Echado bajo la sombra de un baobab está el rey de África. Desde allí ha visto pasar todas las eras del hombre con su misma mirada satisfecha de eternidad. En Babilonia, un mural para representarlo no logró esculpir su majestad, porque ningún oro es tan dorado como él ni ninguna piedra tan gigante. Alejandro Magno anheló su poder y en Egipto era sol y faraón, vida y muerte. El primer león de la historia es igual a este último, fotografiado para National Geographic con un epígrafe triste, porque anuncia que, tal como al dios de Nietzsche, el hombre ha matado al león.

En veintiséis países africanos ya no existe el león sino su fosa común. Cazadores furtivos y traficantes han cambiado la sabana verde de su descanso salvaje por una mortaja para el cadáver domesticado. Aunque aún no está incluido en la lista de animales en peligro de extinción, que su nombre figure en el apartado de “vulnerables” es mucho más que un oxímoron desdichado. Pensar un león sin vida es un error de la imaginación, como es equivocada la geografía del continente negro sin su más célebre habitante.

La bestia es tanto bestia como “la mitad de la secreta esfinge” o el símbolo de Shakespeare ―tal la declamación de los versos borgeanos―, porque conviven en ella la distinguida figura del ídolo con la del depredador dominante de la cadena trófica, también en ella la belleza natural con el instinto de fiera. Por eso, los que los matan son culpables de un doble crimen: el segundo es reducir a simple bisutería una joya divina. El taxidermista que expone las cabezas y el que hace abalorios de colmillos ni siquiera poseen la fantasía del león que sólo es mitológico mientras anda y es exótico sólo mientras existe.   

El marfil de los elefantes alguna vez alcanzó para piezas de ajedrez, taracear muebles de lujo y para alguna otra minucia de los caprichos de la clientela del safari. Así, la matanza del león no sirve ni para eso. Busca reafirmar el poder del hombre sobre las bestias, aunque sólo consigue demostrar su propia deshumanización: mientras el animal agoniza, el amor en el corazón del hombre se coagula.

Dicen las noticias que no hay más que 25000 leones en África y son menos que eso los hombres que sienten vergüenza de tal miseria. A medida que el monarca melenudo es diezmado, una saga de su fama aumenta. Mientras los vulgares hacen vino con sus huesos, porque el polvo va tras el polvo, tanto la poesía como la fe lo devuelven a su estatus espiritual: el león bíblico es símbolo de Cristo y una clase de ángeles posee su félido rostro. Como aquel mural babilónico incapaz de plasmar al león verdadero, la foto del último león tampoco puede capturar al león interno que vive para siempre.