Tumba de Rainer M. Rilke en el cementerio de Raron Suiza

Marcel Schwob publicó en 1896 una pequeña obra que le proporcionaría gran fama: Vidas imaginarias. Compuesta por veintidós relatos escritos con el estilo de un orfebre de la palabra, se reconstruye en ellos, sin hacer ascos a los recursos de la fantasía, la biografía de un número igual de personajes reales, algunos muy conocidos, como Crates o Lucrecio, otros no tanto.

Muertes imaginarias, el libro de Michel Schneider que presento aquí, describe los últimos momentos de treinta y seis escritores, desde Montaigne a Capote, siguiendo el mismo método que empleó Schwob. Todos ellos son figuras señeras de las letras o han alcanzado relevancia en la historia de la literatura por alguna contribución especial.

Lector furibundo, de esos que están convencidos de que la realidad solamente vale la pena cuando podemos leerla en los libros, quizá porque son ellos el único ámbito donde aparece llena de luz y sentido, Schneider puede ser considerado sin exageración un bibliólatra. Su relación con la literatura y los escritores es la de un devoto, aunque como lector experto y, por tanto, crítico, su veneración consiste en una entrega total a la reflexión y no en una adhesión ciega.

La obra, merecedora en 2003 del prestigioso Premio Medicis, parte de algunos supuestos que el lector que se acerque a ella debería conocer de antemano.

El primero es que la forma en que alguien muere no revela absolutamente nada acerca de la forma en que vivió. Kant, quizás el hombre más inteligente del que tenemos noticia, perdió la cabeza meses antes de morir. Sería absurdo extraer conclusiones de las anécdotas que protagonizó en esos momentos, tan absurdo como considerar la obra de Nietzsche el producto de la mente delirante de un loco porque ese fue su estado los últimos años de su vida.

 

MICHEL SCHNEIDER. FOTO DE RICHARD VIALERON/LE FIGARO.

 

El segundo supuesto, en absoluto gratuito, es que las últimas palabras del escritor suelen ser una invención de los allegados. Nadie, por genial que sea, interrumpe su agonía para colocar una frase profunda o ingeniosa en el almacén de la posteridad. A veces ocurre incluso que tales palabras se interpretan de un modo equivocado. Una vieja leyenda asegura que lo último que dijo Kant fue “es suficiente”. Los admiradores del filósofo de Könisberg han creído ver en esta sencilla frase una sabia enseñanza sobre la vida, pero hay motivos para pensar que cuando las pronunció lo que quería decir es que no deseaba beber más del vaso de agua que le habían acercado a la boca.

El tercer supuesto, sobre el que Schneider vuelve una y otra vez en diferentes capítulos, es que hasta los más grandes son incapaces de pensar la muerte si no es en vida, cosa que explica, por ejemplo, la costumbre de hacer disposiciones para después como si fueran inmortales. Uno ordena encontrar un lugar en el cementerio con buenas vistas, otro manda arrojar las cenizas en tal o cual sito … Ni que decir tiene, que los albaceas testamentarios suelen hacer caso omiso de tales ocurrencias. Ellos, al igual que los que anotan las últimas palabras del difunto, rara vez son de fiar. Tomar en serio la palabra de alguien que habla in articulo mortis les parece una locura, salvo que sea, claro, el confesor, un personaje que rara vez encontramos en el lecho de muerte de los grandes escritores.

Partiendo de estas premisas, aunque al mismo tiempo debatiéndolas y contrastándolas en los personajes que trata, Schneider desarrolla las treinta y seis biografías fúnebres del libro con un tono a medio camino entre lo ensayístico y el relato, y no porque la información que maneja no sea cierta, sino porque lo importante para él es recrear esos momentos postreros de la vida de los protagonistas. No es extraño, desde luego, que, tal y como él mismo confiesa, haya buscado orientación más en los últimos escritos de los autores de quienes se ocupa que en sus supuestas últimas palabras. A fin de cuentas, más que de la muerte concreta de sus personajes, el libro trata de la muerte como tal, la muerte con mayúsculas.

Schneider, el bibliólatra, tiene, sin embargo, una curiosa idea de la muerte. “Para mi morir -escribe- es dejar de leer más pronto de lo que pensábamos”. Aunque se trata, por supuesto, de una boutade, no le falta su pizca de razón. Quizá por eso lo mejor sea no pensar y seguir leyendo hasta que el cuerpo aguante. Con Muertes imaginarias a nadie le pesará hacerlo. La brillantez y amenidad del autor, su impresionante cultura, la relevancia de los personajes tratados, la gran cantidad de curiosidades y anécdotas que convierten el libro en un festín, la excelente traducción de Antonio Álvarez (traductor también para Alianza de Vidas imaginarias de Schwob) y la estupenda edición de EDA, pequeña editorial que vuelve a sorprendernos, son buenos motivos para no dejar de vivir, quiero decir, de leer…