Foto de Katarzyna Kozyra que emula otra más antigua sobre la amistad entre la psicoanalísta Lou Andreas-Salomé, y los filósofos Paul Rée y Friedrich Nietzsche
A lo largo de la vida uno va eligiendo y es elegido por personas con las que se conecta, en principio, sin saber muy bien porqué, normalmente al primer vistazo, casi fruto de un flechazo.
Se establecen vínculos, cuyas raíces se hunden en el inconsciente afectivo. De algún modo son almas gemelas y al mismo tiempo son opuestas. Nos unimos con quien se nos parece y también a quien nos completa y de esta forma intentamos cubrir nuestros déficits. Es una manera natural y significativa de acercarnos a la ansiada -e imposible- completitud.
Seguramente los amigos hechos en la guardería, preescolar, primaria o en secundaria y bachillerato comparten rasgos con los amigos de la universidad o del trabajo; las personas con las que nos vamos vinculando a lo largo del tiempo tienen rasgos comunes.

Foto de Christer Stromholm. París, 1949
En el acto de compartir juegos, gustos musicales y/o literarios, deportes y aficiones etc, se muestran unas actitudes que implican una manera común de ver y de entender el mundo. Y a la vez se revelan las características de los hilos que tejen los lazos de la amistad, y por otra parte se establecen roles bastante definidos y complementarios de dominancia, complicidad y/o camaradería, según traigamos el patrón afectivo y relacional desde casa.
Jugando, leyendo, estudiando, cantando, discutiendo… se comparte la vida en sus desvelos y alegrías con el amigo/a que nos da cobijo, comprensión y lucidez. Ese que tantas veces hace de “cerebro auxiliar” cuando estamos torpes o abotargados por algún shock emocional constructivo o destructivo.
Pero también aparecen momentos aciagos: cuando la bajada de defensas provocada por un exceso emocional que agudiza la susceptibilidad, unido al desgaste de las decepciones y las interpretaciones equívocas, la cuerda de la amistad se va deteriorando, empieza a desgastarse, a deshilacharse y la dulce unión se quiebra.

Foto de Robert Richardson
Algunos buscan el encuentro desde el enfado, piden explicaciones, expresar el daño, reprochar, con ganas de zarandear al amigo para agitar su interior y que escupa, lo que se le haya atragantado – como una maniobra de Heimlilch simbólica-, pero en vez de hueso de pollo, lo que obstruye y corta la respiración es la ofensa, el desprecio, el abandono, el dolor, la rabia y el reproche.
Otros se retiran a las “habitaciones de invierno” para digerir el mal trago, dejando un espacio de tierra árida y quemada cubierta con silencio denso de pena y resentimiento.
A pesar de la intensidad del drama, con suerte -y algo más- todo puede quedar en un impassemás o menos amargo. Porque cuando las cosas son de verdad, hay movimiento. Algo sigue bullendo a baja temperatura y tarde o temprano, aparecen señales de presencia y de aproximación. Se lanzan globos sonda a través de los amigos comunes, se recaban noticias de familiares o personas del entorno compartido.

Omar Sharif y Peter O´Toole en Lawrence de Arabia
Y en algún momento feliz vuelve la presencia añorada, como en la película Lawrence de Arabia: cuando el protagonista (Peter O’Toole) vislumbra a lo lejos un inquietante punto negro en el horizonte, una figura que la refracción del desierto difumina, pero que, a media que se acorta la distancia, se va percibiendo la imagen cada vez más nítida de un jinete que resulta ser el imprescindible Sherif Ali (Omar Sharif). Sin él la travesía por el desierto habría sido un fracaso.
Con la misma alegría y escepticismo de Lawrence, empezamos a percibir la perturbación en la fuerza, la presencia del amigo que se acercan al reencuentro. Al principio solo un punto borroso en movimiento. Esa persona -nuestro particular Sherif Ali- es imprescindible para nuestra travesía por nuestros propios desiertos y selvas, por este valle de lágrimas o por este sueño que es la vida.
Una vez reconocidos los amigos se tantean con la mirada que antecede al abrazo feliz del reencuentro.
Si se da este desenlace, no es fruto del azar, ha requerido de un proceso complejo en las dos cabezas de los inicialmente enfurruñados protagonistas.

Silvie Vartan y Brigitte Bardot en una cena en los años sesenta
Se dice que “se perdonaron” como si fuera un acto simple de voluntad, un chasquido de los dedos. Siempre se ha nombrado y exigido el perdón como una muestra de buen corazón, señalando como deleznable al que no perdona. Perdonar no es olvidar, es integrar.
Pero poco tiene que ver con la voluntad, -aunque algo si-, claro, uno tiene que decidir analizar sus sentimientos y comportamientos para entender lo sucedido y asumir su responsabilidad. Sin embargo, el perdón no ocurre porque uno lo decide, el perdón no es un objetivo es el resultado de un proceso.
Es un proceso largo, hasta que no se invente un “reset” cerebral, como si fuésemos un software, nuestra capacidad de reflexión profunda es lenta.
Es un proceso caro: si se va a terapia, los honorarios de los especialistas, aunque no sean altos, van a tener que sostenerse durante bastante tiempo.

Y es un proceso doloroso: se van a levantar costras y aparecen facetas infectas de nosotros mismos -rabia, dolor, culpa, odio, rencor, agresividad-.
Tras reconocer el manojo de sentimientos ingratos, llega el esfuerzo honesto de asumir nuestra responsabilidad y levantar la mirada, ya enjuagada por las lágrimas, para ver al otro con más claridad, con sus neuras, sus fragilidades y sus conflictos.
Habrá que llorar al ideal de amigo perdido y también al ideal de la persona que creímos ser. Pero ya libres del lugar omnipotente en donde se puso al otro, nos deshacemos del resentimiento y la culpa. Aceptamos la dichosa y bendita ambivalencia; la capacidad de odiar y querer.
Todo este proceso permite reconfigurar la relación, resignificarla, mejorados los vínculos, ajenos al rencor, y como decía el Dr. Sigmund Freud, ser capaz de VOLVER A AMAR, tranquilamente.

