Foto de Clark y Pougnaud
Coincidir en la misma casa, en los paisajes de la cocina y los dormitorios, en la hora íntima en que la familia cena, en un árbol genealógico ajeno. Que cada objeto sea una posesión compartida. Que la vejez y el duelo de los otros sean el propio asilo y el propio luto. El influjo de la poesía de Inés Legarreta en De lejos y de cerca (Ediciones en Danza, 2023) abre el círculo vital y doméstico, lo extiende hacia otras inteligencias, nos incluye y lo vuelve a cerrar, una vez lleno de las historias del que lee, también poéticas y fantasmales, otra forma de expresar las tramas secretas de lo que recordamos.
Que una literatura salve algo de nuestra alma incógnita y devuelva una simpatía de la infancia o un trozo del corazón adolescente es un arte en sí mismo y una solidaridad. Legarreta consigue motivar el recuerdo de modo espontáneo desde una biografía particular, sin que esto suponga un efecto que contradiga a la poesía. En este trabajo, Inés descubre y escarba en costumbres, juegos y profesiones, rincones de un placar y el alrededor de una chimenea, rasgos físicos y los perfumes del cuerpo, mientras piensa en los nombres propios que le pertenecen, a la vez que construye los simbolismos desde la distancia obligada con el pasado. Pero su triunfo lírico es servirnos el molde de los rostros y el plano de los ambientes para que montemos el imaginario reponiendo los recuerdos de cada caso, incluso brinda la silueta de los muertos, y los resucitemos a fuerza de la soledad que nos protesta que traigamos de vuelta lo desaparecido.

Inés Legarreta
Dedicarle un libro a la memoria de los seres queridos implica mudarse entero a un país de una realidad extinta que solo prevalece como ficción (inquiere, “El pasado se acomodó a nuestro mirar/ […]/ ¿Morir es esto?”), para buscar las pequeñas inmortalidades, enfrentarse, sin poner pies en polvorosa. Un ejercicio de la nostalgia racional que no deja a un lado el entusiasmo, porque reconoce que exije un esfuerzo extraordinario, como si se fuera a recuperar una luz en sus últimos titileos o las luces apagadas de una calle que ya no existe (“qué puedo decir/ que no sea/ prestado/ o fugaz”). Ese esfuerzo es agotador. Andar a tientas por la habitación obscura de la mente, henchirla de amores y miedos, flirtear con los espíritus que habitan un bisturí o camas inglesas. Renunciar a todo futuro mientras se piensa y se escribe, escudriñar con el instinto de otras décadas el mundo que ya no está, pero disponerlo en las páginas, para vivirlo otro poco, para perder otra vez lo ya perdido (“Irse cuando todavía era papá/ […]/ fue el último favor que nos hizo”).
Pero si se purifica a través del tormento, Inés se quema con instrumentos de fuego y asombro. En su arte no se tiene compasión ni a sí misma (“en la evolución/ hay un equilibrio desparejo/ que lastima”) para cambiar las flores de las tumbas (poema VII), preguntarse por el paradero de ciertas cenizas y obsequiarse una redención que lacere (poema XI), reconocer que el “número de ausentes” se detiene por la finitud inmanente en los cuerpos que son familia o por la consagración de un poema que suspenda tal atropello del destino (poema XVI).
Cierto es que Inés domina el lenguaje y posee argumentos y gracia para convencer al lector desconocido de que la madre del poema X es una insinuación, que hasta lo particular, en jurisprudencia de la poesía, se torna universal, como el velador que proyecta una sombra sobre cortinas que mueve una brisa. Los versos de Inés no revolotean solo por los techos de la casa de Pellegrini y Bouchardo ni sobre la herencia Legarreta-Muñoz. Da lo mismo un barrio de la Colón, el FONAVI o el Adas, lo mismo si García o Fulano. Están en la clave del seno familiar con sus ligámenes intangibles y estuvieron antes, en la confidencia de Inés con la poesía que se iba descubriendo.