Foto de Maxime Aliaga
«Nunca dirijas películas con niños, con animales, ni con Charles Laugthton: nadie recordará tu nombre». Tomás Downey hace caso parcialmente del consejo de Hitchcock y no introduce en los cuentos de El lugar donde mueren los pájaros (2017) al actor británico pero utiliza los dos primeros elementos para afianzar un estilo siniestro fundamentado en la inocencia inherente de las criaturas, sean humanas o bestias. Hitchcock se refería a los desafíos de trabajo, ya que no siempre se pueden controlar o predecir las acciones y comportamientos de niños y animales; en el discurrir de sus historias, Downey deja que sus protagonistas sean, sin coartarles la voluntad de hacer ni reprimiendo su naturaleza: ninguna acción escapa a su mirada, pero no es el guardián de las motivaciones ajenas; por lo mismo, su narrativa se refugia en las escenas de muerte pero la maldad sólo aparece insinuada para evitarle culpa y complicidad al lector. Los niños tienen motivos ocultos que quedan al resguardo de la elipsis.
Hay varios planos en que Downey expone la muerte y es su virtud yuxtaponerlos, que el significado de una muerte guarde la posibilidad de otro significado o de tener ambos a la vez.
Uno es este: la muerte no es el objetivo ni siquiera el hilo conductor, por eso se presenta directa y sin misterios, particularmente en los cuentos “Hermanas”, “Un ramo de cardos” y en el que le da título al libro. Para Downey, la muerte en estos cuentos es un asunto público, cuya divulgación es insolente y un asunto del que se ocupan terceros. Dice: “Al [primer pájaro] no lo enterramos muy profundo. A los pocos días estaba […] lleno de hormigas. Lo olimos y nos dieron ganas de vomitar”. La manera en que las hermanas matan un chancho en el primer cuento es desprolija, hasta grosera, como si estuvieran abriendo una piñata insignificante. La descomposición de un caballo reventado de galopar más de cien kilómetros vale lo mismo que si estuviera vivo. La vida de un pájaro que depende de la misericordia de unas niñas, no encuentra sino el filo de una pala y un pozo.
Sí hay un trabajo minucioso en demostrar que la muerte no es más que un eslabón en la concatenación de hechos, una parte transitoria de la cronología (enumera: “la helada del amanecer”, “la escarcha sobre sus botas”, “el caballo muerto”, luego se vuelve a las características del vino y la manteca, como si nada, como si diera lo mismo que la muerte estuviera o no estuviera); aun cuando aparece como la celebración de un sacrificio ritual, casi siempre se representa ordinaria y sucia o como un trámite, algo que debe despacharse para seguir.
Otro plano es este, que sin contradecir al anterior, puede rectificar cierto cariz: niños y animales están unidos por el puente mortal de un cuchillo, la noche escarchada de una agonía invisible o una enfermedad en las ramas de los árboles que entretejen un sueño maldito. En el primer y último cuento los niños se ven entregados a una nueva fuerza que les permite encontrarse y a la vez perderse del mundo; la muerte se ofrece casi ceremonialmente y la hace menos efímera y mezquina. En este sentido, se distancian de aquella perverseness (no del todo bien traducida como “espíritu de la perversidad”) de Poe en el “El gato negro” vinculada con la culpa porque el sentido moral señalan al ejecutor como asesino y al ejecutado como víctima. Pero Downey no contempla la falta o el pecado ni la voz de la conciencia mortificando el cuerpo, o bien supone un pecado al dar el marco de una expiación.
Por tratarse de principiantes, los niños buscan la purificación o la cura con métodos improvisados. A su vez, superan la falta de previsión con fanatismo. Por eso el tratamiento de Downey implica el asco y la violencia y el empleo de un estilo hierático que lo justifica.

Tomás Downey