A finales de la década de los setenta, en Las Palmas de Gran Canaria, en uno de esos Congresos Galdosianos que dirigía Ricardo Gullón y donde alguna vez que otra daba una conferencia sabia, informada y proclive a la armonía, Charles David Ley (Londres, 1913-1996)  ya muy mayor,  el ilustre hispanista que pasó media vida entre nosotros, que fue profesor del British Council en Lisboa y, luego en Madrid, durante la legendaria dirección de Walter Starkie del Council en Madrid, que pasó más tarde al Dartford College en Kent y al que se deben obras como Shakespeare para españoles; El gracioso en el teatro de la Península, su tesis doctoral bajo la sombra de Antonio Tovar,  y la traducción española de La historia de Cardenio, escrita por Shakespeare y Fletcher y basada en la escrita por Cervantes en El Quijote, José Esteban conoció a nuestro hispanista, por entonces una vieja gloria preterida y que interesó al joven Esteban porque había tratado a Luís Cernuda cuando éste se hallaba exilado en Londres a consecuencia de nuestra Guerra Civil.

Luego, como Ley pasaba temporadas en Madrid aunque su hogar estaba ya en Londres, José Esteban y él hicieron buenas migas y charlaban en el Café Gijón, del que Ley había sido asiduo en los años de posguerra, en los tiempos en que García Nieto, Montesinos y Garcés crearon la revista Garcilaso, portavoz de la poesía neoclásica tan en boga entre los poetas falangistas del momento, inspirados por el libro Sonetos amorosos, de Germán Bleiberg y donde competían con los de la revista Corcel, por esta andaban Luis Rosales y Dionisio Ridruejo, aunque participaran de la misma condición intelectual. Esteban y Ley charlaban, pues, de Cernuda, de los que andaban en torno a Garcilaso y de Pío Baroja, novelista  a los que ambos amaban y que el hispanista había conocido en las tertulias que el autor de Las inquietudes de Santi Andía ofrecía en los años de posguerra en su casa de la calle Ruiz Alarcón y que han sido deliciosamente recreadas en el libro de Juan Benet, Madrid alrededor de 1950. En uno de esos encuentros en el Gijón, José Esteban animó a Ley a escribir sus memorias, a lo que el inglés se comprometió… y cumplió: bajo el título de La costanilla de los diablos (Memorias literarias 1943-1952) fueron publicadas por José Esteban Editor en 1981. La segunda parte de las memorias, una suerte de continuación de las primeras, pero esta vez recreando principalmente los años que pasó en Salamanca, se las entregó a José Esteban pocos meses antes de  morir bajo el título de La cueva de Salamanca: estas últimas, inéditas, se publican en esta edición junto a las anteriores formando un todo con el título genérico de Recuerdos literarios (1943- 1959). 

 

Roy Campbell en el Café Gijón en los años cuarenta. Es el séptimo por la derecha en la fila de arriba

 

Desde luego estas memorias tienen importancia no sólo por la visión que puede ofrecer un extranjero, sobre todo británico, sobre el ambiente cultural del Madrid de la posguerra, sino porque constituyen una rareza como documento de aquellos años ya que sus protagonistas no se han sentido muy concernidos a rememorar aquellos  quizá porque la memoria, esa gran forjadora de fantasmas, les traicionara a la hora de dar cuenta de una posguerra dolorosa aunque lo que relata Ley aparentemente no de cuenta de ello pero que termina por adivinarse; así, el hambre presente en el Café Gijón formando un telón de fondo aunque en el escenario los poetas de la revista Garcilaso mantuvieran una vitalidad y un buen humor que no sólo era propio de la juventud sino que dejaba entrever un agotarse entre reuniones de amigos, salidas al campo y beber y comer en abundancia, una vitalidad en que nadie podía competir con Camilo José Cela, que estaba en todos los saraos y manipulaba a diestro y siniestro… una vitalidad que se veía mermada cuando aparecía ese extraño personaje, uno más de la extensa nomenclatura de la extravagancia británica, Edith Sitwell dixit, llamado Roy Campbell, un fascista más fascista que cualquiera que pudiera encontrarse en España, hasta en eso competía, un personaje cuya única palabra que se podía emplear para definirlo era la del exceso, incluso de vino con agua en cantidades que bebía de continuo desde que se levantaba hasta la hora de acostarse, amén de los corrientes espirituosos y que iba siempre ataviado con su capote militar contando sus mil batallas en Sudáfrica o en el lugar que en ese momento se le ocurriera, un personaje que cuando vió el lamparón de la nave capitana de Lepanto se echó a llorar, igual que al ver la tumba de José Antonio en el altar mayor de El Escorial y que no se cansaba de  decir que lo que más le hubiera gustado en la vida era que Domingo Ortega le hiciera  picador en su cuadrilla: según Ley era sincero al decirlo y ,lo que parece más dramático, a esperar que se cumpliera.

Digo, un libro de un anecdotario delicioso: desde la tertulia de Baroja donde su sobrino, Julio Caro, ejercía de ojo que todo lo ve y anota, hasta las aventuras y las idas y venidas de Roy Campbell al modo de Rocambole por Madrid  y Salamanca, el homenaje que realiza a Walter Starkie, el director legendario del British Council madrileño, autor de libros como Don Gitano o The Waveless Plain, un libro bellísimo que rememora sus años pasados en Italia o las conversaciones que tuvo en Londres con Luís Cernuda y donde se adivina, dentro de esa discreción tan británica de que hacía gala Ley, cierta altanería mezclada con la  amargura del exilio del autor de La realidad y el deseo, amargura que se hace patente cuando le dice que, salvo con José Luís Cano, no quiere saber nada con los que se quedaron en España, “ con los de allí”, como gustaba repetir…

Y el conocimiento de Jardiel Poncela, de Leopoldo Panero, el poeta que quiso hacer de Astorga su Arcadia, el omnipresente Cela, el más omnipresente aún más si cabe, Campbell; la visita que realiza a la casa de Dámaso Alonso, que le da muy buenos consejos respecto a sus trabajos de filología; las visitas, igualmente, a la casa de Vicente Aleixandre, ese eterno enfermo a quién Ley, sin embargo, ve con un aspecto saludable y magnífico; la visita a la casa de Manuel Machado y cuya descripción de la muerte del poeta se encuentra entre  lo mejor de estas memorias; la amistad con Julián Ayesta; el modo en que conoció a García Calvo, recomendado por Antonio Tovar; anécdotas sobre la estancia de Peter Ustinov en Madrid donde gustaba de dejarse ver por Serrano; la relación con los postistas, con Eduardo Chicharro pero en especial con Carlos Edmundo de Ory, al que reconoce su valía entre unos colegas que le negaban el pan y la sal porque creían que sólo era un extravagante… en fin, su especial relación, esta vez intelectual, con Benito Pérez Galdós, a quién eleva a la altura de Dickens, Balzac o Tolstoi y que, además, ofrece sus razones para esa afirmación como el lector comprobará en la ponencia “Galdós, comparado con Balzac y Dickens como novelista nacional” que tuvo lugar en Las Palmas de Gran Canaria en 1977 en los Encuentros sobre el novelista que llevaba a cabo Ricardo Gullón y donde José Esteban, responsable de esta edición, conoció a Charles David Ley y que se reproduce en el libro.

 

 

 

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