Zawiercie – Cementerio judío, 1993 © Max Hirshfeld

Hay cientos de testimonios escritos de la ocupación nazi de los países del este de Europa. No es para menos porque, como explicó Timothy Snyder en su Tierras de sangre, la auténtica Segunda Guerra Mundial tuvo lugar allí, en esa tierra sangrienta que une a Polonia, Ucrania y Bielorrusia. En esa continuidad de llanuras  y trigales murieron decenas de millones de personas, en una carnicería solo comparable con las grandes purgas chinas. Allí, en medio de uno de los mayores horrores de la historia de la humanidad, una niña llamada Alinka esquivó la muerte.

Alice Coleman Schelling es uno de esos casos extraordinarios, en los que coinciden una gran prosista y una testigo excepcional. Es una auténtica pena que esta obra sea la única que escribió y también que lo hiciera a una edad tan avanzada, porque resulta única, y no solo desde una perspectiva literaria, también psicológica, y casi esotérica, por la insólita suerte y premonición que demuestra.

Durante las primeras páginas observamos una cotidianeidad como la nuestra, que tiene lugar en un país desarrollado y civilizado, sin asomo de racismo. Lentamente, como ocurre con todas las invasiones, sean nazis o extraterrestres, llegan noticias que pronto se convierten en evidencias. Alinka contiene, por lo tanto, una certera reflexión sobre la imprevisibilidad de la vida. Y un notable ejercicio de suspense, pues sabemos más que la protagonista e intentamos, inútilmente, protegerla.

 

Henryk Ross. Dos niños judíos del guetto de Lodz (1940-1944)

 

Desde las primeras páginas se percibe la intuición natural de Alinka. Vemos cómo sabe, con una intuición portentosa, qué paso debe dar en cada situación, de manera consciente o inconsciente, para salvaguardar su vida en un contexto de absoluta masacre. Es tal su acierto que uno llega a dudar si Dios –el suyo, el nuestro o el de todos- no le ayuda. Porque la amenaza no solo proviene de los nazis. Contemplamos con nitidez cómo viene, también, de los soviéticos, autores, por ejemplo, de la masacre de Katyn. Durante la segunda guerra mundial Polonia quedó atrapada entre dos monstruos que ansiaban despedazarla e imponer su visión totalitaria del mundo. Un ejemplo claro de la tortura masiva que supuso tan terrible pinza es el levantamiento del ghetto de Varsovia, donde se unió la rebelión de los polacos contra los nazis y la pasividad de los rusos que, desde una distancia asumible, contemplaron cómo la resistencia polaca era arrasada. A ninguno de los dos poderes les interesaba una Polonia libre. Dentro del contenido histórico-político de Alinka debe incluirse una importante reflexión sobre las fronteras de Europa porque no solo aparece Polonia. También la actual Ucrania, por ejemplo Lviv, también conocida por Leópolis, ciudad intelectual por excelencia, que formó parte de la Unión Soviética y del Imperio Austro Húngaro. Sabemos a quién pertenecemos a día de hoy, pero no a quién perteneceremos en el futuro.

Junto a la narración de los hechos –que ya conoce sobradamente el lector- se nos muestra la asombrosa capacidad de Alinka para transformar el horror en algo digerible. Incluso aparece su horror privado, donde se intuyen sombras de abusos. Tal vez esa especie de disociación le haya ayudado a superar el trauma. Incluso la pobreza le parece atractiva y maravillosa, bajo sus ojos infantiles.  Reflejo de ello es una escritura sensorial, casi proustiana. Encontramos una auténtica recreación de los muebles, los olores, los sabores, todo lo que rodea a aquella infancia. Esa recreación, ese hogar, contrasta gravemente con los hechos y vuelve a demostrar el talento de la autora, capaz de retomar su voz infantil décadas después en un espacio radicalmente distinto. No olvidemos que la narración fue escrita cuando su autora bordeaba los 60 años y vivía plácidamente en un suburbio residencial de Washington DC. Alinka, por lo tanto, tiene algo de cuento de hadas perverso, que fluye con pasmosa facilidad. Eso lo convierte en una rara avis dentro de las narraciones del holocausto, dominadas, sobre todo, por un enorme esfuerzo. Nada de esto podría conocerse si no fuera por la magnífica traducción de Amelia Serraller, una de las expertas más consolidadas en narrativa polaca de nuestro país.

La edición de Facta es magnífica y es irremediable preguntarse por qué ha tardado tanto en llegar esta joya a nuestra lengua.

 

 

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