La ciudad de Colonia en mayo de 1945
Del final de los Imperios está generalizada la idea de que siempre se produce poco a poco y desde dentro. Los otrora gigantes comienzan a mostrar sus pies de barro y los que un día fueron sus lugartenientes empiezan a desertar y anticiparse a lo que está al caer: los cambios de chaqueta que se anticipan al propio colapso, porque lo auguran y precisamente por eso, lo terminan precipitando. Típica profecía que se autocumple.
El paradigma de esa manera de ver las cosas es el Imperio Romano: la fecha de 476 y los nombres Rómulo Augústulo y de Odoacro son sólo referencias a lo que pudiésemos entender como el remate, o incluso el mero tiro de gracia, que pone el punto final a un proceso que arranca de mucho antes y viene marcado por una línea descendente continua. Algo parecido puede decirse de lo que entre nosotros es el 98 (no hace falta decir de qué centuria). Fue, sí, un apocalipsis, pero la gente de entonces insistió una y mil veces en que el colapso se veía venir y que, por supuesto, el causante no fue el enemigo exterior, Estados Unidos, sino que las culpas estaban en la propia España: nuestra mala cabeza y, por supuesto -es toda una cláusula de estilo a la hora de señalar a los malos– los políticos, debiendo remontarse los análisis hasta mucho antes de la restauración de 1875 y la Constitución de 1876. Lo que se dice una muerte anunciada.
Y, por seguir con ejemplos españoles, a nadie se le ocurre pensar que América se perdió en la batalla de Ayacucho en 1824 (aquello fue sólo la constatación de un hecho) o que el repliegue europeo se debe a Westfalia (1648) o Utrecht (1713), porque la calamidad se explica con un arco temporal mucho más prolongado y eso fue poco menos que el acta notarial de una situación que se venía deteriorando desde mucho antes. Lo que los italianos llaman un atto di accertamento o de mera constatación: un certificado.
Todo eso contrasta con lo que le sucedió al Tercer Reich. Cierto que, desde 1943 (batalla de Kursk y liberación del sur de Italia) el resultado se iba decantando en su contra y lo ocurrido en 1944 (desembarco en Normandía en junio, y entrada de los aliados en París en agosto; fracaso de la ofensiva nazi en las Ardenas en diciembre) contribuyó a facilitar el vaticinio, como lo acredita el hecho de que, en febrero de 1945, en Yalta, se dio por hecho que Alemania se repartiría entre las cuatro potencias (“de ocupación”: palabra expresiva donde las haya).

El arquitecto Albert Speer, el almirante Carl Doenitz y el mariscal Alfred Jodl en el momento de rendirse a los británicos. Mayo de 1945
Pero lo cierto es que cuando el 30 de abril Hitler se suicidó en el bunker de la cancillería en Berlín (donde los rusos ya aporreaban a la puerta), todo o casi todo el tinglado seguía incólume: los diecisiete Reichsleiter, los cuarenta y dos Gauleiter y los Kreisleiter, en el plano territorial (lo que nosotros diríamos los “barones” del partido). Y, desde el punto de vista de lo que hoy entendemos por la Administración institucional, la SS (Schutzstaffel: literalmente, “escuadra de protección”, una suerte de somatenes aunque, obviamente, mucho más brutales), con sus Rottenführer -jefes de cuadrilla, para entendernos- sus Unterscharführer -el escalón inmediato inferior- sus Blockführer -en los campos de concentración, los encargados de mantener el orden en los barracones- y sus Greifskommando -los encargados de las tareas más sucias, si es que acaso cabe hacer distinciones-, tres cuartos de lo mismo. Todo el esquema llegó hasta el final sin apenas fisuras. Y no sólo eso, sino que, aparte de los Einsatzgruppen, que a la hora de matar judíos lo mismo servían para un roto que para un descosido, en los últimos meses se le añadieron nuevas unidades, como los Hilfswillige (en abreviatura, Hiwi, voluntarios, al menos en teoría) o el Volksturm (“asalto” o “tempestad del pueblo”), gente solícita y siempre dispuesta a echar una mano donde se ofreciera. Nos quejamos de la frondosidad de la Administración española, con tantos chiringuitos, pero aquello también era muy grande y complejo.
El régimen nazi, en suma, llegó formalmente intacto (o casi: el atentado de 20 de julio de 1944 en la guarida del lobo, en Prusia Oriental, puede citarse como dato en contra) hasta el último día, dicho sea de manera no metafórica sino literal: el mismísimo 30 de abril. La figura del tránsfuga, tan habitual en otros pagos (o las ratas que abandonan el barco cuando se está hundiendo, por decirlo con el nada amable símil zoológico que ha hecho fortuna), no estaba hecha para ellos. Gente recia, sin duda. Prietas las filas, impasible el ademán, luchar hasta morir, lealtad perruna o como se quiera explicar este tipo de conductas tan coriáceas e insensibles a los agentes de la erosión. Sería por lo profundo de las convicciones o por el miedo (no injustificado, desde luego) a las consecuencias de desertar, pero lo cierto es que, en efecto, toda la estructura aparentaba, a 30 de abril, una salud de hierro. A prueba de cualquier inclemencia.
Todo se vino muy pronto abajo, sí: el 7 de mayo se firmó la capitulación sin condiciones en Reims y la ceremonia se repitió en Berlín, con los soviéticos como anfitriones, el 8, aunque ya muy tarde, cuando en Rusia era el 9. Un fenómeno -pasar del todo a la nada- que en efecto resulta privativamente alemán, como el pastel Baumkuchen o la pintura de los expresionistas. En la lengua de Lutero y Goethe las cosas se explican con un verbo, Zusammenbrechen (literalmente, romperse juntos), o un sustantivo, Zusammenbruch, que no resulta fácil de traducir. Se habla -pensando en la obra de Joaquín Fest, primero el texto escrito y luego la película- de hundimiento, pero tampoco resulta expresiva del todo. Quizá podría servir lo que los físicos llaman el gradiente del movimiento, o sea, la inclinación, o la medida de la verticalidad del movimiento, que fue de casi noventa grados: lo que se dice caer a plomo. Nada de la dulce curva que es propia de una colina: aquello fue mucho más drástico. Un verdadero tajo, como el de Ronda. Ley de la gravitación universal de Newton en toda su crudeza.
Este libro cuenta, día a día, lo sucedido en esa semana. “Ese proceso de desintegración se produjo de forma tan repentina y a una velocidad tan acelerada que a los observadores de la época les costó trabajo orientarse y seguir el ritmo de los acontecimientos. Aquel cambio tan drástico dejó en muchos una sensación de desconcierto de vivir algo irreal, de fantasía”: pág. 14. Coexistieron “sensaciones y sentimientos contradictorios (…): ambiente propio de fin de los tiempos, por un lado, y de aires de renovación, por otro”: pág. 16.

El historiador alemán Volker Ullrich. Foto de Gunter Glücklich
El texto es, dicho con una palabra, extraordinario, empezando por la crudeza con la que relata los hechos. La situación en el país era, literalmente, dantesca. El índice de suicidios se disparó, para empezar por el dato más expresivo y terrible. Se calcula que fueron cerca de dos millones las mujeres violadas por los soldados soviéticos (pág. 137). A ello hay que añadir que “un fenómeno de masas de los primeros días en Berlín fueron los saqueos de tiendas y almacenes de productos alimenticios” (pág. 81). Pero fuera de la capital se vivía también una situación literalmente indescriptible: “miles de prisioneros de los campos de concentración, similares a zombis, caminando de mala manera por las carreteras secundarias y atravesando los pueblos y aldeas del país. De los más de setecientos catorce mil internos existentes en los campos de concentración a comienzos de 1945 se calcula que perdieron la vida en las marchas de la muerte como mínimo doscientos cincuenta mil, esto es, una tercera parte”: págs. 214-215.
Pero aun más terrorífico, si cabe, es el retrato que Ullrich hace en págs. 279 y 280 de las mentalidades dominantes en aquellos días. “En las memorias de muchos alemanes nos encontramos con una mezcla de sensaciones y sentimientos contradictorios: tristeza por la pérdida de seres queridos, por la de su patria, por la destrucción de su casa; alivio por el hecho de haberse librado una vez más de lo peor; tranquilidad por el fin de la guerra y de las infinitas noches de bombardeos; felicidad por poder una vez más conciliar el sueño; miedo a la venganza de las potencias vencedoras y a un futuro incierto; sentimiento de vacío después de tanto abuso de idealismo, de tanta credibilidad desengañada (…). En cambio, rara vez nos encontramos con una emoción distinta. La de la vergüenza y el arrepentimiento por los crímenes del nacionalsocialismo. Que esos crímenes habían superado todo lo imaginable hasta ese momento constituía ya una certeza (…)”. Pero “fueron una minoría los alemanes que se mostraron dispuestos a exponerse a contemplar aquellas terribles imágenes y a reconocer su propia culpa. La reacción de la mayoría fue más bien adoptar una aterradora rigidez de sentimientos y apartar la vista, como ya estaban acostumbrados a hacer, como si se tratase de un movimiento reflejo”. Lo que se afirma en pág. 296, ya casi al final del libro, resulta aún más sangrante: “En cuanto a los inmensos sentimientos que ellos habían infringido a los pueblos de los territorios que habían conquistado y ocupado, la mayoría no sentía ningún interés por ellos y menos aún la menor compasión”.
Se advierte en la introducción -pág. 16- que “los sucesos de los que hablaremos aquí tienen unas causas que se remontan al pasado y unas consecuencias que remiten al futuro. Debido a ello, el relato se salta una y otra vez los límites cronológicos de los ocho días, unas veces hacia adelante y otras hacia atrás. Y, del mismo modo, los personajes que aparecen deber ser retratados tanto en la trayectoria que siguieron como en su desarrollo”. Es el caso de Willy Brandt (págs. 69-70), de Walter Ulbricht (págs. 86-87), de Konrad Adenauer (págs. 154-158), de Helmut Schmidt (págs. 163-167) y de Kurt Schumacher (págs. 227-228). Y, ya fuera de la política, de Werner von Braun (págs. 104-105) y, cómo no, de Marlene Dietrich (págs. 240-248), probablemente, junto con Max Weber, Thomas Mann y Werner Heisenberg, la figura más relevante (para bien) de la Alemania del siglo XX. El planeta de lo cultural e intelectual siempre llega más lejos.

Berlín, mayo 1945
El libro analiza con detalle las capitulaciones parciales (esto es, locales) que, entre medio de violencias a destiempo, se suscribieron en cada uno de esos ocho días. Y también estudia rigurosamente los intentos de Doenitz (fallidos, claro está) de pactar sólo con los occidentales y continuar en el frente oriental la batalla contra el bolchevismo, como se llamaba entonces al enemigo mayor. Fallidos, sí, porque, para empezar la guerra fría, hacía falta haber quitado de en medio lo que servía de pegamento a los aliados. Cada cosa, por su orden y a su tiempo.
Ni que decir tiene que el libro, pese a sus casi 300 durísimas páginas, deja de responder (es más, ni tan siquiera lo intenta) la pregunta del millón: ¿cómo es que los alemanes, un pueblo tan leído -y tan comido y tan bebido- se entregaron a aquella locura durante doce años, doce, que se dice pronto, los seis últimos en guerra -que perdieron- contra el género humano y la razón más elemental? Llevamos casi un siglo con ese interrogante y la única contestación está en una conjetura, el espíritu de disciplina. En pág. 280 se alude a lo que sucedió después del 8 de mayo de 1945, “la docilidad, la solicitud casi servil de la población ante los representantes de las potencias vencedoras en las respectivas zonas de ocupación”. Y en otros lugares se alude, de manera no explícita, a que ese día se pusieron los pilares del que acabó siendo uno de los regímenes políticos (y sistemas económicos: subrayemos el dato) más exitosos de la historia, la República de Bonn (1949-1990), con su sutilísimo y modélico Estado de Derecho, que tampoco se explica sin esa disciplina congénita. Lo malo -lo pésimo- y lo bueno suelen venir entreverados y resultar indisociables. Una verdadera pena, pero sucede que lo uno no se entiende sin lo otro: las máquinas es lo que tienen, que sirven para una cosa y la contraria, dependiendo todo de quién sea el que en cada momento las maneja.
Los descendientes de los bereberes, con nuestra proverbial tendencia a no reconocer la legitimidad del poder, nunca seremos fuertes en la técnica y la ciencia. Y, por lo que ahora importa, en la organización. A cambio, nuestras dictaduras vendrán templadas por la ineficacia: un alivio.