Está extendida la opinión de que, en asunto de libros, lo profundo y lo pesado acaban siendo la misma cosa: dos conceptos que se equivalen o poco menos. Craso error, porque la experiencia demuestra que hay páginas que, lejos de la menor hondura de fondo, son de una extrema liviandad y sin embargo resultan sencillamente soporíferas. Ejemplo acabado, las Memorias de los políticos: son plúmbeas y, al tiempo, de una absoluta ligereza, al grado de que los lectores alucinan qué es lo que salió mal para que el autor hubiese podido llegar a Presidente del Gobierno, Vicepresidente, Ministro o cualquier otra de las gabelas que por ahí se dispensan.

Digo lo anterior para pasar ahora a lo inverso: hay libros de una enorme densidad intelectual y que resultan muy entretenidos para los no especialistas. Es justo el caso que nos concierne: instruir deleitando, como se decía antes. Vaya por delante la enhorabuena al autor. Y la recomendación de leerlo: no hace falta ser historiador para zambullirse en sus páginas y aprender (mucho) a la vez que se disfruta (mucho también). La palabra divulgación arrastra mala fama –injustamente, pero la arrastra-, aunque, como siempre sucede, en ese oficio los hay buenos y malos. Porrinas se encuentra entre los primeros. Y no será porque Rodrigo Díaz de Vivar ponga las cosas fáciles. Hace casi cien años, en 1929, Don Ramón Menéndez Pidal, con su La España del Cid, situó el listón en un lugar altísimo. Y lo que ha venido después no ha sido sino echarle más carbón a la caldera, con la película de Charlton Heston y Sofía Loren en 1961 en el lugar estelar que siempre merece Hollywood.

Nadie descubre ningún secreto si pone sobre la mesa la relevancia de la segunda mitad del siglo XI en Europa. Los cincuenta años transcurridos entre 1050 a 1099 (casi coincidentes al milímetro con los de la vida de nuestro héroe) fueron testigos de muchas cosas, sobre todo vinculadas a la expansión del papado en lo ideológico y también en lo meramente geográfico: en 1073 se hizo Gregorio VII con la tiara y exigió del emperador el derecho a participar en los nombramientos no ya espirituales sino también temporales, abriendo así la llamada “batalla de las investiduras”, que sólo se cerraría –con la escena de Canossa de por medio- en el Concordato de Worms de 1122. Antes, en 1095, el Concilio de Clemont-Ferrand había llamado a la Cruzada. Y eso en un contexto en el que los normandos, instalados en la Francia septentrional –lo que hoy se llama precisamente Normandía-, habían puesto en marcha la invasión y conquista, vía Guillermo, del sur de las islas de enfrente, las que mil años antes apenas habían podido ser romanizados. Y eso sin contar el frente de la isla de Sicilia, de la que los propios normandos se estaban haciendo amos a despecho de los musulmanes: la batalla se extendió entre 1061 y 1091, con Roberto al inicio (hasta 1085), Roger I después  –hasta 1101- y su hijo del mismo nombre, que unos años después, en 1130, acabó siendo coronado rey. Ese contexto –el momento fundacional de la formación de Europa y de la expansión de la civilización que lleva el nombre de nuestro continente- lo explica Porrinas en página 14 con los siguientes detalles:

“Las fuentes fundamentales de esa expansión cristiana occidental fueron, al menos, cinco: el sur de Italia y Sicilia, las islas británicas, las llanuras centroeuropeas y bálticas, Oriente Próximo y la península ibérica. El primero impulso fundamental de esa difusión cristiana se produjo en el siglo XI, en especial a partir de su segunda mitad, y encontró continuidad en centurias posteriores en la mayoría de los escenarios referidos”.

Pues bien, es en ese contexto tan amplio –el continente europeo y más aún- en donde Porrinas sitúa al Cid, liberándolo así del marco meramente peninsular (o, peor aún, castellano y, todo lo más, levantino) en el que se encuentra tradicionalmente encasillado, sobre todo vía leyenda, el personaje. Un Cid europeo, vamos a llamarle así.

Eso no significa ignorar a nuestros familiarísimos Sancho II, y Alfonso VI –el conquistador de Toledo en 1085: otro hito-, pero sí hay que ponerlos en su sazón. Al otro lado de los Pirineos. Hugo había fundado la dinastía de los Capetos en 987, integrando en su reino al condado de Borgoña, la tierra de la orden de Cluny. Y esos montes se habían mostrado porosos desde entonces: “De ese condado procedieron nobles como Raimundo y Enrique de Borgoña, casados con Urraca I de León y Castilla y Teresa de Portugal, respectivamente, ambas hijas del emperador leonés Alfonso VI, desposado, a su vez, con otra noble borgoña, Constanza” (página 14).

Por supuesto que la península ibérica no dejaba de tener su historia propia. El Califato de Córdoba, tan brillante como efímero, se había terminado en 1031, dando pie a la disgregación de Al-Andalus en mil pedazos (las “taifas”, los “reyezuelos”, la guerra civil –fitua-, y todo lo que sabemos) y poco más tarde, en 1035, fallecía Sancho III el Mayor de Navarra, con quien todo empezó (el abuelo de los citados Sancho y Alfonso, como es sabido). Y en 1086, el año inmediato tras la conquista de Toledo, los almorávides del norte de África –del Sahara: mitad monjes, mitad soldados, para entendernos, con un islamismo rigorista a tope: el Sunismo malekí y Ben Yusut como líder- expandieron su dominio a nuestra tierra, donde, tras muchas idas y venidas, lograron mantenerse hasta 1147. O sea, más de diez lustros.

Ese fue el entorno, continental y peninsular, de ese Cid que ahora se contempla con ojos mucho más que españoles. Y ello además en el contexto de una auténtica revolución tecnológica en lo agrícola. Página 3:

“Europa occidental asistió durante el siglo XI a un crecimiento económico y demográfico que tuvo sus orígenes a mediados de la anterior centuria, aproximadamente. No está demasiado claro si el incremento de la población trajo como resultado una mejora generalizada de las técnicas agrícolas o si fue al contrario. Lo cierto es que se empezó a optimizar el aprovechamiento de la tierra, gracias a la implementación del sistema de rotación trienal, que reemplazaba al modelo de rotación bienal, mucho menos eficiente, y en el que las leguminosas se convirtieron en un cultivo relevante para la dieta y la oxigenación del suelo. De ese modo, se amplió el número de cosechas anuales y se mejoró la alimentación de las personas. Esta nueva agricultura se sirvió de innovaciones como el arado de vertedera, en sustitución del arado romano, más efectivo para la roturación de las tierras más pesadas y húmedas de las regiones de la Europa más septentrional y central.

 

David Porrinas

 

A partir de ese momento, y gracias al sistema de tiro basado en la collera acolchada, el caballo se convirtió en animal de labranza en distintos puntos de Europa occidental y consiguió, por su potencia un mejor aprovechamiento con respecto al obtenido a partir del empleo tradicional de asnos y bueyes”.

En suma, que si el Cid se contempla desde esa perspectiva geográfica tan amplia no es por forzar las cosas sino justo a la inversa, porque “por mucho que pueda parecernos lo contrario, la Europa del siglo XI, sobre todo en sus décadas finales, estaba bastante más interconectada de lo que hoy podemos imaginar”: página 9.

De todo eso –en definitiva, de explicar el ámbito y el método del trabajo- se ocupa el autor en el Capítulo 1, “El siglo del Cid” (páginas 1 a 45). Lo que viene después resulta por así decir más micro y desciende a lo concreto. En efecto, y siempre por Capítulos:

– 2: “Los primeros años de Rodrigo Díaz” (páginas 47 a 78).

– 3: “El primer destierro, comandante mercenario al servicio de Zaragoza” (páginas 79 a 118).

– 4: “Protector y gobernante virtual de Valencia” (páginas 119 a 152).

– 5: “Señor de la guerra independiente en torno a Valencia” (páginas 153-194).

– 6: “La conquista de Valencia” (páginas 195-245).

– Y 7: “Hacia la consolidación de un principado” (páginas 247 a 296). Con particular referencia, por cierto, a la batalla de Cuarte (hoy, Quart de Poblet, a las afueras de la capital levantina), el 21 de octubre de 1099, primera derrota, por cierto, de los almorávides en campo abierto y presagio de su final medio siglo más tarde.

Después del análisis –minucioso donde los haya: el autor no nos ahorra batalla alguna de quien fue sobre todo un guerrero o, si se quiere, un aventurero, con la capacidad de adaptación al medio que en ese gremio resulta proverbial, y que sirve tanto para aplaudirles por flexibles como para denostarlos por camaleónicos y chaqueteros, todo ello a gusto del consumidor- vuelve lo interesante, la síntesis. Es el Capítulo 8 y último, “El Cid después de Rodrigo el Campeador: la imagen mutante de un mito viviente” (páginas 297 a 356), y es que, desde 1099, fecha de fallecimiento de Rodrigo, no sólo “cada centuria tuvo a su propio Cid, cides en algún caso”, sino que “la historia de España es, en cierta medida, la de ese Cid mental que, con distintas intenciones y motivaciones, fueron creando autores de diversa condición y naturaleza a lo largo de esos siglos”.

En esas casi sesenta páginas del Capítulo último se pasa revista a los hectólitros de tinta que, a veces con pretensiones de veracidad y en otras ocasiones con ideas legendarias o incluso mitológicas –lo de los infantes de Carrión, los yernos, y el robledal de Corpes parecen ser fake news de la especie más burda-, ha generado el de Vivar, empezando, cómo no, por el mismísimo “Mío Cid”. Le pasa revista en efecto a todo, deteniéndose (siempre en la línea de internacionalizar al personaje o al menos europeizarlo) en “Las mocedades del Cid”, de Cornelle (1636), en cuanto obra despojada de esos factores de casticismo patriotero que tanto daño han causado. Y, cómo no, dedicando mucho espacio a la obra de Menéndez Pidal, el Don Ramón por excelencia. Y también, aunque de otra manera y con un tono diferente, a Joaquín Costa, con su apelación desesperada –honesta en cuanto aragonesa pero justo por eso nada sutil- a cerrar el sepulcro con siete llaves. Y deteniéndose con especial premiosidad en los intentos del franquismo de apropiarse del personaje y del propio Franco de convertirse en un segundo Cid. El discurso del Caudillo en Burgos en el empobrecido marco de 1955 al inaugurar la estatua ecuestre (“El Cid es el espíritu de España. Suele ser en la estrechez y no en la opulencia cuando surgen estas grandes figuras”) se reproduce en página 127 y merece ser leído sin intermediarios. Sin que falte, en fin, una referencia a la obra teatral de Antonio Gala, en 1973, “Anillos para una dama”, en la que, para decirlo recogiendo literalmente las palabras de página 346, “se nos presenta una Jimena ya viuda que se debate entre el tradicionalismo y la modernidad, entre su fidelidad al difunto esposo y el amor que siente hacia Minaya Álvar Fáñez”, y todo ello escenificado precisamente “en unos años en los que la dictadura de Franco se iba agotando y se vislumbraba ciertos aires de libertad, donde Jimena representa a esa España que quiere caminar libre y el Campeador, ya casi muerto, a un Franco que lastra tal avance” (página 346). Para terminar, en fin, con una mención a Sidi, la última novela de Arturo Pérez Reverte.

Que David Porrinas González es hombre riguroso y que no quiere dejar puntada sin hilo se acredita al haber puesto al Anexo, “Fuentes para el estudio del Cid histórico”, de páginas 357 a 369, donde se analiza cosa por cosa: lo cristiano –con la Historia roderici de 1188-1190 en su lugar de justicia- y también lo islámico. El autor ha querido que, aun emitiendo opiniones con las que quizá se pueda discrepar con más o menos fundamento, nadie le pueda acusar de nada. El conquistador de Valencia para los reyes cristianos (en 1094, o sea, casi coincidiendo con el llamado a la Cruzada) y el guerrero que no perdió ninguna batalla campal estaba llamado a devenir alguien épico y así sucedió desde poco después de su muerte.

Un librazo en suma: al autor le ha tomado veinte años, nada menos. Para no perdérselo. Y menos en esta atribulada España (y Europa, porque se insiste en que el autor pone desde el primer momento los faros largos, en el espacio y en el tiempo, al estudiar al Campeador) de los inicios de primavera de 2020. Si todos nos hemos encontrado (por desgracia) con más tiempo, aprovecharlo para leer este tipo de cosas –serias, bien escritas y con todas las bendiciones posibles- es lo mejor que puede hacer uno.

 

 

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