En el libro “Rossini y España” (Fórcola, 2018) con ocasión del 150 aniversario de la muerte del maestro (1792-1868), el autor, Fernando Fraga, incluye un capítulo que se llama “Cantantes rossinianos. Manuel García”. Allí –página 111 y siguientes- se relata un evento de París: “Poco después del estreno parisino de Guillaume Tell, un día del verano de 1829, Manuel García, recién llegado de su gira americana, ofreció en su casa una comida a Rossini e Isabel Colbrán con todo lujo de aparato, comenzando por la vajilla que era enteramente de plata. La noticia contradice otras que aseguraban su completa ruina”.
Y añade el autor: “Entre los demás asistentes destacaron el compositor Michele Carafa (…) y el guitarrista catalán Fernando Sor. Una hija de García, de ocho años, se puso a cantar animada por los asistentes. Se llamaba Pauline y años más tarde se convertiría en la Viardot. Para calmar la nostalgia de la Colbrán, el anfitrión [o sea, el padre de Pauline, el tal Manuel García] interpretó un tema de su propia tonadilla La Calesera”.
Más aún: explica Fraga, acerca del do de pecho de Arnold en Guillaume Tell que se ha hecho famoso, que el primero en cantarlo no había sido sino el propio García, que “fue el cantante español que más relación mantuvo con Rossini”. Dos papeles fueron incluso escritos para él: Almaviva y Norfoc.
Rossini y García se habían conocido en 1815, aunque en Nápoles, con ocasión del estreno de Elisabetta. “El de Pésaro admiraba al sevillano por ser un cantante de una preparación extraordinaria y unos recursos vocales y musicales de similar calibre. Pero también le respetaba como compositor, y la mejor manera de demostrarlo fue programar en 1824, como director del (Teatro) italiano parisino, entre obras de Mayr, Meyerbeer y Mercadante, además de alguna suya, Il Califfo de Bagdad de García”.

Manuel García
De Manuel García (en realidad, Manuel del Pópulo Vicente Rodríguez: el García no era suyo sino como segundo apellido de su abuelo paterno), nacido en Sevilla en 1775, sabemos que fue un verdadero fenómeno como tenor. Lo acredita, entre otras proezas, el hecho de ser el único que se ha hecho cargo de los dos Almaviva, el de Rossini y también el -previo- de Mozart de Las bodas de Fígaro. Fraga matiza la calificación: era en realidad un baritenor. Y tuvo mucho éxito no sólo en París, que es tanto como decir Europa, sino también en América: en Nueva York, donde coincidió con Lorenzo da Ponte, el libretista de Mozart, nada menos, e igualmente en México.
No ya eso: aparte de Pauline (la Viardot, por cierto mujer con muy buena mano para el dibujo y, sobre todo, protagonista del reciente libro Los europeos de Orlando Figes), tuvo otros dos hijos: María (conocida por el apellido de su marido: Malibrán, que se dice pronto) y Manuel Patricio, barítono pero más aún un gran teórico: enseñante e inventor del laringoscopio. Autor del Tratado completo del arte del canto, escrito entre 1840 y 1847. La madre de los tres -ya el remate- fue Joaquina Briones, igualmente cantante de Rossini.
Manuel García, fallecido a los cincuenta y siete años en 1832 (por supuesto, en París: de hecho, está enterrado en el cementerio del Père-Lachaise) mereció en 2002 una biografía de James Radomsky. Sus dos hijas, María y Pauline, han dado lugar a bibliotecas enteras. También Manuel Patricio ha sido objeto de libros monográficos, entre otras cosas porque vivió más de cien años: de 1805 a 1906.
Pero faltaba un libro que juntara la historia de todos ellos. Andrés Moreno Mengíbar, estudioso concienzudo de la tradición operística de la ciudad de Sevilla, se puso a ello y el Centro de Estudios Andaluces, Fundación Pública dependiente de la Junta, tuvo la buenísima idea de acoger la idea. De su éxito comercial da buena cuenta el hecho de que va por su segunda edición, cosa infrecuente (y meritoria) si se recuerda lo rematadamente mal que las editoriales oficiales suelen distribuir sus productos.

María Malibrán
El libro de Andrés Moreno Mengíbar es de esos que permiten por así decir lecturas diversas. Aparte de ser visto como una biografía familiar, puede ser leído como una historia de la cultura en el legendario París de mediados del siglo XIX, el que va de la restauración, pasando por Luis Felipe, hasta llegar a Napoleón III, o sea, entre 1815 y 1870: allí se juntó lo mejor de cada casa y dio lugar a lo más completo que se ha visto nunca. Pero no menos se relata la cultura de la época en otras ciudades, como la citada Nápoles o también Milán e incluso Venecia. Finalmente aparecen en el relato Londres, Nueva York y México. No (todavía) Tokio y Buenos Aires, que tardaron más en incorporarse a esos circuitos.
¿Con quién se topa uno leyéndolo? Con todo el que pintaba algo en el siglo XIX en la música, empezando, en el propio París, por lo que es obvio, es decir, un Héctor Berlioz (1803-1869) y un Charles Gounod (1818-1893). Pero no sólo, porque lo que acaba entrando en escena es toda una legión: Guiditta Pasta (1797-1865), la –por así decir- María Malibrán italiana; Henriette Sontag (1806-1854), la gran soprano alemana del siglo XIX; o, claro está, la propia mujer de Rossini, la Colbrán (1784-1845), considerada la mejor mezzosoprano de su tiempo. Todas ellas tuvieron relación, de compañerismo y/o de rivalidad, según días y horas, con alguno de los García.
Pero no sólo de personas del mundo de la ópera se rodeaban los miembros de esa familia. Y el autor del libro se ha ocupado de recordarlo. A lo largo del texto nos encontramos, por ejemplo (no se trata de agotar ningún elenco), con un José María Blanco White (1775-1841), muy cercano a García padre, o una Condesa de Merlín, o sea, María de las Mercedes Santa Cruz y Montalvo (1789-1852), primera escritora cubana, aunque se expresara en lengua francesa. De su jerarquía da cuenta el hecho de que le dedicara una novela el mismísimo Balzac.
El libro de Andrés Moreno Mengíbar viene con una presentación de Teresa Berganza, por cierto de encendido tono patriótico y, como suele suceder en España, lacrimógeno. De los García declara “que todos eran tremendamente españoles, hasta diría que en aquel momento de su gloria nos pusieron de moda en Nápoles, en Londres o en París”. Aunque ya se sabe lo desagradecidos e incultos que somos en estas tierras, que el gran Francisco Ayala calificó de resecas: “(…) nos olvidamos de ellos durante demasiado tiempo e incluso artistas de más allá de nuestras fronteras han sabido sacar más provecho de ellos que nosotros mismos”.

Pauline Viardot-García
Tanto Andrés Moreno Mengíbar como el Centro de Estudios Andaluces merecen, en suma, reconocimiento. Un libro de los que servirá de noviciado a los que no están familiarizados con la ópera. Y, a los que sí lo están, pura y simplemente les entusiasmará.
Una nota para granadinos o granadinófilos: en página 166 se relata el viaje que en 1842 realizó allí Pauline Viardot con su marido. Era “la ciudad que en aquel cenit del Romanticismo más embrujo ejercía sobre los viajeros extranjeros. Fueron tres semanas inolvidables, tanto para Pauline como para los granadinos, que pudieron disfrutar de algunas sesiones de altísima calidad, pues junto a Pauline cantaron en el Teatro del Campillo artistas de la calidad de Francisco Salas y Pedro Unanue”. Y fue precisamente allí donde ella se estrenó con Norma, de Bellini. Debió resultar una verdadera gozada.
Una última referencia, ya de orden personal: quien me puso sobre la pista del libro fue nada menos que Miguel Ríos, que, entre otros talentos musicales –anteriores a la guitarra eléctrica, por supuesto-, sabe un rato de eso tan intransferible que es, para cada quien, su voz. A él va dedicada esta breve reseña.