J.F. Kennedy y Jackie. Foto de Richard Avedon

«Un hombre de negocios que lea Business Week no podrá alcanzar jamás la fama. Uno que lea a Proust está predestinado a la grandeza». Así expresaba John Kenneth Galbraith en The Affluent Society (1958) cómo la producción industrial en el capitalismo avanzado dejaba de ser lo primero. Para el profesor de Economía en Harvard lo importante era la reputación de los bienes producidos. Desde los 50, los sectores norteamericanos más influyentes criticaron la producción ostentosa y el efecto adverso que sobre el medio ambiente generaba el mercado. La segregación racial y el burocratismo se encontraron también en el punto de mira. Con anterioridad, tras la Gran Depresión de 1929, el papel del Gobierno aumentó de manera significativa. El rico tendría que luchar desde entonces por lograr la estimación pública. Fue la hora de los especialistas en relaciones públicas al servicio de la “clase ociosa”.

Al mismo tiempo, dado que en las corporaciones, a causa de las necesidades de la planificación, el poder real pasaba del accionista a los managers, las grandes fortunas cultivaron la fama adentrándose en la popular profesión del gobierno. En la política. De ahí que el padre de John Fitzgerald Kennedy descartara la carrera de los negocios para sus hijos, pues sería más una fuente de malestar que de satisfacción. «Él había tenido muchísimo éxito como empresario, y no quería que sus hijos quedasen a su sombra», señala el profesor de Historia en las Universidades de Boston y Columbia Robert Dallek, autor de esta biografía sobre el mandatario asesinado en Dallas que quizá pase a convertirse en canónica.

Kennedy fue un hombre predestinado a la Casa Blanca en parte por las razones antedichas. Héroe de guerra en el Pacífico, Premio Pulitzer, congresista, senador y presidente en apenas quince años. Una trayectoria especial, una suerte de cursus honorum para convertirse en el “Primer Brahmán Irlandés”. «El primer brahmán norteamericano surgido de las filas de los millones y millones de inmigrantes europeos que habían inundado Estados Unidos en los siglos XIX y XX», dice Dallek. Lo cierto es que el propio Joe Kennedy, un magnate de origen modesto, antecedió a su hijo en alcanzar la gloria en Washington: jefe de la Comisión de Bolsa y Valores después del “Crack”, y embajador de Franklin Roosevelt en Gran Bretaña antes de la invasión nazi de Polonia.

Pero no lo tuvo siempre fácil Jack Kennedy. Por ejemplo, su catolicicismo fue un constante quebradero de cabeza en la pugna electoral de 1960, como deja constancia esta biografía. Y tanto el ala izquierda como el ala derecha del Partido Demócrata preferían en principio otros candidatos. De una juventud privilegiada a una presidencia inconclusa, pasando por los terrores de la vida (padeció la enfermedad de Addison y otros estragos), se convirtió en una especie de “guerrero reacio” que manejaba todas las crisis. «John F. Kennedy disfrutaba de su cargo de presidente. Le encantaba encontrarse donde había acción. Siempre daba lo mejor de sí mismo bajo presión. Se volvió mucho más decidido después de cada decepción».  Lo cual no quiere decir que desconociera lo escaso que era el poder de uno frente al grupo elaborador de las decisiones dentro de las organizaciones contemporáneas. Como recuerda Galbraith –embajador suyo en India, quien pronto le advirtió de los peligros en el Sudeste Asiático- el presidente Kennedy gustaba de responder a cualesquiera propuestas de acción pública: «A mí me parece bien, pero no sé si el gobierno estará de acuerdo».

Jackie Kennedy y sus hijos en el funeral de su marido

 

Bahía Cochinos, Laos, Vietnam, el Congo, los Freedom Riders, el enfrentamiento con los empresarios del acero, las pruebas nucleares soviéticas y la crisis por los derechos civiles en Mississippi fueron los problemas más graves bajo su mandato. Dallek – biógrafo también de Lyndon Johnson– asegura que Harry Trumany Dwight Eisenhower soportaron los rigores de la Guerra Fría, pero los misiles de Nikita Kruschev y Fidel Castro frente a las costas de Florida «eran una provocación sin precedentes, un desafío a la seguridad nacional norteamericana que amenazaba con desencadenar una guerra nuclear».

¿Cuál es el arraigo hoy de Kennedy en el imaginario estadounidense? El donjuanismo y los devaneos sexuales del presidente – inherentes a su ambiente social- no parece que afectaran al desempeño de su cargo, según refleja el texto, y los norteamericanos le sitúan, en cualquier caso, dentro del panteón de los cinco inquilinos de la Avenida Pensilvania 1600 más relevantes. A distancia de Abraham Lincoln, Kennedy se codea con George Washington, Ronald Reagan y Bill Clinton en periódicas encuestas al respecto. Sin embargo, el juicio de los especialistas no es tan benévolo.

«Los mil días de su presidencia (la sexta más breve en la historia del país) no se pueden comparar con las Administraciones de Washington, Lincoln y Roosevelt, los presidentes más notables de Estados Unidos, y tampoco los historiadores profesionales están convencidos de que Kennedy merezca un lugar tan destacado». La clave ha sido el desenlace del segundo mandato, mortalmente fallido; una renovación que la  tuvo al alcance de la mano. La pena por su pérdida logró sacar adelante medidas legislativas en defensa de las minorías raciales; y se estima que nunca hubiera enviado cien mil efectivos de combate a Vietnam como hizo su predecesor en julio de 1963.

El eclecticismo fue la tónica dominante de su presidencia, sostiene Dallek. No tuvo mayoría parlamentaria ni en el Congreso ni en el Senado. Ganó el puesto por la mínima. La ambigüedad, por consiguiente, dominó su actuación. A la hora de componer su gabinete, el plan consistió en elegir «hombres conservadores que pongan en marcha medidas liberales». Se entiende mejor así su relación con Martin Luther King. Otro consejero especial suyo –Arthur M. Schlesinger- cuenta en “Los mil días de Kennedy”, que el presidente se definía a sí mismo como un «idealista sin ilusiones». Confesaba que su mejor cualidad era la curiosidad, y la peor la irritabilidad, es decir, la impaciencia ante lo aburrido, lo vulgar y lo mediocre. Se trataba de vivir a todo ritmo. La enfermedad crónica, la conducta del padre, las dificultades de la madre, junto a la muerte temprana de dos hermanos muy admirados, pesaron. Hay contrafactuales que ponen en solfa su ejecutoria si hubiera sobrevivido al magnicidio. En cualquier caso, en esta semblanza se argumenta que las mil jornadas de Camelot extrajeron lo mejor del país, «inspiraron la idea de una nación y un mundo menos divididos y demostraron que Estados Unidos todavía podía ser la mejor esperanza de la humanidad».

J.F. KENNEDY. UNA VIDA INACABADA

ROBERT DALLEK

PENINSULA, 2018

832 PÁGINAS

 

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