El bar del Ritz, en París, en octubre de 1936. Boris Lipnitzki / Roger-Viollet
«SIN DUDA NECESITA UN CLÁSICO. SUGIERO UN DRY MARTINI.»
No puedo estar más de acuerdo con la recomendación que el barman del Ritz hace a Lily Kharmayeff cuando ella le confiesa que se encuentra “en alguna parte entre la desesperación y la cólera”. Frank Meier, maestro coctelero, conoce a la perfección su oficio, sus licores y las herramientas que le permiten mezclarlos en su justa medida, con la textura perfecta. No solo ofrece a cada cliente el combinado que más le conviene según sus gustos y circunstancias: también dice a cada uno lo que desea oír cuando le piden consejo o cuando expresan sus opiniones: un ejercicio de memoria, pero no solo eso. Meier sabe elogiar sin adular, parapetado siempre tras un sutil biombo de discreción bidireccional. No solo guarda, como es propio de su cargo, los secretos y confesiones de sus clientes. Tampoco airea los suyos. En un dechado de perfección narrativa impresionista, Collin nos cuenta en esta novela, con tono de crónica, las aventuras y desventuras de todo un elenco de personajes conocidos que pilotan en torno a la figura del barman, núcleo y crisol, y que deambulan por el bar del Hotel Ritz en uno de los peores momentos de la historia de la ciudad —y del hotel mismo— trascendiendo su condición de figuras de un tableau vivant para cobrar vida entre los velos de noche y niebla del París ocupado.

La narración en tercera persona, en tiempo presente, es una decisión arriesgada que puede llegar a la monotonía: no sucede eso aquí. La crónica en presente dota a la historia de un peso específico muy interesante, porque consigue espesar el paso del tiempo, aumentar su densidad y generar un suspense especial: no ese que nos deja al borde del acantilado, sino otro distinto, que nos obliga a cargar durante toda la lectura con la sensación de estar escapando por los pelos de una amenaza clarísima. Jalonados con esta crónica del narrador omnisciente leemos, en cursiva, los pensamientos del barman: sus recuerdos, su sentimiento de culpa, la voz en off de su memoria y de su conciencia, que le obligan a pensar en los riesgos que representa prácticamente cualquiera de sus actos y movimientos, a reflexionar sobre el abandono de sus padres y de su mujer y su hijo y a tomar una posición de compromiso en un momento límite sin abandonar su postura hierática de persona imparcial, maestro de ceremonias en un cuadro donde aparecen retratados seres tan dispares como Coco Chanel, Sacha Guitry, Barbara Hutton o Ernst Jünger (¿Cómo se puede tener tanta inteligencia, una cultura tan vasta y seguir siendo de una sencillez tan conmovedora? Representa la esencia de lo grandioso, piensa Frank.), que al final de los días de la Ocupación le aconsejará que suba a una de las habitaciones del Ritz, donde ya no queda nadie, se dé un baño y duerma a pierna suelta.

Foto de André Zucca. París, 1942.
El barman sigue su consejo. Nadar y guardar la ropa ha sido agotador. Arriesgarse a salvar de los nazis a ciudadanos judíos ha sido agotador: conseguir papeles falsos, proteger a los amenazados, disimular las maniobras conspirativas que tienen lugar delante de sus narices, llorar a su amor secreto torturado, pasar de la sospecha a la admiración hacia algunos de los empleados del hotel, o del amor a la decepción, decidir en su fuero interno que con todo lo que ha hecho o dejado de hacer no puede, moralmente, festejar la liberación. Sabemos todo estos por sus pensamientos en cursiva y por las páginas de su diario que se han colado en la historia, crónica de una época en escala de grises. “El Ritz nunca volverá a ser lo que fue mientras el bar esté lleno de oficiales alemanes de uniforme”, piensa en un momento dado. Pero volverá a serlo. Ese mundo de antes, protagonizado por Hemingway, Scott Fitzgerald y la hermosa Blanche Auzello en su mejor momento, antes de iniciar su decadencia, ese mundo que tanto añoran Meier y sus acólitos, volverá en cuanto las tropas alemanas emprendan el camino de huida y lleguen los liberadores, a quienes hasta Marie-Louise Ritz y la dudosa Chanel acogerán con los brazos abiertos. Los nuevos tiempos son tiempos de cambio: también de cambio de chaqueta. “La llegada de los Aliados suena al fin de un mundo, el de una vieja burguesía reaccionaria gangrenada por el afán de lucro desde hace más de un siglo. ¿A qué se parecerá el nuevo mundo?”

Ernest Hemingway (dcha) en el bar del Ritz. Paris, 1953. Foto de Jack GAROFALO
Una ciudad mítica, París. Un lugar mítico, el Grand Hotel Ritz. Un barman mítico, Frank Meier, el barman del Ritz.
Todos habían degustado sus célebres cócteles: Ernest Hemingway, Scott Fitzgerald, Coco Chanel, Mistinguett, Sacha Guitry, Jean Cocteau, Arletty. Pero en julio de 1940, las tropas alemanas ocupan París y sus responsables deciden hospedarse en el Ritz, como lo harán los jerarcas nazis como Göring y Goebbels cuando visiten la capital francesa. El bar del Ritz se convierte entonces en uno de los centros del París ocupado, donde confluyen los mandos de la Gestapo, las SS y la Wehrmacht, los colaboracionistas franceses, hombres de negocios sin escrúpulos, aduladores, artistas, espías, miembros de la Resistencia. Mientras, fuera reinan el hambre, los oportunistas, la violencia contra los judíos, el miedo.
