Alguna vez pensé, ya lo dije en alguna parte, que lo malo del estado de bienestar son los vecinos. Y lo sigo pensando –o padeciendo–, pero ahora hay una excepción. Cuento esto porque hace algunos años, y queriendo tanto solventar una lectura pendiente como disfrutar de un novelón que me distrajera del apretado vecindario de Lavapiés, inauguré el verano –temporada de ventanas abiertas– con la lectura de Justine. Esta novela de Lawrence Durrell, de la que había oído hablar con mucho entusiasmo y también todo lo contrario, era una prueba de fuego en la que felizmente me quemé. Justine es el primero de los cuatro volúmenes que integran El cuarteto de Alejandría, y aunque lo lógico hubiera sido continuar con ese cuarteto, decidí distribuir sus títulos a razón de uno por verano, como una suerte de regalo de fin de curso. El plan se sustentaba en cierto optimismo, el de abandonar la prisa y contar abiertamente con la inmortalidad, aunque modesta, de los siguientes tres veranos. Así fue: tras Justine llegó Balthazar, después Mountolive y finalmente Clea. Habían pasado cuatro años. En aquel momento la orfandad narrativa fue evidente, y en el nuevo verano subsané la falta de continuidad con lecturas deslavazadas, como es habitual durante el resto del curso: un poco de aquí, una recomendación de allá, algún clásico inaplazable.

Meses más tarde, en la insólita primavera de 2020 y a las puertas de una segunda ronda de falta de propósito estival, empecé a intercambiar algunos libros con mi vecino Jaime, compañero de tertulias literarias durante el confinamiento. Nuestros balcones estaban a solo seis metros de distancia y, aunque podíamos haber hecho el préstamo a través de algún mecanismo en el aire, decidimos bajar a los respectivos portales y jugar con cierta alevosía, como si de material peligroso, secreto o prohibido se tratase. En una de esas bolsas de papel que quedaban en cuarentena durante días a la entrada de mi casa estaba El cuaderno gris. Yo ya había leído algo de Josep Pla, no recuerdo bien el qué, y tenía muchas ganas de su Viajar en autobús, pero mi vecino me decía que este libro iba primero, que me sería algo así como fundamental. Sus más de seiscientas páginas despertaron mi miedo a un nuevo compromiso, pero leí algunas las primeras con la comodidad de las entradas de diario. Pla comienza un 8 de marzo de 1918 relatando que, «como hay tanta gripe, han tenido que clausurar la universidad. Desde entonces, mi hermano y yo vivimos en casa, en Palafrugell, con la familia. Somos dos estudiantes parados». Así que empezaba su diario el mismo día de su vigésimo primer cumpleaños y en el momento en el que se suspendían actividades por una epidemia, la de la gripe. Sería casualidad –o el buen hacer de Jaime al recomendar y prestar lecturas–, pero eso, lo segundo, me sonaba. De todos modos, no es cierto que Pla y su hermano no vivieran en casa durante sus estudios, ya que como comenta unos meses más tarde: «No he conocido las postrimetrías de la época clásica de los estudiantes ni sus sórdidas casas de pensión, porque la familia, para evitar la corrupción de los tiempos y que los escollos de la juventud nos hiciesen naufragar, se trasladó a un piso de Barcelona donde hemos vivido prácticamente como hijos de familia, discretos y relativamente ordenados».

La narración del año 1918 es amable, a pesar de todo, y está escrita desde el «mas» del bajo Ampurdán: una vida relajada, contemplativa y sin preocupaciones, quizá por las facilidades de la edad y la posición. Pla se despierta tarde, sale a pasear con sus amigos, toma café, lee, espera. Se hace presente su destreza para interpretar las nubes o el viento –casi siempre elgarbí– que acompaña esa tierra casi toda mar. Y también aparecen las primeras manifestaciones de una sensualidad que le atormentará, en parte, por la timidez que le era característica.

Entretanto, y con el calor ya instalado en los días, otras lecturas se iban imponiendo en mi lista, pero volvía poco a poco a los días de Pla, a su tan presente 1919. A principios de ese año reabren las universidades y él vuelve a Barcelona, pero las condiciones no son las de antes. Su familia se ve obligada en ese último curso de estudios a abandonar la casa de alquiler y la ciudad por razones económicas, y tanto Josep Pla como su hermano se mudan a una pensión en la calle Pelayo número 12. Un sitio lúgubre, pobre, escenario de una vida desordenada que, en cualquier caso, apenas llega a rozarle. Frecuenta en Barcelona el Café Gravina y el Cal Palau, acude a tertulias, estrecha lazos con los amigos del Ateneo y vive situaciones estrambóticas entre pequeñas multitudes que contrastan con su pueblo –su país–.

 

Pla de joven

 

Dos cosas destacan en Pla desde aquel momento: aquella timidez ya referida y la búsqueda del adjetivo adecuado. Él tiene de sí mismo –y expresa continuamente– una pobre imagen, sobre todo por la opaca idea de su futuro, por su falta de independencia económica, por sus reducidísimas destrezas. La familia, hasta entonces acomodada, no había inoculado en él el veneno de la preocupación por el dinero, que nace finalmente de la experiencia de la nueva vida en Barcelona. De ahí también una sutil trama que recorre el libro: «Los cincuenta duros de que dispongo me llegarán, a duras penas, hasta fin de mes. Después, ya veremos». Por otra parte, Pla quería escribir, y ya se percibe en esos años la vocación, también el miedo a no cumplirla, a no valer para ello por carecer de imaginación. Sin embargo, nada de esto llega a desanimarle y así continúa escribiendo, lo contrario sería una deserción que ni siquiera se plantea. El deseo inicial de Pla era estudiar Química o Medicina. Después de renunciar a la primera, llegó a la Facultad de Derecho «por exclusión –después de mi fracaso absoluto ante la ampliación de Ciencias, no en tanto que ampliación de Ciencias sino en tanto que fenómeno de cantidad humana. Llegué sin sentir ningún interés específico ni por el Derecho ni por las Leyes –sin que esto quisiera decir que tuviese una indiferencia total, porque la indiferencia delante de la vida no la he sentido nunca». Esto último se percibe en cada página de esta temprana escritura en el cuaderno.

Y así seguía yo, ya acompañada del volumen en los paseos, con ganas de leer una nueva entrada del diario en cada tiempo libre (y en el ocupado). Casi recién llegada a la literatura de Pla, encontré que su prosa es de llanura, pero hay, en esa sencillez que quiere que parezca inevitable, decenas de hitos, de apreciaciones sutilísimas contadas con tino. El cuaderno gris no es solo ese libro base que anunciaba mi excepcional vecino Jaime, sino un inicio de vida literaria que logró dialogar con casi todas las lecturas que se cruzó durante mi verano, las de los libros más recientes de Rafael Reig, David Leo García, Mark Strand, Mariano Peyrou, María Sotomayor, Teresa Soto, Dean MacCannell, Pedro Mairal, Javier Sánchez Menéndez o Manuela Partearroyo. En torno a ellas, Pla fue un adhesivo inesperado, discreto y constante, una lectura leal. Y así, entre unas y otras páginas, he asistido yo a su verano completo en la época de la epidemia de la gripe, en un paralelismo tan marcado: su relativa falta de interés por algo que no podía solucionar, sus excursiones a la playa, sus propias lecturas.

¿Y qué pensaba él de ese cuaderno gris en el que iba anotando la vida? Pocas veces habla de sus páginas, a las que en esas contadas ocasiones llama «papelotes»: «Cuantitativamente hablando, este cuaderno va teniendo unas proporciones inusitadas. Cuando de aquí a treinta o cuarenta años estos papeles se publiquen –si es que algún día se publican–, ¿qué reacciones producirán en el espíritu del lector, si es que tienen algún lector descabalado? Yo solo me atrevería a pedir una cosa a este lector hipotético: le pediría que los leyese con calma, lentamente. Los libros que han sido escritos sin motivo, por capricho, que no responden a ninguna necesidad íntima, los libros gratuitos, pueden ser leídos (…) página sí, página no. Pero el caso es que este cuaderno, empezado frívolamente, se ha convertido para mí ineludiblemente en una necesidad íntima».

El cuaderno gris termina donde empieza de veras la vida de Josep Pla, con los apresurados preparativos de un viaje a París como corresponsal de un periódico. Y así terminó también esta intimidad compartida en la lectura, la del verano que pasé leyendo a Pla, que quizá sea solo el primero.

 

 

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