Thomas Mann (1875-1955) es, dicho sea con perdón con la obviedad, el alemán más conocido –junto con Albert Einstein- de la primera mitad del siglo XX (conocido para bien, se entiende). Premio Nobel de Literatura en 1929, se había dado a conocer en 1901, con apenas veintiséis años, con “Los Buddenbrook”, la célebre historia de la familia de comerciantes de Lübeck que en tres generaciones sube y baja hasta cerrar el círculo completo: y es que la vida de las familias resulta ser tan redonda como el propio mundo o, a escala menor, un balón de fútbol. En 1912 habría de llegar “Muerte en Venecia” y en 1924 “La montaña mágica”. Sin olvidarnos, por seguir recordando lo que todo el mundo sabe, de “Carlota en Weimar” (1939). O de Doctor Faustus (1947).
Tampoco ignoramos que tuvo seis hijos, algo que ya entonces resultaba infrecuente, al menos en Alemania. Y más excepcional aún se antoja el hecho de que todos ellos se acabasen distinguiendo en lo intelectual. Por su orden: Erika, la de “El molinillo de la pimienta” (entre otras muchas cosas); Klaus, escritor y promotor de revistas culturales de primer orden; Golo, por supuesto, cuya “Historia de Alemania” (1960) tanto nos ha enseñado y sin cuyos “Recuerdos y pensamientos” (1986) no se entiende la cultura teutona de la postguerra; Monika, pianista en los inicios, la favorita de su padre; Elisabeth, la autora de grandísimas páginas sobre el mar; y, en fin, por supuesto, Michael –a no confundir con el director cinematográfico del mismo nombre, nacido en Chicago en 1943 y aún vivo y coleando-, de relevancia en la historia de la música. Todo un plantel. Con razón a su padre llamaban “El mago”.
No es de extrañar que, ante una familia toda ella tan intensa intelectualmente hablando, se hayan intentado los análisis de conjunto, al modo de lo que por ejemplo nos sucede a nosotros con los Baroja. En 2001, cuando aún vivía Elisabeth, la quinta de los seis hermanos, la televisión alemana emitió la serie “Los Mann: la novela de un siglo”. Y tampoco debe sorprender que, ya en el planeta de los libros, se haya publicado (en 2015) la biografía colectiva, que ahora se reseña y que hace unos meses se vertió en nuestro idioma. Libro no precisamente pequeño: 560 páginas más anexos e índices, hasta completar un total de 631. Un tocho, como suele decirse.
Harían mal los que se asustan del tamaño de los libros para no meterle el diente. Y es que si puede decirse que se trata de un librazo no es sólo por el grosor.
El empeño del autor no era sencillo. ¿Cómo sistematizar el material? ¿Por personas, al modo de lo que hizo Julio Caro Baroja –sus abuelos, sus tíos, su madre, su padre,…-, o por su orden cronológico? Cada cosa tiene, por supuesto, sus ventajas y sus inconvenientes: en la última de las opciones, estos últimos se derivan del hecho de que, a partir de que los hijos superan la adolescencia y ganan autonomía, en realidad hay siete vidas en marcha, que a veces se entreveran y solapan –con afinidades y también lo contrario- y en otras muchas ocasiones van divergiendo hasta no acabar teniendo nada en común. El autor, Tilman Lahme, conocido de antiguo en los medios intelectuales alemanes (fue durante años el responsable de la sección de cultura en el “Frankfurter Allgemeine Zeitung”: unas páginas por cierto indispensables para estar al día de lo que se cuece en aquellos pagos, tanto o más que un “Die Zeit”, para entendernos), ha optado por la segunda de las posibilidades. Y, pese a todo -y a la dificultad añadida de lo complejo y traumático de la historia del país en el siglo XX: la primera guerra mundial, Weimar y la ruina, el nazismo, la segunda de aquéllas, el régimen de ocupación, la división en dos, la problemática reunificación…, lo cual por supuesto afectó a cualquier hijo de vecino y más aún a gente tan significada-, le ha terminado saliendo muy bien.
El que se anime a ser lector del libro, al que obviamente se le debe presuponer una cierta familiaridad con el asunto, verá confirmadas lo que probablemente eran sus impresiones iniciales. Me explico.
De entrada, la coexistencia en Thomas Mann, al modo de un personaje de Verdi –La Traviata es más que un ejemplo entre otros-, de cosas tan opuestas como las sonrisas y las lágrimas: el éxito visto desde fuera –no sólo el Premio Nóbel, sino también los aplausos en Estados Unidos durante el largo exilio: sólo pisó de nuevo Alemania en 1949, para el Premio Goethe en Frankfurt y se demoró hasta 1952 para reinstalarse en Europa, aunque fuese en Suiza, donde habría de morir tres años más tarde, recién cumplidos los ochenta- y también lo contrario, la más profunda tortura interior. Era, sí, un hombre inestable en lo emocional y también intelectualmente, como se terminó de confirmar al leer sus escritos póstumos o en el libro de su hija Mónica, la cuarta, Recuerdos de ayer y de hoy, o en el de Erika, la primogénita, El último año. Sus tomas de posición sobre la vida pública y el alma de su país fueron un ir y venir: lo que se refleja en los diarios de 1914-1918 (“Consideraciones de un apolítico”) dejan apreciar un nacionalista o incluso un militarista que nada tiene que ver, unos años más tarde, en 1933, con la persona que abandonó Alemania y, al igual que Einstein, no sólo desarrolló un antinazismo visceral, sino que puso su propia identidad nacional en duda y además bajo unas presiones rayanas en la autoflagelación. Como se explica en la página 233 del libro, nuestro hombre lo mismo consideraba a Hitler un fenómeno típicamente alemán cuyas raíces se remontaban a Lutero que al día siguiente pasaba a decir que el “bolchevismo nazi” venía de fuera. A veces, tras haber salido por piernas el mismo 1933, se desesperaba, ya desde Estados Unidos, pensando que sus compatriotas no tenían solución y sin embargo de pronto le venía un rayo de esperanza y explicaba que “en el fondo todo lo que deseo es que el propio país, lleno de culpa, derribe a sangre y fuego este régimen” (página 259).
Pasaba de creer que él ya no formaba parte de los suyos a justo lo contrario, entender que era quien los encarnaba: “Allí donde esté yo, está Alemania”. Una reacción comprensible en quien, a finales de 1936, se había visto despojado de su nacionalidad (y de ahí la famosa carta al Decano de Filosofía de la Universidad de Bonn que el libro relata en página 179). Al cabo, esa esquizofrenia (amo a mi patria y aunque no quiera soy de ella, pero, cuando pienso en lo que allí sucede, en mí cohabitan el orgullo y la vergüenza), constituye la esencia de lo que Rosa Sala Rose ha llamado “el misterioso caso alemán”.
Algo parecido –el blanco y el negro coexistiendo, pero no de manera pacífica sino en pugna abierta- ocurría en su relación con los hijos o, dicho con más precisión, en la de los hijos con él (y con Katia, la madre de todos ellos, a la que luego se irá). Los seis –cada uno- reprodujeron y ampliaron el torbellino mental del padre. Fueron unos pésimos estudiantes: apenas si vivieron en la preciosa casa de Herzogpark, el mejor barrio de Munich, porque les enviaron a internados de castigo a ver si se hacían gente de provecho. Y además, hasta bien entrados en la madurez, incluso cuando ya habían triunfado en sus oficios, se mostraron unos pedigüeños –gran parte del libro se consume en explicar sus angustias económicas y las constantes peticiones de dinero-que además denostaban a su progenitor al tiempo que ante terceros se aprovechaban de su apellido. Bien puede decirse que tuvieron que esperar hasta 1955, cuando el Mago murió, para desarrollarse –y mucho- por sí mismos. Freud, si hubiese sobrevivido, habría podido encontrar en esa dinastía un verdadero filón para sus estudios sobre el complejo de Edipo.
Del libro sale especialmente bien parada, como suele suceder, Katia, la madre de los seis, de buena cuna (los Pringsheim, de fortuna saneada y con un casoplón en la Arcisstrasse de Munich, en plena Maxvorstadt) aunque, eso sí, ay, judíos. Katia, que murió en 1980, o sea, luego de unas dos décadas y media de viudedad, con noventa y siete años (siempre en Zurich: a Alemania no quiso volver), se merece el elogio que le dedica el autor en la página 389: “mujer fuerte, impávida y resuelta que timonea el gran barco familiar”. Aquel abigarrado grupo de egocéntricos y narcisistas, en el que, por debajo de lo que a veces se quedaba en apariencia y de espuma, muchos terminaron humanamente destrozados y vitalmente exhaustos -Klaus y Michael terminaron la existencia por su propia voluntad-, acabó dando a veces la impresión de componer una familia en el sentido auténtico y mediterráneo del término. Y eso se debió sólo a ella.
En el libro se combina, por supuesto, la historia privada de los Mann con el relato de los avatares de Alemania. Hasta 1933, por ejemplo, el asesinato en 1922 de Walter Rathenau –página 25-, la muerte en 1929 de Gustav Streseman, “ministro de Exteriores y garante de la reconciliación de Alemania con Francia y Europa” –página 90- o, en fin, la designación de Heinrich Bruning como Canciller en 1930 después de romperse “la gran coalición de los partidos burgueses”: página 98. Y, desde ese fatídico año 1933, los acontecimientos son de Europa y el mundo. Particular interés presenta todo lo relativo a la estancia del ya Premio Nóbel en Estados Unidos de la guerra y la postguerra –de hecho, en 1944 había obtenido la ciudadanía-, primero en Princeton y luego en California, donde por cierto compartió vecindad con otros dos alemanes tan significados como Theodor W. Adorno y Max Horkheimer. Más aún: en 1941, en la presidencia de Roosevelt, fue recibido y agasajado en la Casa Blanca con todos los honores, como se relata en la página 302.
El libro, con todo, no siempre –sobre todo, para los que no tienen la cultura germánica como cosa propia- resulta fácil de leer. Para los hábitos intelectuales españoles, el pensamiento alemán ofrece siempre un deje metafísico rayano en lo abiertamente plúmbeo (el gran Clarín lo decía con mucha gracia en su reseña de “Gloria”, de Pérez Galdós, escrito en 1879-1877: “En España, hoy todavía, y fuera ilusiones, todo filósofo nace krausista y por ende nebuloso y no muy limpio de conciencia”). De hecho, las novelas de Mann tienen partes –y partes largas- tan soporíferas como las óperas de Wagner, por poner una referencia llevada al extremo. Y esa dificultad de lectura del libro que ahora se está glosando resulta de entrada de la cantidad de datos (y de nombres propios: sólo la vida amorosa de cada uno de los seis hijos, así en lo hetero como en lo homo, ofrece material para una guía de teléfonos), hasta el grado de poder pensar que, en la eterna batalla entre pintar los árboles o hacerlo con el bosque, el autor se ha inclinado en exceso del primero de los dos extremos. Seguramente resultaba inevitable, habida cuenta de lo acelerado (y lo extenso) del período histórico estudiado y lo rico (y, justo por eso, nada sencillo) de las personalidades. Que son no siete sino, por lo que se ha indicado sobre Katia, ocho. Con razón Marcel Reich-Raniki -¡un respeto!- siempre tuvo en los Mann, y no sólo en el padre, su mayor debilidad.
¿Paralelismos de los Mann en la cultura española? Responder es fácil y también difícil. Para dinastías en las que resultan indisociables la genialidad y la demencia nosotros tenemos, por supuesto, a los Panero o, en otra medida, los Sánchez Mazas y Sánchez Ferlosio. Si se trata de fijarnos en un compatriota –y un escritor- que en Norteamérica fue recibido con los brazos abiertos y con palmas a diestra y siniestra, la referencia sería, cómo no, Vicente Blasco Ibáñez, nuestro trotamundos más celebrado.
Pero, si se quiere sacar en claro qué hay de bosque entre los frondosos árboles de los Mann –al cabo, en esa tarea de abstracción consiste siempre el trabajo del lector, si quiere ser también un artista-, quizá el parangón deba quedarse en Alemania y comenzar a buscarse en los propios libros de Thomas Mann. Si acaso en toda obra de ficción hay mucho de autobiografía, quizás en los Buddenbrook (de 1901, se insiste; o sea, antes incluso de que en 1904 conociese a Katia) haya que ver una suerte de vaticinio de autobiografía del grupo.
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