La historia de las drogas en España —y, por extensión, en gran parte del mundo occidental— no es una historia de criminalidad desde sus inicios, sino de una transformación cultural, política y mediática que cambió profundamente la percepción pública de estas sustancias. En Drogas, neutralidad y presión mediática (El Desvelo Ediciones, 2019), el historiador y sociólogo Juan Carlos Usó ofrece una visión documentada y crítica sobre cómo se construyó el «problema de las drogas» en España a lo largo del siglo XX, y cómo dicha construcción no fue una consecuencia inevitable del uso de las sustancias, sino el resultado de una serie de decisiones políticas y de presión mediática con intereses específicos.
Hasta bien entrado el siglo XX, el consumo de drogas en España era legal y relativamente común. Opiáceos como el láudano, la morfina o incluso la heroína eran expendidos en farmacias sin necesidad de receta. Estos productos eran empleados tanto en contextos médicos como para el alivio cotidiano del dolor físico. No eran productos marginales, sino parte de la cotidianidad, comercializados incluso por grandes laboratorios como Bayer, que recomendaba su jarabe de heroína para niños como remedio contra la tos y la gripe.
Usó demuestra cómo las drogas estaban integradas en la estructura farmacológica de la sociedad española. Existía una “libertad farmacológica” que se extendía a todos los estratos sociales: desde los obreros que adquirían láudano barato, hasta los aristócratas que consumían cocaína o morfina en contextos de ocio lujoso. En este entorno legal y socialmente aceptado, los profesionales sanitarios eran los encargados de regular el uso y distribución, sin una percepción pública generalizada del consumo como un problema social o de salud.
El estallido de la Primera Guerra Mundial y la neutralidad española supusieron un punto de inflexión en esta historia. Según Usó, Barcelona se convirtió en un enclave internacional de tráfico y consumo de drogas, debido a su ubicación estratégica y a la ausencia de controles estrictos. La ciudad atrajo a comerciantes, desertores, espías, prostitutas, empresarios y maleantes que encontraron en la urbe un refugio para el hedonismo y el disfrute del instante. La cultura del cabaret, los dancings, los hoteles lujosos y los bares de influencia americana se convirtieron en centros neurálgicos de una vida nocturna que incorporaba las drogas como parte del ocio urbano.
Fue precisamente en estos espacios de “vida alegre” donde el consumo empezó a adquirir un tono escandaloso, más por su asociación con la ruptura moral y el disfrute ilícito que por los efectos farmacológicos en sí mismos. La muerte de varios jóvenes aristócratas entre 1916 y 1917 (como el conde de Villanueva del Soto o el príncipe Pignatelli de Aragón) por sobredosis de morfina o cocaína dio pie a la intervención de los medios de comunicación. La prensa, en busca de titulares sensacionalistas, comenzó a construir una narrativa alarmista que colocaba el consumo de drogas en el centro de un discurso de decadencia moral.
La prensa crea el “problema de las drogas”
Uno de los aportes más valiosos del libro de Usó es su análisis detallado del rol de los medios de comunicación en la génesis del prohibicionismo. A través del estudio de cabeceras como Germinal o El Diluvio, el autor demuestra cómo la cobertura de casos puntuales de sobredosis fue amplificada para crear un clima de alarma social. En estos relatos, las drogas pasaron de ser un elemento farmacéutico habitual a convertirse en una amenaza existencial contra los valores tradicionales, la salud pública y la moral social.
Lo que Usó subraya con firmeza es que la criminalización del consumo de drogas no respondió, en sus inicios, a una preocupación real por la salud pública ni a una presión científica. Fue, sobre todo, una construcción ideológica mediada por intereses conservadores, tanto políticos como religiosos, y reforzada por sectores de la izquierda obrera, que asociaban el consumo de alcohol (y por extensión las drogas) con la alienación del proletariado. En esta convergencia de moralismos y paternalismos, se fue delineando un enemigo abstracto: “el drogadicto”, símbolo del desorden y la decadencia social.
La progresiva instalación del discurso prohibicionista condujo a una transformación institucional. En 1918 se promulgó la primera legislación que exigía receta médica para acceder a ciertos opiáceos. Y ya en 1932, durante la Segunda República, se prohibió completamente la heroína. Usó interpreta este proceso como una pérdida del control médico y farmacéutico sobre las sustancias, en favor de un modelo punitivo-policial. “Una cosa que en principio estaba controlada por médicos y distribuida por farmacéuticos, ahora está controlada por la policía y distribuida por criminales”, sentencia el autor.
Esta transformación no solo afectó la política de drogas, sino que configuró una estructura de pensamiento que aún persiste: la idea de que la única forma de lidiar con las drogas es a través de su erradicación absoluta, sin matices, sin diálogo, sin alternativas. El discurso oficial, anclado en el miedo y la criminalización, niega toda legitimidad al debate sobre la legalización o regulación de las drogas, incluso cuando sustancias legales como el alcohol y el tabaco generan mayor número de muertes anuales.
Las contradicciones del prohibicionismo
El enfoque de Usó también permite cuestionar las profundas contradicciones del sistema prohibicionista. Mientras los medicamentos opiáceos se recetaban libremente hace un siglo, hoy estas sustancias forman parte del mercado negro y están asociadas con el crimen organizado. Paradójicamente, la prohibición no ha logrado erradicar el consumo, sino que lo ha hecho más peligroso y descontrolado.
El autor muestra cómo el prohibicionismo ha fracasado en sus objetivos iniciales. Lo que se temía —el uso lúdico, la dependencia, el acceso desregulado— ha terminado cronificándose. Además, la narrativa del “enemigo público” ha servido como coartada para justificar políticas represivas, que no solo han marginado a los consumidores, sino que han alimentado la violencia asociada al narcotráfico.
Aunque el foco del libro está en España, Usó contextualiza el fenómeno en un marco internacional. Señala cómo entre 1914 y 1922, numerosos países, desde Francia a Egipto, adoptaron medidas prohibicionistas, casi siempre precedidas por campañas de prensa intensas. La historia global de las drogas —con ejemplos como las Guerras del Opio en China o la adicción en las casas reales europeas— demuestra que el prohibicionismo no surge del vacío, sino como respuesta interesada a contextos de poder y control económico.

Ficha policial de Mick Jagger tras su detención por posesión de drogas en Inglaterra, 1967
Usó se opone a una visión ingenua de la política antidroga. Para él, lo que se ha conseguido es sustituir una red legal, médica y transparente, por un sistema opaco, violento y estigmatizante. La historia que narra no es solo la de una serie de leyes, sino la de un cambio radical de paradigma: del alivio al castigo, del jarabe medicinal al delito penal.
Drogas, neutralidad y presión mediática es una obra imprescindible para entender la historia de la criminalización de las drogas en España y, más ampliamente, para cuestionar las lógicas que aún hoy sustentan el discurso oficial sobre estas sustancias. Juan Carlos Usó, con su formación de historiador y su experiencia como bibliotecario e investigador, ofrece una mirada lúcida y bien documentada que desactiva muchos de los lugares comunes sobre el consumo de drogas.
Lejos de caer en el revisionismo romántico, el autor plantea preguntas urgentes: ¿Quién tiene el poder de definir qué es legal y qué no? ¿Cómo se construye socialmente el peligro? ¿A quién beneficia realmente la guerra contra las drogas?
En tiempos en los que la política de drogas está siendo replanteada en múltiples países, la obra de Usó aporta un marco histórico riguroso y valiente, necesario para repensar un debate que, como él mismo señala, sigue secuestrado por el sensacionalismo y la falta de matices.

Juan Carlos Usó