Ulan Bator

 

Gran parte de la novela contemporánea, universalista en su concepción, se rige por un proceso de personalización autoreferencial en el que el yo campea en busca de una interpretación de la realidad que unifique lo subjetivo y lo objetivo bajo la palabra del autor. Mucho de eso hay en Joaquín Campos (Málaga, 1974), un escritor que vivió en Asia durante mas de una década (2007-2018) y que ahora lo hace en el continente africano.

“Ultimas esperanzas” es su tercera novela, aunque también ha escrito dos libros de poesía y otro de relatos.  Pero lejos de esconderse en un intimismo más o menos verosímil y escribir con la visión del testigo de cargo, Campos arremete con empuje contra los muros que se levantan en su camino con la voluntad de abrir sus personajes a una vida más verdadera.

El alter ego del autor, Amador Paneque, un escritor español expatriado llega, tras un periplo por Asia a la capital de Mongolia, Ulán Bator, tras un tránsito por China, Tailandia y Filipinas no particularmente feliz. Asia es un continente «donde no se ríen ni los niños» y en el cual, tras pasar una década, «todo te huele a estafa».  La capital de Mongolia aparece como el lugar más perdido del mundo, un sitio inhóspito. (Y lo debe ser con creces). Allí conoce en a Esther y John, un matrimonio norteamericano que lo toman bajo su protección, en particular Esther que se convierte en su mecenas. Amador está en las últimas, con varios matrimonios fracasados a sus espaldas, sin dinero, y con una afición desmesurada por el alcohol. Él mismo se reconoce en una situación terminal: «no tengo dinero, soy alcohólico y sin Cialis no puedo follar».

Su «última esperanza» es pasar a la historia de la literatura. Ya ha publicado algún libro en España, con pocos lectores, y Esther ha hecho traducir al inglés «Avenida», novela escrita por Amador y centrada en la figura de una mendiga prostituta. Ella será la tabla de salvación al ofrecerle cambiar Ulan Bator por un apartamento en Manhattan, además de una tarjeta de crédito para posibles emergencias y algunos contactos en el medio literario para posibilitar la publicación de la novela.

 

Joaquín Campos

 

Amador se instala en Nueva York e inicia sus gestiones. De una misantropía feroz, «el ser humano europeo es retrasado», tiene una consideración semejante por cualquier otro tipo de ser humano. El americano «como el europeo, pero algo más rico, es obeso e hipócrita». El latino «directamente no cuenta», el africano “ni lee ni escribe…e incluso es más injusto que el hombre occidental si le das poder». Los chinos «joden todo lo que tocan y piensan poco. Malos hasta el extremo. Sucios por doquier» y así consecutivamente, solo se salvan los musulmanes y por razones curiosas, «aunque la religión es un ladrillo en sus putas cabezas». La razón de su admiración es que “todavía son capaces de quitarse la vida por llevarse por delante las de unos cuantos».

En esta veta, Campos puede ser adscrito a la corriente del nihilismo celiniano aunque en ocasiones sus juicios dejan pequeño a Céline en su consideración del género humano. Aversión que extiende a instituciones como la ONU, “sede mundial de trúhanes», la idea del progreso, todo lo relacionado con lo políticamente correcto, el matrimonio, el deseo de tener hijos, el amor, «enfermedad mental del amor inventado, o sea las ganas de follar» y la humanidad entera «enfermos narcisistas. Gentuza, Tipos a extinguir».

El estilo de Campos recuerda al escritor norteamericano Charles Bukowski (el mismo Amador hace referencia a él), y no solo por sus aficiones etílicas. En otros capítulos vemos líneas de unión con al escritor ruso Eduard  Limónov, como en el episodio del travesti, el trabajo de paseador de perros y gigolo eventual. En su prosa hay un cierto espíritu picaresco que comparte con los dos anteriores. Con esas características personales no es de extrañar que la deriva de Paneque por Nueva York sea un tanto errática. En el texto hay mucho alcohol, el vino es omnipresente, vinos con nombre y apellidos y año de cosecha, y ansiolíticos. Salpicadas por defecaciones derivadas de esa dieta excesiva («tormenta del desierto, ciclogénesis dorada, conglomerado…), las actividades de Amador permiten a Joaquín Campos describir personajes, espacios y ambientes neoyorquinos, agentes literarias, vagabundos, putas, museos (MoMa…), exposiciones, locales, burdeles que ofrecen servicios sexuales poco convencionales (los gustos de Amador son un tanto irregulares) y ambientes diversos con interés y amenidad. Como poeta que también es el mismo Campos traslada al lector su gusto por sus poetas preferidos (Mayakovsky, Nazin Hikmet, Boris Vian, Gil de Viedma, José Luis Parra…) e infiltra algunos versos propios.

Joaquín Campos busca con su novela un espacio distinto al habitual y en donde la existencia se identifica con la fugacidad y la contradicción de las experiencias inmediatas. Un lugar reservado a cierto tipo de novelas escritas por hombres que ponen el acento en personajes que viven en los márgenes del mundo actual (y de la literatura femenina dominante) y que no se dejan etiquetar fácilmente mientras cuentan reacciones espontáneas en una serie de brutales secuencias narrativas. Un escritor no apto para todos los públicos, pero si para quienes ven el mundo actual con una mirada inconformista.

 

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