15

DIBUJAR EL ESPACIO DEL TALLER

 

Claude Monet debe ser considerado uno de los principales iniciadores del proceso que ha conducido a la fragmentación del espacio pictórico moderno, proceso y aspecto que constituye uno de los signos más relevantes de la cultura pictórica contemporánea. La fragmentación de la superficie pintada iniciada por el impresionismo se basa en el empleo de pinceladas sueltas y de trazos rápidos. El uso continuo de pinceladas y trazos libres tenía por finalidad conseguir y resaltar la percepción del conjunto y no la particularización de detalles concretos. La idea -como apunta Rewald- de que el estudio del agua desempeñó un papel importante en el desarrollo del estilo de Monet y de sus amigos, podría explicar en parte esa fragmentación del espacio. Según este autor, el estudio del agua proporciona un pretexto para la representación de masas informes, animadas solo por la riqueza de matices, de grandes superficies cuyo espacio favorecería el empleo de brochazos violentos. Los impresionistas -señala Anton Ehrenzweig- hicieron pedazos todas las superficies y líneas coherentes (de la composición) e insistieron en la significación de la pincelada suelta. En el sentido que esta cobra al ser utilizada de manera libre y sin ningún tipo de prejuicio visual. Los impresionistas -continua Ehrenzweig- acometieron con entusiasmo la libre fragmentación del plano pictórico dominante diseminando pinceladas sueltas por todo el lienzo. El enmadejamiento de pinceladas brillantes produce una sensación visual atmosférica, vibrante y húmeda como la luz, consecuencia del tejido luminoso que disponían sobre la superficie del cuadro. Superponían los colores directamente sobre el lienzo, preocupándose por conseguir una agradable impresión. Las pinceladas de los impresionistas vibran libremente por la superficie y crean, fundiéndose y confundiéndose entre sí, una envolvente sensación. Es esta una de las características más llamativas que posee el espacio pictórico impresionista.

Cubrir la tela de un tejido de pinceladas vibrantes que tradujesen lo más fielmente posible las sensaciones originales y, por tanto, subjetivas que el artista recibía de los objetos mientras pintaba bajo unas determinadas condiciones luminosas y atmosféricas, requería, no cabe duda, ahondar en la significación aislada de cada pincelada, pero también en la función constructiva del color y de sus relaciones complementarias. En su determinación como factor luminoso. Esto condujo a los impresionistas a desechar el tono local de los objetos y a descubrir -como apunta Rewald- que cada objeto presenta a la mirada una coloración derivada de la suya propia, de lo que le rodea (de la influencia del color ambiental) y de las condiciones atmosféricas (de la influencia de la luz sobre el color). La incidencia de todas estas variaciones sobre la constitución del espacio pictórico fue decisiva, tanto como el adaptar la técnica de cada pincelada al instante y a la impresión del momento en que se pintaba la obra. En lo que los artistas impresionistas estaban interesados era en la transferencia de las sensaciones tal como las percibían, y no en la estructuración de esas impresiones en un orden compositivo determinado previamente. La “naturaleza” o el “motivo” -comenta E.H. Gombrich- cambian a cada minuto, al pasar una nube ante el sol o al provocar reflejos sobre el agua el paso del viento. El pintor que confía en captar el taller circundante que le ofrece la naturaleza no tiene tiempo para mezclar y unir los colores aplicándolos en capas sobre una preparación oscura, como habían hecho los viejos maestros; debe depositarlos en rápidas pinceladas preocupándose menos de los detalles que del efecto general del conjunto. El abocetamiento de las figuras y de los objetos contribuye a dar la sensación de un espacio fluido y lleno de vida. Una estructuración rígida del espacio hubiese sido incompatible con esta forma tan libre de pintar. Podemos intuir que en el proceso de transformación de las impresiones, el espacio pictórico se le aparecía al pintor a medida que realizaba su sensación sobre la tela. Más que de un espacio pintado y determinado por una estructura plástica conocida, se trataba de dibujar el espacio: sugerirlo por medio del color y de una pincelada suelta, ahondar en ese taller al aire libre.

 

Claude Monet pintando en su estudio

 

ESPACIO ENVOLVENTE

La transición de una técnica veloz, cuyo objetivo era traducir lo más fielmente posible la impresión recibida por el artista, a otra capaz de registrar los contenidos durativos de esa misma impresión y visualizar sus efectos en nuestra conciencia, modificó la orientación (y el sentido) del espacio pictórico. De ahora en adelante, los impresionistas y, fundamentalmente Monet, se preocuparían por desarrollar la idea de que el espacio pictórico es un elemento más de nuestras impresiones visuales, y que su imagen ocupa nuestra conciencia, pudiendo llegar a modificar el ambiente en el que nos encontramos. De esbozar, o sugerir, el espacio, los impresionistas pasaron a producirlo y a determinar y prever sus efectos.

En 1891, Monet expuso una serie de quince cuadros que representaban almiares en distintas horas del día. Explicó -escribe Rewald- que primero había creído que dos telas, una hecha con cielo gris, otra con sol, hubieran sido suficientes para plasmar el tema bajo diversos aspectos de luz. Pero descubrió, mientras pintaba, que esos efectos variaban sin cesar y decidió retener toda una suite en una serie de telas sobre las que trabajaba sucesivamente, al estar cada una dedicada a un efecto particular. De este modo, pretendía obtener -señala el mismo autor- lo que llamaba la instantaneidad, insistiendo acerca de la necesidad de interrumpir el trabajo de una tela cuando el efecto cambiara, al fin de proseguirlo sobre otra tela, de modo que obtuviera la impresión exacta de cierto aspecto de la naturaleza y no una imagen compuesta.

Por medio de esa imagen sucesiva, o durativa, Monet nos indica, al igual que ocurre con la serie de la catedral de Rouen y la de los Nenúfares, que el espacio pictórico forma parte activa de nuestra conciencia psíquica y que su materialidad -nueva dimensión descubierta- produce en ella una corriente ininterrumpida de sensaciones y asociaciones que acaba por envolvernos.

En Giverny, donde se afincó en los últimos años de su vida, nos cuenta Payne, Monet desvió el curso de un riachuelo con el objeto de que sus aguas alcanzaran el jardín de la casa, y de tal modo llevó a cabo la tarea, que tras la inundación de un sector convirtió el jardín en un estanque con nenúfares. En el contorno del estanque plantó sauces, y nada le agradaba más -prosigue el autor- que meditar junto a las tranquilas aguas. Esta meditación cobraba forma en gran número de pinturas sin tema preciso, en las que los nenúfares se confunden con el agua, los sauces inclinados reflejan su imagen en el agua, y las pequeñas motas doradas son como libélulas que se posan en los abiertos pétalos de las flores acuáticas -o tal vez sean gotas de sol. Su amigo, G. Clemenceau encargó al pintor numerosas composiciones de gran tamaño sobre el tema de los nenúfares para colgar en las paredes del Louvre. El visitante que acude al Museo de L´Orangerie -termina Payne- puede admirar estas pinturas expuestas en una sala circular, ocupando todo el espacio de la pared; mire donde se mire se ve el mismo estanque que refulge con vivos destellos de azul y verde y amarillo, un resplandor impregnado de sol. La mirada flota.

 

 

Ninguna otra serie de pinturas expresa mejor que esta de las Nymphéas, paisajes de agua, la cualidad envolvente del espacio y del taller. El espectador se siente literalmente envuelto, inmerso, fluyendo en la corriente de la pintura que circunda y llena estas dos salas ovales de la L´Orangerie. La ampliación de la escala, por un lado, y el reducido campo de observación, por otro, en el que el pintor nos sitúa mediante un punto de vista de abajo hacia arriba, produce en nosotros la sensación de lo lejano y lo próximo, los extremos, se tocan, hasta confundirse en una misma cosa, misteriosamente. Se ha visto en este procedimiento una imagen ascensional, metafórica, de la pintura, pero esta visión ya estaba presente en otras series anteriores a esta, como, por ejemplo, la de la catedral de Rouen, pintada desde una casa cuya ventana daba, de cerca, a la fachada. Si en las catedrales, el espacio circundante casi desaparece, con las Nymphéas desaparece del todo. El motivo es el verdadero espacio de esta serie, el centro de contemplación y de ensoñación del pintor, su taller, donde sabemos que se refugió durante los últimos años de su vida, desde 1899 hasta su muerte en 1926. Al contemplar estos paisajes ocupamos idéntico lugar que el artista y sentimos, como él tuvo que sentirlo, que de su ámbito se desprende un sentimiento ilimitado. Aquí, el espacio respira y es fluido como los cambios luminosos que el artista persigue, pero la movilidad no está expresada como un hecho fugitivo e instantáneo, sino como un proceso de duración, aunque fluido como la luz y el agua que ante nuestra mirada y con ella vuela luminosamente.

Frente a estos paisajes acuáticos, que no ocultan su procedencia naturalista ni el sentido de la profundidad, la mirada alza su vuelo y se desprende de nosotros para, en vuelo luminoso, alcanzar su propio ámbito. Frente a las Nymphéas, la mirada flota, y el espacio flota con ellas, no tiene centro fijo, la corriente de pintura espacia su cauce, invade, sale de su seno, adhiere. El espacio respira, se desliza, vuelve a deslizarse y ocupa cada uno de esos alveolos, invadido por el silencio, la luz, el color, las irisaciones, como, si bajo la húmeda presión de una restallante y abierta luminosidad, los contornos fuesen, por un instante, a desaparecer, en una fuga raudal de cabo a fin, semejante a nuestra experiencia de la palabra en la lectura de Espacio, el poema de Juan Ramón Jiménez, que comienza:

“Siempre he creído que un poema no es largo ni corto, que el escribir de un poeta, como su vivir, es un poema. Todo es cuestión de abrir o cerrar”.

De forma general, podemos afirmar que en el espacio impresionista no hay zonas de mayor o menor importancia, diferenciadas por un distinto tratamiento pictórico. Al no ser proyección del espacio real, el espacio pictórico es consecuencia, primero, de la autonomía que cobra cada pincelada en el conjunto de la obra y, segundo, de la fusión de los contornos en el ambiente luminoso total. La técnica pictórica, la ejecución y los elementos cromáticos como factores estos últimos de la construcción del cuadro, son los verdaderos componentes de este espacio, junto con la dimensión temporal desarrollada (y explicitada) por la acción pictórica. El espacio pictórico impresionista remite también al tiempo, a un tiempo concreto.

Los impresionistas, y especialmente Renoir que estaba interesado por las reglas del oficio y por la técnica, consideraron a esta como el verdadero agente productor del espacio pictórico. La justificación del cuadro como objeto autónomo y válido en sí mismo dependía para ellos, en gran parte, de la técnica (de su uso) y de los resultados (los hallazgos) obtenidos gracias a ella. La ejecución fue valorada y estimada como flujo de materia cromática y considerada como soporte capaz de organizar en el cuadro el espacio perceptivo de la realidad y de las impresiones recibidas. Con los impresionistas surgió la idea de que el espacio pictórico engendra los objetos y las figuras, y que los intervalos entre ellos deben ser considerados y tratados con el mismo rigor que aquellos. Si la capacidad autónoma de la pincelada juega en todo ello un papel decisivo, así como en la formación del espacio pictórico (y de sus leyes), la tensión entre la materia pictórica (el color) y sus efectos (consecuencias visuales) nos parece la característica más explícita para definir las cualidades de este espacio. Sobre todo, su movilidad.

 

 

El espacio impresionista está recorrido de principio a fin por esta tensión. Que se decantará en beneficio de los aspectos visuales y de la mínima materialidad (pura visualidad).

La dimensión temporal, fácil de observar en las obras de los pintores impresionistas, es un signo característico de su espacialidad. En su primera etapa, hasta aproximadamente 1883, fecha que coincide con la dispersión del grupo, los impresionistas hicieron coincidir el tiempo real, representado por las variaciones atmosféricas y luminosas, con la ejecución de la obra, con la acción concreta de pintar. Sus impresiones externas sufrían una traducción plástica instantánea, acorde con la nueva terminología pictórica, apta, por otra parte, para captar de forma inmediata toda suerte de reflejos, matices, irisaciones y cambios atmosféricos. Bajo tales condiciones, el espacio pictórico asume la forma de una abierta visualidad, moviente, cuyo contenido se fundamentaba en (y por) la existencia de signos cromáticos vibrantes y dinámicos. Posteriormente, con el tiempo, esta técnica se fue haciendo más pausada. Se preocuparon entonces por una mayor exaltación de la materia y del color, más acorde con una visión durativa y permanente de los fenómenos físicos y se interesaron por el desarrollo pictórico de los contenidos evocativos de su sensación y por la prolongación plástica, por así decir, de los efectos superficiales y cambiantes de las impresiones recibidas. De esta forma, los contenidos visuales de las obras ganaban en complejidad y en imagen.

Aunque los impresionistas, como señala Argan, no parten de una concepción preestablecida del espacio, la idea de que para ellos el espacio pictórico remite siempre a un tiempo, nos aclara su sentido último. Tanto en uno como en otro registro -el de la impresión o el de la sensación- el espacio expresa un contenido naturalista, acorde con una visión realista de lo externo. Que el espacio pictórico remita a un tiempo supone, además, la introducción de un nuevo dispositivo en la acción pictórica, como es la continuidad establecida entre ambos espacios -el de la realidad externa y el de la obra concreta-; continuidad representada por el ritmo all over de su técnica pictórica.

La sensación envolvente que caracteriza al espacio pictórico impresionista, debida en parte a la continuidad espacial representada por la técnica all over y sus efectos consecuentes, como el de otras tendencias artísticas posteriores al impresionismo, pero que tienen su filiación en él, confiere coherencia y unidad a la fragmentación pictórica de la que hablábamos al principio con relación a Monet; fragmentación causada sobre todo por los experimentos que los impresionistas realizaron en el campo del color. La fragmentación del espacio pictórico iniciado por Monet y por los otros impresionistas, complementada por Cézanne en el ámbito de las formas, debe ser entendida ante todo como un esfuerzo creativo, un nuevo impulso, encaminado a potenciar una nueva imagen del espacio pictórico, considerado a partir de entonces con mayor autonomía y especificidad y como el contenido mínimo y esencial del arte. Esa fragmentación sobre el color, les hizo descubrir a los impresionistas el valor espacial y autónomo de este en el seno de la obra. Si en los inicios de este movimiento, esa forma de usar (y pintar) el color pareció al público un factor desintegrador del espacio, más tarde se vería (sobre todo a partir del cubismo) que su integración en el conjunto de la obra era coherente y profundamente realista. Solo un espíritu sincrético hacia los colores -señala Anton Ehrenzweig- puede dar un resultado equivalente a sus percepciones concretas y solo una visión sincrética total, basada en la captación inconsciente de una compleja red de relaciones entre los colores produce la deseada equivalencia (el equilibrio, añadiríamos nosotros, entre la realidad exterior percibida y la realidad visual elaborada en la obra). La fragmentación llevada a cabo por los impresionistas en este elemento plástico estuvo, pues, perfectamente integrada en el seno de la obra. De ese seno -indica el mismo autor- brota un potente pulso que se acompasa y bulle a través de la pintura y absorbe, invade y abraza al espectador introduciéndole en ella. En su espacio. De esta forma el arte moderno ha ido construyendo un espacio dentro del espacio que hay frente al cuadro, procurando, por así decir, -como indica Anton Ehrenzweig- ocupar la habitación en que la pintura está expuesta. La persistencia y la constancia de esta cualidad del espacio pictórico moderno -su contenido envolvente- desmiente -o, por lo menos, complementa- la teórica afirmación de esa otra línea de interpretación que ve el cuadro -su espacio- como una superficie plana recubierta de colores según un orden determinado y que basa la modernidad de una obra en la potenciación de sus efectos bidimensionales. Para nosotros, el contenido envolvente del espacio pictórico moderno es prolongación, continuidad, del sentido de profundidad del espacio tradicional. La tendencia abierta por M. Denis con su célebre definición de lo que es un cuadro -(“hay que tener presente que un cuadro -antes que un caballo de batalla, una mujer desnuda o cualquier otra anécdota- es una superficie plana recubierta de colores organizados según un orden determinado”)- representa una concepción intelectualista del arte y una pérdida de afectividad hacia los contenidos visuales de la realidad externa.

Las Nymphéas de Monet responden con toda nitidez a esta otra proposición de Ehrenzweig: el espacio pictórico avanza e involucra al contemplador, sumiéndole en una unidad multidimensional en la que lo interno y lo externo se anulan y confunden.