvenil, las caídas demográficas y una pandemia mundial pusieron fin a la fiesta. En 2020, el número de discotecas se había reducido en un 64 % con respecto a 2008. Muchas nunca volvieron a abrir.

 

Una discoteca madrileña durante la inmediata pospandemia del covid

 

El botellón, que en su día fue una rebelión creativa —alcohol barato, aparcamientos y sueños adolescentes—, se convirtió en chivo expiatorio, blanco de las leyes y lamentado por los vecinos. La magia de antaño ahora parpadea detrás de las pantallas de los teléfonos inteligentes.

En el primer cuarto del siglo XXI el ocio nocturno se encuentra atrapado entre la nostalgia y la reinvención. Los precios se disparan, las pantallas seducen y las generaciones más jóvenes se alejan. Pero en cada acorde de flamenco, en cada afterparty en la playa o en cada rave en una azotea urbana, la noche sigue viva. Tal vez esté agotada o sea sólo una siesta que se ha rebautizado como tardeo.