Tengo la impresión, dicho sea desde fuera de los circuitos de especialistas, que González Echevarría, cubano afincado en Estados Unidos (de hecho, el doctorado lo hizo en Yale en el remoto 1970) y estudioso de la literatura en español, no es demasiado conocido fuera de los citados circuitos. Quizá es que no se ha desempeñado como divulgador, pero la causa es lo de menos. Lo más relevante, siempre desde mi perspectiva, es que los que no han conocido sus escritos se están perdiendo una gran cosa. Yo era el primero en estar in albis hasta que un artículo de Jon Juaristi en ABC el pasado mes de noviembre me puso sobre la pista.

El libro que da lugar a estas líneas es una suerte de recopilación, lo que los alemanes llaman (en expresión carente de todo juicio de disvalor) un Sammelband. El autor, en las palabras iniciales, que él ha querido llamar Reconocimientos, lo explica con palabras hermosas y muy precisas: “He dedicado los últimos diez años a la redacción de los ensayos que componen este libro, con algunas distracciones para terminar otros proyectos sobre literatura latinoamericana. Pero mi foco principal ha sido la literatura del Siglo de Oro, que constituyó el inicio de mi carrera y al que regreso como en busca de su fundamento”.

Estamos, en suma, ante el barroco, que es tanto como decir la cultura de la contrarreforma, palabras por cierto que el autor no emplea en el título, ni en los citados reconocimientos, ni tampoco en las dos contraportadas: la de la obra (al inicio) y la de su persona (al final). Y es que diríase que ha querido abrir un camino propio, diferente al trillado por bibliotecas enteras: el consistente en situar esa literatura bajo el foco de la revolución científica que, puestos a poner un nombre propio, se identifica con Nicolás Copérnico (1473-1543), amén de luego por supuesto Galileo, y de la que, según las explicaciones standard, España (pese a haber sido, con Portugal, la primera navegadora y descubridora: los oficios propios de los nuevos planteamientos sobre el cosmos) habría quedado al margen -el mito del oscurantismo- y no digamos los escritores, sobre todo los de bien entrado el siglo XVII, con Calderón de la Barca en un lugar propio. Más aún, González Echevarría ha querido también ser heterodoxo a la hora de las referencias temporales, porque empieza el libro (el Preámbulo, que ya es el Capítulo 1 de un total de 13) relatando un hecho muy reciente: cuando, el 25 de agosto de 2012 (hace apenas siete años cuando estas líneas se escriben), “la nave espacial norteamericana Voyager I atravesó los confines del sistema solar y entró en la oscura región del más allá”, para tomar y transmitir “resonancias de la amplitud y la frecuencia de las ondas de plasma interestelar”: lo infinito, en suma. Y es ahí donde él coloca a la improvisación -el rasgo por excelencia de nuestro carácter nacional- que, lejos de verse como una carencia o algo propio de culturas premodernas y precientíficas, pasa a colocarse en ese lugar de privilegio. La improvisación y, claro está, el perspectivismo. No se emplea la voz subjetivismo (ni tampoco se habla de subjetividad, al modo que hace en su último libro para sintetizar la modernidad y defenderla un Alain Touraine, por ejemplo), pero es evidente que estamos ante parientes cercanos. Y es ahí donde se enmarca el título, “El estrellado establo”, que recoge notoriamente (ahí sí nos emplazamos ya ante un terreno más frecuentado por lo no especialista) y de manera literal lo que, según se explica ahora con esquemas metafóricos, eran los boquetes en el tejado de la destartalada venta de Juan Palomeque, el zurdo, que aparece varias veces en la Parte primera de El Quijote, empezando por el Capítulo donde se cuenta que fue armado caballero.

 

Roberto González Echevarría

 

No hace falta decir que, en ese marco tan complejo en el que se arriman la literatura y la ciencia y también se juega con el tiempo, con Borges se topa uno con frecuencia. E igualmente, como es obvio, con los presocráticos, sobre todo los de la escuela eleata. A citar, como acreedor al que se invoca varias veces entre los preferentes, a Chad M. Gasta, “Cervantes’s Theory of Relativity in Don Quixote”, de 2011 (o sea, ayer), donde se ponen todo tipo de referencias -la percepción del tiempo en la cueva de Montesinos, la distancia recorrida en el Barco Encantado y, por supuesto, todo lo concerniente al vuelo a lomos del famoso Clavileño- para explicar que el manco de Lepanto no sólo estaba al día en asuntos científicos -nada del ingenio lego-, sino que la improvisación le hizo incluso anticiparse a su época. A los físicos más especializados y casi actuales. Y no sólo eso: “La hilarante discusión sobre qué sea la bacía si bacía o yelmo hacia el final de la primera parte, capítulo cuarenta y cinco, es una sátira de las disputas escolásticas (…)”.

Si ese Capítulo 1 se llama Preámbulo (páginas 15 a 27) es porque constituye la presentación general de todo lo demás, que vienen a ser estudios por así decir sectoriales, auqnue, eso sí, sin que el nivelazo descienda en ningún momento.

En página 238, ya casi al final, cuando el autor se va a expandir sobre unos versos de Sor Juana Inés de la Cruz (Sor Juana, sin apellidos), comienza indicando que “mis hábitos pedagógicos me impelen a hacer una breve descripción del poema antes de pasar a mi comentario”. Y yo practico la misma religión. Así:

– 2, “La improvisación en la génesis y la estructura del Quijote”: páginas 29 a 50.

– 3, “Infinito e improvisación en Cervantes”: páginas 51 a 73. Con particular apoyo en el estudio de Américo Castro en 1925, “El pensamiento de Cervantes”.

– 4, “Arquitecturas y refugio en el Quijote”: páginas 75 a 89. Con el “despoblado” como noción central -el suelo no urbanizable, para decirlo en términos jurídico-administrativos actuales- y equivalente en cierto sentido de lo que sería un lugar ausente de toda jurisdicción, una “Villafranca” en sentido literal.

– 5, “Cervantes, lector de la primera parte del Quijote”: páginas 91-108. Con el borgiano Pierre Menard en un lugar propio, como era de esperar.

– 6, “Sexo y dineros en Boccaccio y Cervantes”: páginas 109-128. El de Alcalá de Henares como heredero de la tradición italiana de las novelas, para decirlo así.

 

Don Quijote en la venta. Valero Iriarte

 

Hasta aquí, lo cervantino. Los Capítulos que vienen después ponen el reflector en otros autores. Así:

– 7, “Improvisación y error en Lope: La Niña de Plata”: páginas 129-139. Se trata de estudiar “la improvisación en el Fénix de los Ingenios, mote que no podía ser más apropiado a mis fines, atendiéndome a la misma pauta que he seguido con Cervantes: considerar que la improvisación deriva de la sensación de infinito que emerge en la época como resultado de la nueva cosmografía, producto de la revolución copernicana y del descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo”.

– 8, “Tirso y su improvisador de Sevilla”: páginas 161-184. “El golpe de genio de Tirso fue combinar dos leyendas distintas y convertirlas en un mito superior a ambas y de alcance universal. Una es la del seductor en serie y la otra el convite de la estatua del muerto a cenar en su tumba”. Se trata de yuxtaponer los dos relatos y las dos figuras, el seductor y el fantasma: eros y tánatos, amor y muerte.

Y dos Capítulos nada menos que para el mismísimo Don Pedro:

– 9, “Los dos finales de La vida es sueño: una lectura cervantina”, páginas 185-203. Y es que el propio Calderón, encarnación de la España dogmática y cerrada, estaba al loro de los progresos de la ciencia, y además empleaba (“que toda la vida es sueño/y los sueños, sueños son”) el recurso de la anadiplosis, definida así por Nebrija (como “redobladura”): “cuando en la mesma palabra que acaba el verso precedente comienza el siguiente”. Y, para explicarlo aún con más chulería, aquí con “un tono final a lo Brahms”.

– 10, “Infinito e imprevisión en La vida es sueño”: páginas 205-226. “Con lo que sabemos hoy que se sabía en la España del siglo XVII, y se había sabido desde el siglo anterior, no se puede dudar de que Calderón estuviera al tanto de la nueva cosmografía cuando escribió La vida es sueño, entre 1634 y 1635. Tener esto presente permite interpretar la comedia de manera muy distinta a como lo ha hecho la crítica tradicionalmente. El énfasis no puede seguir recayendo solo sobre Segismundo y su episódico descubrimiento de lo transitorio del poder y de todos los bienes de la vida, que es como un sueño por su breve duración y efímera naturaleza, sino que debe desplazarse hacia Basilio, que es quien, con sus decisiones y acciones, pone en movimiento la trama, desde antes de que este empiece a desplegarse sobre el escenario”.

 

 

Y, para terminar, solo otros dos Capítulos:

– 11, “Papeleo, espacio y tiempo en El carnero: el archivo infinito de la libertad”: páginas 227-235.

El glosado es “el santafereño Juan Rodríguez Freyle” (teniendo claro que la Santa Fé es la de Bogotá y no la auténtica). Y sin ignorar que “el origen francés de la palabra burocracia delata que cometemos un anacronismo al decir burocracia indiana porque la palabra ni el concepto existían antes del siglo XIX: Burocracia viene del francés Bureau y sólo se incorporó a la prosa oficial con el Código de Napoleón”.

– 12, “Sor Juana y la cosmología barroca: Primero sueño”: páginas 237-260. La glosa consiste, sin que ahora haga falta extenderse en muchas explicaciones, en un diálogo con Octavio Paz y en general con su cultura: “Aun hoy, pasearse por el zócalo en Ciudad de México produce una sensación casi de vértigo, y a mí me hace pensar que la Plaza de la Catedral de mi querida Habana es apenas un juguete en comparación; es como una maqueta”.

– Y 13, “Jazz, Joyce y Cortázar: la improvisación como método”: páginas 253-260. Breve, sí, pero enjundioso.

Luego de presentar a Julio Cortázar, en su vertiente parisina, como la avanzadilla del Boom, la conclusión se impone por sí misma: “Creo que fue un influjo positivo que desde luego alarmó a los pacatos estudiosos del Siglo de Oro, anegados en la filología y la escolástica. Nosotros pudimos ver aspectos lúdicos y revolucionarios no sólo en Góngora y Cervantes (eso ya lo sabíamos), sino en autores como Lope, Tirso y Calderón, que dejaron de ser los cansados clásicos de la primaria y el bachillerato para convertirse en autores audaces, premonitorios de la vanguardia. Este libro es el producto de ese contacto mío con los autores del Boom, como lo han sido todos mis estudios sobre Fernando de Rojas, Lope de Vega, Cervantes, Tirso, Calderón y otros”.

Y, para concluir, viendo la globalización de nuestra era como el triunfo (¿definitivo?) de los que improvisan.

Hasta aquí, el contenido y algunas breves reproducciones literales, ilustrativas por sí mismas. Un libro con mucho apoyo bibliográfico anglosajón (aunque también con base reiterada en el Tesoro de Covarrubias), pero enormemente filohispano, casi en la línea por ejemplo de una Elvira Roca, a la que sin embargo no se cita de manera expresa. Un ajuste de cuentas por tanto con Tolomeo, al que se coloca en el que, a mi juicio, es su verdadero lugar. Un despliegue exuberante de interdisciplinariedad (o sea, de modernidad: son sinónimos). Un discurso basado todo en él en la relevancia de la ironía, la gran aportación cervantina, como enriquecimiento de la mejor retórica.

Para el lector, sumergirse en las 260 páginas del libro representa un esfuerzo: no es para repasar en la cama y desgarrador, sino que hay que estar sentado en una mesa y con lápiz en la mano para subrayar y (a cada línea) repasar. Pero, con todo y con eso, entregar el tiempo al empeño constituye una verdadera gozada. El autor consigue lo que se llama instruir deleitando. Instruir mucho y bien. Jon Juaristi recomienda con tino.

 

 

https://www.catedra.com/libro.php?codigo_comercial=150230

 

Sobre Roberto González Echevarría:

https://bit.ly/2tnfYgd