Siempre es el momento de leer a Simone Weil (1909-1934) que resume en su corta vida multitud de experiencias y situaciones en las que priorizó la defensa de los más débiles. Weil fue marxista, anarcosindicalista y mística, creencias que se reflejan en sus escritos publicado en su casi totalidad después de su muerte.
La editorial Hermida nos propone El deseo, en edición de Mónica Mesa Fernández y traducido por José Luis Piquero, fragmentos extraídos de los Cuadernos que la escritora francesa escribió desde 1934 hasta el 1943, año en que falleció en Ashford (Reino Unido).
Desgarbada, miope y en algunos momentos de su vida rozando la anorexia, era hija de una acomodada familia de origen judío, y hermana del gran matemático André Weil. Simone atravesó como un meteorito la primera mitad del siglo XX. Mujer inquieta y rebelde, abrazó las distintas causas de su tiempo pero mantuvo su independencia de criterio y lucidez.
Cuando comenzó sus estudios en la École normale de Paris en 1928 era la única mujer de su clase. Tras licenciarse con una tesis sobre Descartes, Weil empezó a dar clases en un instituto, pero interesada por la situación de la clase obrera, se puso a trabajar en dos fábricas parisinas durante doce meses, entre 1934 y 1935.
Una experiencia que resultó decisiva para redactar uno de sus libros más importantes Reflexión sobre las causas de la libertad y de la opresión social en el que critica el supuesto carácter científico del marxismo y sostiene que su enseñanza fundamental es que la opresión existe en la medida en que tiene una función social en las relaciones de producción. Cualquier opresión deriva de la fuerza, pero también implica condiciones materiales: privilegios y lucha por el poder. Una sociedad libre, exenta de opresión, no será la sociedad desprovista de necesidad, en la que el deseo corresponde a la satisfacción del deseo, sino donde el pensamiento está presente en cada momento del trabajo, porque sólo así el hombre no está alienado en la medida en que no se reduce a un medio.
De sus simpatías marxistas derivó hacia el anarcosindicalismo e incluso participó durante un mes y medio con la columna Durruti durante la Guerra Civil española hasta terminar herida en un accidente fortuito. Hospitalizada y desencantada con el anarquismo por su violencia, a veces gratuita, y que había visto con sus propios ojos como escribió al escritor Georges Bernanos, testigo de la otra violencia, la de los sublevados en contra de la República.
Fue entonces cuando recobró su interés por el misticismo y la religión católica, sin que diera el paso de bautizarse, aunque se desconoce si lo hizo in extremis antes de morir. “Cuando leo el Nuevo Testamento, a los místicos, la liturgia, cuando veo celebrar la misa, casi tengo la certeza de que esta fe es la mía, o más exactamente sería la mía sin la distancia que mi imperfección ha puesto entre ella y yo», escribió.
Para Weil, el hombre está llamado a la eternidad si respeta a su prójimo, considerándolo siempre como un fin en sí mismo y nunca como un medio. Creer en Dios no implica entregarse a la reflexión sobre lo sobrenatural, ya que por definición es inaccesible al pensamiento finito de los hombres, sino creer que la realidad no es más que amor y comportarse en consecuencia.
Weil nunca dejó la reflexión política, incluso cuando se vio obligada a huir a Marsella debido a la ocupación alemana de Francia. En 1940, escribió Los orígenes del hitlerismo, en el que la filósofa explica que hunde sus raíces en el Imperio Romano, en el que ya estaban presentes la exaltación de la raza. De Marsella viajó con su familia a Estados Unidos, pero regresó a Gran Bretaña donde colaboró con el Gobierno en el exilio del general De Gaulle. Pese a sus intentos ser lanzada en paracaídas y entrar a formar parte de la resistencia francesa, debido a su frágil estado de salud fue relegada a tareas burocráticas.
Poco antes de su muerte, Simone Weil escribió el Manifiesto para la supresión de los partidos políticos, donde se distancia una vez más de todo lo institucionalizado. Los partidos son algo negativo, porque la gente sólo puede elegir entre sus dirigentes, lo que evita que tomen decisiones políticas por su cuenta. Weill aboga por la democracia directa y donde todos participen, aunque reconoce que no es una tarea fácil.
Weil murió con sólo treinta y cuatro años, de una tuberculosos, debido en parte a las privaciones que se impuso a sí misma al comer raciones de subsistencia en solidaridad con lo que ella creía que ocurría en la Francia ocupada.
Fue Albert Camus quien divulgó la mayor parte de sus escritos, que fueron cobrando valor y siendo traducidos a distintos idiomas debido a la originalidad de implicaciones sociales y políticas.

Simone Weil en la Columna Durruti durante la Guerra Civil española.
Para Weil la filosofía del deseo tiene implicaciones sociales y políticas. La filósofa creía que comprender el deseo y redirigirlo hacia lo divino podía conducir a una sociedad más justa y compasiva.
Como bien explica en su prólogo Mónica Mesa Fernández, para Weill, el deseo “es ese doble impulso en el que salimos de nosotros mismos para volver a nosotros de nuevo, pero sin ser los mismos que fuimos. Formulado un sentimiento que nacen en el alma, que la mantiene despierta, atenta, y que genera en ella una predilección; y por otro, una afección que provoca una alteración en esencial en nosotros. Sin embargo, no vale desear cualquier cosa ni tampoco desear desmedidamente”.
La exploración del deseo por parte de Simone Weil es fundamental para su filosofía y espiritualidad. Para ella, el deseo es tanto una fuente de sufrimiento como un camino potencial hacia lo divino. Sus ideas ofrecen una perspectiva única sobre cómo las personas pueden afrontar los retos del deseo y buscar una conexión más profunda con lo trascendente.