«Hay que atreverse a decirlo: no hay manera de perfeccionar la educación de la mujer» escribe Pierre Choderlos de Laclos (1741-1803) al comienzo de “La Educación de las mujeres”, un asunto que apasionó a muchos de sus contemporáneos en el siglo XVIII. Pero el libro es ante todo una denuncia del destino que la sociedad reservaba a la mujer. Como «compañeras de nombre, esclavas de hecho», han recibido «opresión y desprecio» desde el principio. En este «estado de guerra perpetua entre hombres y mujeres», tuvieron que forjar sus armas.

Escritas a modo de cartas, ya que en el siglo XVIII existía la tiranía epistolar que venía a ser algo parecido a la tiranía actual de las redes sociales. Hoy vemos los dedos que se deslizan a velocidades estratosféricas en los teclados del móvil para responder a un wasap. A veces con el corazón en vilo, porque el mensaje es importante. Entonces era el traqueteo de los carruajes de seis caballos que acompañaban el traqueteo de los corazones; mientras se escribía una carta y una vez escrita se deslizaba dentro del sobre en el que se escribía el destinatario/a que abriría la carta como si la letra fuese una caricia en su piel.

En el siglo XVIII, las modas se construyen con la correspondencia; y lo mismo que ahora la confesión se convirtió en chismorreo, el verbo en agresión y la honestidad en apariencia y casi todo era cuestión de imagen y por lo tanto es teatro, espectáculo.

Es la época, además, de los salones elegantes, de las damas que convierten en las grandes madres del buen gusto, una especie de diosas alrededor de las cuales giran los filósofos. Mujeres inteligentes, cuya potencia cerebral todavía nos deslumbra como Madame de Sévigné, Mademoiselle Aïssé, Julie de Lespinasse…

 

Jean Baptiste Perronneau. Retrato de Pierre Choderlos de Laclos (1741-1803).

 

En este ambiente se mueve el implacable Laclos con la valentía y estrategia del militar en guerra. En 1782, con Las amistades peligrosas, publica la novela que desvela el juego erótico de los salones ilustrados. Y lo hace mediante el género de la carta para ilustrarnos sobre la ética de la maldad por el vicio y el tedio. Es el paraíso de la lujuria, la decadencia en lugar del ascetismo, el prestigio social como fin. En resumen: el éxtasis de los cuerpos por encima de la virtud, la voluptuosidad que aplasta a la voluntad.

La Ilustración fue una apasionada de la educación. Como buenos «filósofos ilustrados», les gustaba denunciar todo oscurantismo, y fomentaban la divulgación de los nuevos conocimientos, con la ambición de dar a cada uno los medios de asumir su libertad, en el camino del progreso y de la felicidad terrena. Un buen programa para las mentes de los hombres, pero ¿qué pasa con las de las mujeres, suponiendo que tengan alguna? Laclos pretende vincular el problema de la condición de la mujer al de su educación.

En marzo de 1783, impulsado al primer plano de la escena parisina por el éxito de Las amistades peligrosas, responde a la pregunta de la Academia de Châlons-sur-Marne: «¿Cuál sería el mejor medio de perfeccionar la educación de las mujeres? «. Expresará  un punto de vista a menudo sorprendente, con posiciones contrarias entre la visión tradicional de la mujer y la que defiende su emancipación.

El autor hace equilibrios y habla de los buenos principios «revolucionarios» – «sin libertad no hay moral, sin moral no hay educación», y exalta el icono de la «mujer natural», divinidad de los tiempos modernos, «como el hombre, ser libre y poderoso».

 

 

“Oh mujeres! Venid a escucharme. Dejad que vuestra curiosidad, una vez dirigida hacia los objetos útiles, contemple las ventajas que la naturaleza os había dado y que la sociedad os ha quitado. Venid y aprended cómo, nacidas compañeras del hombre, os habéis convertido en sus esclavas; cómo, habiendo caído en este estado abyecto, habéis llegado a disfrutarlo, a considerarlo como vuestro estado natural”, escribe al principio de su texto.

Laclos imagina el cuerpo soñado de una «mujer natural» que poseería libertad, fuerza, salud, belleza y amor, mezclando el romanticismo de una utopía sensual y amorosa con un radicalismo inaudito. Aprende que sólo se podrá salir de la esclavitud mediante una gran revolución. “¿Es posible esta revolución?, se pregunta. Sólo tú puedes decirlo, ya que depende de tu coraje. ¿Es probable? No me pronuncio sobre esta cuestión”, concluye.

Más que una defensa del feminismo, Laclos habla del instinto de lo femenino. Tres años después de escribir su discurso, Laclos se casó con Marie-Soulange Duperré, con quien ya había tenido un hijo. Participó en los excesos de la Revolución Francesa, pero logró esquivar las represalias y se enroló en el ejército de Napoleón. Murió en Tarento, de malaria y disentería, en septiembre de 1803, enviando su última carta al nuevo César, asegurándole su devoción y admiración, y encomendándole el destino de su mujer e hijos. Lejos están los propósitos revolucionarios aunque cercanos en el tiempo. Fiel a la forma más que al fondo, Laclos escribirá cartas hasta el final de su vida sin que nadie le responda. El libertino no tiene quien le escriba.

 

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