Escribo esta reseña para recomendar el último libro de Luis de León: Excesos femeninos. Delirios masculinos, un apasionante ensayo acerca del exceso, entendido como comportamiento desmesurado y transgresor y como seña de identidad contemporánea. La excelente selección del material, la amenidad de la escritura, el elegante desdén del autor hacia los tópicos morales que impiden abordar con libertad cuestiones espinosas relacionadas con las conductas excesivas y la lucidez con que describe y examina la vida de los protagonistas (personajes de la cultura de las últimas décadas del siglo XX y las primeras del XXI), convierten la obra en un análisis sociológico de gran mérito, tanto más valioso cuanto que hay pocos libros en español consagrados al tema y muchos menos que lo hagan con la solvencia de este.

La conducta excesiva es característica de personas que, en su búsqueda del placer, el conocimiento o una experiencia más intensa de la vida, van más allá de los límites de la sensatez, la naturaleza o la moral hasta ponerse al filo del abismo y, a veces, muchas veces, precipitarse en él. Los griegos llamaban a esto hybris, una posibilidad ligada particularmente a la vida humana debido a la tensión continua entre lucidez y ceguera que la caracteriza. Como el logro o malogro de la existencia para los seres humanos depende de lo que hacemos (los griegos no compartían la creencia tan extendida hoy de que nuestra responsabilidad en lo que nos sucede es mínima, que la libertad que creemos tener es ilusoria y que de una forma u otra somos víctimas de algo que se nos impone: el cortisol o el heteropatriarcado), resulta peligroso confiar demasiado en las propias fuerzas. El exceso a que lleva esa sobrada suficiencia fue precisamente lo que empujó a Ícaro a acercarse al sol y a Edipo a creer que sabía lo que hacía. La tragedia se alimenta de este tipo de comportamientos excesivos y, por eso, los filósofos griegos solían identificar la virtud con la moderación y el punto medio.

 

La caída de Ícaro de Bernard Picart, 1731

 

 

Abundan, no obstante, los indicios que permiten afirmar que las sociedades occidentales han roto definitivamente con la tradición griega (al igual que con la romana y la cristiana), y que se está entrando en otra cosa, una nueva civilización que ya no cree en el orden cósmico, ni en la posibilidad de instaurar un orden moral fundado en la libertad. Esto explicaría el abandono de conceptos que desde hace veinticinco siglos se han tenido por fundamentales para comprender la vida humana. Ya he aludido en el párrafo anterior al de responsabilidad. El de límite es otro. La idea de que hay límites que restringen la voluntad se considera actualmente una superstición. De hecho, la tecnociencia que impera en el mundo opera como si todo límite fuera una limitación que hay que superar. Igual ocurre en otros ámbitos. Las fronteras entre lo aceptable y lo inaceptable que tradicionalmente fijaban las leyes se han vuelto dudosas al supeditarse a los intereses de las mayorías legisladoras. En lo individual: la justa medida ha dejado también de ser un fin deseable. La voluntad no reconoce otra referencia que ella misma. No es extraño que en este contexto el exceso forme parte de nuestra normalidad. Se trata en cierto sentido de una conclusión. El siglo XX comenzó con una guerra inspirada en fantasías imperiales, siguió con otra en la que caudillos delirantes pretendieron transformar la realidad de acuerdo con las ideas de filósofos convencidos de haber alcanzado la sabiduría, y ha terminado en manos de una tecnociencia que, según dicen, aspira a controlar la evolución de las especies y frenar el poder de la muerte.

En este proceso de abandono de los límites es muy interesante la fisura que a partir de los años 50 se produjo en los países occidentales entre viejos y jóvenes. Quienes vivieron el horror de la Segunda Guerra Mundial (no se olvide que en la Europa del Este el horror duró hasta los 80) y la decepción de las ideologías totalitarias, salieron tan escaldados de todo ello que prefirieron adoptar una forma de vida “dócil y aturdida”. “Náufragos de la depresión, la guerra y el continuo chantaje nuclear, se agarraron a la tecnocracia por el miope sentido de prosperidad que esta permite” (Theodore Roszak, El nacimiento de una contracultura). Los hijos de esa generación se rebelaron, sin embargo, contra ella. Conscientes de que la estrategia básica de la tecnocracia consiste en llevar la complejidad de la existencia a un nivel tan simple que la técnica lo pueda controlar, los jóvenes comenzaron a mostrar de manera cada vez más radical su disconformidad con la sociedad que les había tocado en suerte. Allen Ginsberg, una de las figuras del movimiento beat, acusaba a la generación de sus padres de haberse entregado “al estéril y voraz Moloch como dios supremo”. Ignoraba que el culto al dios de la voracidad llegaría a convertirse tiempo después en la religión de quienes no tienen religión.

 

Timothy Leary

 

En la lucha contracultural, las conductas “excesivas” adquirieron gran relevancia debido a la predilección que sintieron por ellas los jóvenes y a la difusión de la que gozaron en los medios de comunicación gracias al empeño del establishment por condenarlas. Luis de León explica con claridad en la introducción de su ensayo en qué ha consistido históricamente la experiencia del exceso y proporciona las claves para entender un fenómeno que arrancó en el siglo XX con el arte de vanguardia y llegó a convertirse al concluir la centuria en el estilo general de la época.

Quizá lo primero que necesite saber el lector es la razón del título: excesos femeninos, delirios masculinos. No es un capricho. El autor tiene claro que hay diferencias notables entre el exceso masculino, que suele ser un esfuerzo de autoafirmación, una especie de gesto heroico, y el exceso femenino, que es más bien un intento de exploración, de ver que hay más allá de la puerta. A fin de mostrarnos las peculiaridades de ambos, ha elegido varias figuras representativas cuyas trayectorias pueden ilustrar el fenómeno. No es que el exceso sea algo exclusivo de ciertas personalidades extremas, pero sí que en algunas de ellas se encarna mucho más nítidamente que en el resto.

La selección responde a un cuidadoso plan cuyo sentido descubrirá el lector a medida que avance en la lectura.

 

Dorothy Wilde

 

Comienza el libro con Dorothy Wilde, la sobrina de Oscar, una mujer desmedida que sirve al autor para hablar de los locos años 20, época en la que los efectos de la Gran Guerra se hacen sentir poderosamente en el orden de las costumbres, y, en particular, en el sofisticado mundo femenino con el que ella tuvo relación. Dorothy fue una mujer excesiva, que frecuentó ambientes lésbicos, entonces más notables y mejor organizados de los que ahora se piensa, y que sufrió en su pellejo “la oscilación compensatoria” que, según Simone Weil, se le impone de rebote a quien transgrede los límites.

El segundo capítulo está dedicado a Timothy Leary, abanderado de la contracultura y el LSD, ejemplo máximo de la transgresión convertida en alternativa al modelo social vigente. Luis de León titula este capítulo ‘Una vía rápida para liberar la mente’. Leary es el profeta de una tierra prometida a la que podía llegarse sin esfuerzo y el defensor de una conciencia nueva, expandida gracias al poder de las drogas. Convencido de que la vida burguesa arrincona los deseos que se consideran socialmente peligrosos, frustrando así a los individuos, Leary propugna la revolución psicodélica y más tarde, cuando sus actos lo llevan a la cárcel, la revolución cibernética y el transhumanismo. Son setenta páginas que se leen casi sin respirar, llenas de datos y anécdotas interesantísimas que sirven para reconstruir la compleja mente de este psicólogo y profesor de Harvard al que el presidente Nixon consideró el enemigo número uno de Estados Unidos. Luis de Leon no es tan duro, pero dice, con razón, que se equivocó al creer que la estrategia adecuada para combatir los efectos espirituales de la mercantilización, la uniformidad y el poder era entregarse a una libertad sin límites.

 

Catherine Millet

 

El capítulo tercero se ocupa de un personaje polémico, Catherine Millet, la fundadora de la influyente revista Art Press. Millet es una mujer digamos normal, que ha tenido una vida sexual desaforada, escandalosa para los parámetros de la respetabilidad social, y que la ha contado con pelos y señales en un libro del que se vendieron tres millones de ejemplares: La vida sexual de Catherine M. Aunque su competencia intelectual es indiscutible (los libros Amar a Lawrence o L´art contemperain: Histoire et géographie son buena pruebaen los ambientes más puritanos se la cuestiona ferozmente. Y no me refiero a sectores religiosos tradicionales. Su participación en el Manifiesto de las 100 en 2018, en el que cien prestigiosas francesas firmaron en Le Monde un documento en el que defendían la idea de que la libertad sexual es inseparable de la libertad de importunar y que, por tanto, equiparar el cortejo con el acoso, como pretendía el movimiento MeToo, era una forma de demonizar a los hombres y tutelar el cuerpo de las mujeres, provocó una controversia cuyo eco aún no se ha apagado. Millet se declara feminista y al mismo tiempo critica los discursos que encierran a las mujeres en el rol de víctima eterna, algo que considera una deplorable perversión del feminismo. Luis de Leon evita meterse en este charco –cuando en un movimiento conviven visiones ortodoxas y visiones heterodoxas todos los palos son de ciego– y prefiere tratar de comprender al personaje en toda su complejidad, sin blandir la tea ni aferrarse a los tópicos habituales de quienes creen que lo tienen ya todo muy bien pensado.

 

Simeon Wade y Michel Foucault en California, 1975

 

‘Lo que el cuerpo calla’ es el título del capítulo cuarto, dedicado a Michel Foucault. Luis de León demuestra en este capítulo que no sólo es un periodista o un sociólogo bien informado, sino alguien capaz de seguir hasta el final el hilo del pensamiento de un influyente filósofo. Lo que le interesa, sin embargo, no son las ideas de Foucault, sino la actitud vital que le llevó a explorar sin prejuicios y de forma excesiva (Foucault, autor de una Historia de la sexualidad en cuatro volúmenes, era entre otras cosas contrario a crear identidades según las tendencias sexuales) los límites del placer y a justificar conductas sexuales que los códigos penales condenan en todas partes. Su historia personal tiene cierto parecido de familia con la de Robert Mapplethorpe, el famoso fotógrafo, quien protagoniza el capítulo sexto con Patti Smith. Tanto uno como otro, Foucault y Mapplethorpe, emparejaron la transgresión con el dolor y el castigo, frecuentando establecimientos homosexuales donde se practicaba sado-masoquismo y en donde los clientes supuestamente dejaban salir otro yo del conectado con la realidad social, un yo que algunos creían más auténtico que el habitual y otros una ficción que vuelve soportable la vida gris de este. La identificación de la voluntad de poder nietzscheana con nuestra esencia auténtica y la idea de que es necesario reconectarse con ella llevó a estos dos hombres a experimentar el exceso como una especie de camino iniciático.

El capítulo quinto, ‘Mujeres en fuga’, se centra en la Movida madrileña. El autor ofrece un completo fresco de lo que sucedió en aquellos años y de sus protagonistas. Aparecen muchos personajes conocidos para el lector español, aunque sobresalen las páginas dedicadas a Ana Curra, icono punk y gótico que formó parte de grupos como Alaska y los Pegamoides o Parálisis Permanente. Considerada como la reina del punk español, su biografía constituye un ejemplo no sólo de hasta donde puede llevarnos el exceso, sino también de cómo el exceso femenino posee un rasgo diferencial del masculino. Ya hemos hablado antes de la diferencia entre autoafirmación y curiosidad. En el caso de Ana Curra los excesos parecen fruto de una búsqueda permanente. El hecho de que varias veces estuviera al borde del abismo (por llamar así a lo que probablemente era ya el abismo) y supiera alejarse de él y volver a inventarse, prueba que nunca hubo frivolidad en sus excesos, ni tampoco vacuo heroísmo, sino una indagación permanente más allá de todo límite.

 

El actor Matt Damon en un anuncio de las criptomonedas

 

El último capítulo del libro está dedicado al exceso en el siglo XXI. Luis de León abandona aquí el elemento biográfico y se centra en dos actividades: los deportes y las inversiones de alto riesgo. Sus reflexiones sobre el salto base o las criptomonedas ponen de relieve su familiaridad con la mejor información. No en vano fue director del departamento de Documentación y Análisis de la Agencia Efe, una experiencia que se deja sentir en la precisión con que maneja datos de todo tipo. Sus reflexiones finales acerca del exceso, que disculpa en cierta medida al considerarlo no solo producto de pasiones cuyo impulso destruyen toda mediación racional, sino también de una búsqueda desesperada de sentido que ayuda a sobrellevar una existencia que no satisface, nos obligan a replantear algunas cuestiones cruciales del presente: en particular, la aspiración transhumanista de superar las fronteras que limitan la condición humana, un deseo hoy mucho más extendido de lo que parece a primera vista.

En resumen, una obra ambiciosa que explora a conciencia y con buen criterio el exceso como uno de los rasgos característicos, aunque menos estudiados, de las sociedades actuales, todas ellas sometidas a cambios profundos de consecuencias impredecibles. Que un historiador de la talla del británico Arnold J. Toynbee lo considerara una de las posibles causas del colapso de las civilizaciones corrobora indirectamente el acierto de Luis de León al elegir este tema. Los lectores que se acerquen a su libro comprobarán, además, que el rigor y la perspicacia no le han impedido ser ameno.

 

 

Excesos femeninos. Delirios masculinos. Luis de LeónFórcola.