Marc Fumaroli (1932-2020). Fotografía de Hannah Assouline
- Si es verdad que todo triunfo requiere un esfuerzo sostenido (“No se ganó Zamora en una hora”), también resulta cierto que los desastres no llegan de la noche a la mañana, sino que suelen ser el punto final de una trayectoria descendente: las bofetadas se ven venir, en suma. De nuevo tenemos un latiguillo: “Las cosas se caen del lado del que están inclinadas”. Como esa muerte anunciada que constituyó el objeto de la famosa crónica de Gabriel García Márquez. “Estaba cantado”, puede también decirse.
- La historia de España está llena de desastres. Los así denominados, 1898 y Annual en 1921- son sólo dos de ellos. La posterior guerra civil -fruto de que el golpe militar de 18 de julio de 1936 ni fracasó ni triunfó: quedó en una tierra de nadie que duró tres años sanguinarios y eso es lo que hace que siga arrastrando sus secuelas aún hoy, ochenta años largos más tarde- también cuenta con méritos sobrados para figurar en la más infame de las listas negras. Pero, puestos a buscar la mayor calamidad de todas, tal vez el Tratado de Westfalia de 1648 (y luego la Paz de los Pirineos de 1659) se debiera llevar la palma. No sólo es que se puso término a nuestra presencia -desde hacía varios años, meramente nominal- en los Países Bajos, sino que Europa, lo que entonces equivalía a decir el mundo, pasó a quedar dividido en dos -el Norte y el Sur, para entendernos- y a España, agotada además por los conflictos de Portugal y Cataluña de 1640, se la condenó al lado malo. Y hoy, en 2020, no hemos salido de él, como lo demuestran los debates del Consejo Europeo sobre la recuperación económica y la opinión cada vez más extendida de que el sistema de autonomías territoriales de 1978, que aquí tuvo su momento de gloria -por fin se entendió conseguido el famoso encaje-, ha dado lugar a algo que, operativamente hablando, se parece mucho a lo que ahora -no en el siglo XVII- se llama un Estado fallido. Al menos, en lo que es la gestión de la salud pública. La COVID-19 ha representado un stress-test para todo el mundo, pero nosotros hemos obtenido la peor de las notas posibles. Casi como un informe PISA sobre la educación, sólo que referido a la calidad institucional.
Pero 1648 no llegó de un día para otro y los mejores no sólo lo auguraron sino que se atrevieron a decirlo. El soneto de Quevedo que empieza con aquello de “Miré los muros de la patria mía/si un tiempo firmes, ya desmoronados” es de 1613, nada menos. Y fue en 1647 -o sea, cuatro años después de la caída del Conde Duque y cuando ya todo iba cuesta abajo- cuando el jesuita Baltasar Gracián publicó ese libro formalmente tan raro y tan moderno -los famosos 300 aforismos, ordenados sin concierto- que se llamó Oráculo manual y arte de prudencia. Una especie, explicado de nuevo con palabras actuales, de manual de autoayuda o de recopilación de consejos prácticos para la vida: cómo prosperar o, si se prefiere, como trepar sin ser descubierto. Una (agudísima, eso sí) guía de arribistas, si se quiere explicar en términos poco elogiosos para ese espécimen humano.
Como es notorio -estamos en pleno barroco-, lo primero que hace Gracián es recordar que lo que vale es la apariencia, no el contenido. Explicado con palabras actuales, lo importante es el celofán, no el producto:
“99. Realidad y apariencia.
Las cosas no passan por lo que son, sino por lo parecen. Son raros los que miran por dentro y muchos los que se pagan de lo aparente (…)”.
Y, siendo así las cosas, para triunfar el primer consejo es, si no mentir abiertamente, sí al menos cuidarse de no decir la verdad. Disimular, en suma:
“98. Cifrar la voluntad.
(…)
El más platico saber consiste en dissimular; lleva riesgo de perder el que juega a juego descubierto (…)”.
Y desde luego las cartas irlas poniendo sobre la mesa sólo poco a poco y cuando no haya más remedio:
“95. Saber entretener la expectación.
Irla cerrando siempre (…) No se ha de echar todo el resto al primer lance: gran treta es saberse templar, en las fuerças, en el saber y ir adelantando el desempeño”.
Pero, aparte de decir que todo es mera apariencia y que hay que saber disimular -lo que hoy calificaríamos como la mejor receta para hacer amigos-, Gracián no se olvida de otra de las palabras fetiches del barroco, el desengaño -lo que sucede cuando, tarde o temprano, acaba uno por caerse del guindo y ver la dura realidad-, que aparece literalmente en el aforismo 100, llamado así: Varón desengañado.
Tampoco hará falta recordar que nuestro autor alcanzó exitazo enseguida: se convirtió en un auténtico influencer, o sea, un prescriptor de modas. Y no sólo en España ni limitado a esa época. Sabido es que Schopenhauer tradujo personalmente la obra al alemán y siempre se manifestó entusiasta del jesuita aragonés. Y de ahí sale la veta de Nietzsche, al menos en lo que fue su primera época.
Por supuesto que la fortuna de nuestro pensador no debe confundirnos: en 1647 se estaba mascando la tragedia que se consolidaría apenas un año más tarde. Incluso cabe pensar que entre lo uno y lo otro existe una correlación: son precisamente los desastres los que espolean lo mejor de la literatura y el intelecto de los españoles. Lo de 1898, justo 250 años más tarde, habría sido una segunda constatación.
Tampoco hace falta recordar que el lenguaje de Gracián no constituye un dechado de claridad: estamos ante un conceptista, que se explica casi con monosílabos. De ahí que su obra haya dado lugar a todo tipo de interpretaciones, incluida la que consiste en pensar -hay gente pá tó– que en el fondo nuestro hombre estaba denunciando una realidad que no le gustaba y que su sueño consistía en una vida regida por lo cristalino: una suerte de precursor de los ideales que sólo han acabado plasmándose en la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno. Conforme a esas tesis, sería en Aragón y no en la cultura escandinava donde hay que buscar las bases ideológicas de ese tipo de planteamientos normativos. Casi nada.

Retrato de Baltasar Gracián
- Pero quizá nos faltaba un conocimiento preciso (a mí, por lo menos) del trato que Gracián mereció en Francia y en su propia época, la segunda mitad del siglo XVII. O sea, el reinado de Luis XIV (1654-1715), tan dilatado y tan exitoso.
Para explicarlo -en suma, un ensayo de esa rama del conocimiento que se llama la historia de las ideas-, nadie mejor que Marc Fumaroli. Acaba de morir el pasado 20 de junio y era (junto con nuestro Jon Juaristi) el último sabio de Occidente, como bien ha dicho, sin exagerar nada, José Varela Ortega.
Fumaroli, en el libro que constituye el objeto de esta reseña, explica las cosas en su contexto -su sazón, para seguir empleando palabras del barroco-, comenzando por recordar lo que en Francia había sido la centuria anterior, el siglo XVI, la época de Montaigne, de Etienne de la Boetie y de Charron, que él califica como escenario de poco menos que una guerra civil crónica en la que lo religioso -matanza de San Barlotomé de 1572, edicto de Nantes de 1598…- fue apenas un pretexto. No hace falta decir que Fumaroli empieza poniendo al lector en ese escenario y dedica especial atención a los teorizadores -no sólo franceses- de la razón de Estado, seguidores de la brecha abierta por Maquiavelo en la línea de dar autonomía a la política frente a la religión. Y por supuesto colocando a los Seis libros de Bodino (1576) en el lugar que les corresponde: mera suerte de coronación o síntesis, sin duda relevante, de un proceso muy anterior.
Pero no sólo es que estuvieran en dura lucha la fe (lo antiguo) y la razón (lo nuevo), sino que además la fe no era ya una, porque la Iglesia Católica había dejado de ser obedecida en muchos sitios de Europa, incluyendo la propia Francia. Es que, en tercer lugar, incluso dentro del bando tridentino o contrarreformista, en el siglo siguiente, el XVII, los jesuitas -que nunca dejaron de ser importantes, aun a finales de la centuria: el confesor de Luis XIV era nada menos que François d’Aix de La Chaise, el pére Lachaise del famoso cementerio- se toparon con una piedra en su zapato: los seguidores de Jansenio (1585-1638), con su posición más rígida -más literalmente agustiniana- en el célebre debate sobre la gracia.
Fumaroli explica con detalle que la obra de Gracián se publicó en francés (con el nombre de L’homme de cour, o sea, el cortesano) en 1684. El traductor fue un militante del antijesuitismo llamado Abraham Nicolas Amelot de La Houssaie, al que en el libro se dedican monográficamente dos Capítulos (páginas 117 a 138). Todo un descubrimiento para el lector español. Resulta que el buen hombre (1634-1706) fue Secretario de la Embajada francesa en la República de Venecia, sobre cuya decadencia disertó en un libro monográfico y al que la vida le sonrió: 22 ediciones en tres años.
Recomendar algo de Fumaroli es no arriesgar nada. Y si es sobre el pensamiento francés del siglo XVII, más aún. Se encuentra uno con análisis profundísimos de la obra de quienes nos podemos imaginar: en Corneille (1606-1584), un Fénelon (1651-1715), un Bossuet (1627-1704) y demás sospechosos habituales. El galicanismo, ese lugar del mundo del pensamiento que conjuga no romper del todo con Roma pero ser de hecho cada vez más independiente, tampoco llegó de un día para otro.
Pero seguir exponiendo cosas sería tanto como convertirse en un spoiler y eso es lo último que debe hacer quien elabora una reseña. Sólo queda añadir un nuevo aplauso: el que se merece el traductor, José Ramón Monreal Salvador. Casi como otro Amelot de La Houssaie.
Todo parece indicar que nos encontramos a las puertas de un nuevo confinamiento severo, como el que estuvimos sufriendo en marzo y abril, y hay que hacer acopio de buenos libros en casa. Los españoles estamos cada vez más imbuidos de pesimismo sobre todo lo nuestro: las infelices instituciones de que nos hemos dotado -un puro decorado de cartón piedra- y las igualmente incompetentes personas que están al frente de las mismas -así a babor como a estribor- se enmarcan en una sociedad al tiempo invertebrada (y cada vez más hecha fragmentos) y sin embargo pusilánime. Probablemente, en aquel 1647, cuando Gracián escribió sus consejos para prosperar en ese medio tan enrarecido y triste -todo se iba en lo que hoy llamaríamos puro tacticismo y regate en corto-, el ambiente era más o menos así.
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