Luis Martin Santos, con una flor en el ojal, y Juan Benet

 

La foto de la portada del libro dice mucho de lo que nos vamos a encontrar en su lectura. Por lo pronto de su amistad, pues es una instantánea tomada en la boda de Luís Martin Santos y Rocío Laffon en 1953 y allí están el novio y Juan Benet tomándose una copa y ya se sabe que amén de los parientes el que un amigo te invite a su boda es acto de amistad por lo que tiene de consecuencias íntimas. Sabíamos que los dos amigos habían llegado incluso a escribir a cuatro manos una serie de cuentos, redactados entre 1948 y 1951, aunque en realidad de esos cuentos sólo se habían publicado dos, uno por cada uno de los autores, en 1950.

Este libro que ahora publica Galaxia Gutenberg y preparado a conciencia por Mauricio Jalón, autor del prólogo y responsable de la edición, reúne esos cuentos escritos al alimón cuando ambos eran jóvenes y por tanto prometedores e ignorantes del obligado decantamiento que acontece al artista y que a toro pasado algunos dibujan un destino y están fechados diez años antes de que Martín Santos publicara Tiempo de silencio, 1962, la novela que le hizo entrar en la leyenda y Juan Benet editara Nunca llegarás a nada, 1961. Consta de 67 relatos que pueden ser leídos como una curiosidad que va más allá de que pueda ser interpretada de esta manera, al socaire de la posterior fama que alcanzaron sus autores. Así, ante la pregunta de si es pertinente publicar lo que en realidad son unos “ejercicios de estilo” y que el propio Juan Benet, a la muerte de Martín Santos, ante la proposición de la publicación de los relatos, recomendó no hacerlo porque la cosa era “una especie de preparación y sacrificio necesario para sus carreras, de modo que hacerlo público en 1964 podía perjudicarlos”, como escribe Mauricio Jalón en el prólogo.

Lo cierto es que mantienen un interés en aquellos que como  los historiadores se muestran más proclives a la cercanía del documento que quienes valoran la literatura como literatura, ¿hay otro modo legítimo de hacerlo? y, así, no es baladí que Jalón destaque a Santos Juliá como valedor de que este libro retrata muy bien la atmósfera de la posguerra a propósito de unas declaraciones hechas por el historiador en 2018 donde concentró el interés de Tiempo de  silencio en el retrato exacto de la atmósfera del país en ese momento.

 

 

Postales de Madrid y Barcelona de finales de los años cuarenta

 

Afirmación que no me atrevo a asegurar y sí suscribiría en el caso en que se afirmara que de una u otra manera cualquier manifestación artística refleja su tiempo, lo que es una obviedad que no merece la pena resaltar. Tengo más bien para mí que el interés que estos cuentos puedan suscitar se basan en otra obviedad, y es la curiosidad que lectores gustosos de la obra de Juan Benet y de Luís Martin Santos puedan tener para completar la obra de los dos escritores, amén del hecho juguetón de saber qué relatos han sido escritos por uno u otro, juego que me siento incapaz de perpetrar, pero sí otro del que se pirrían los críticos y que consiste en el juego de correspondencias, en las influencias que hayan podido tener estos escritores en su juventud, cuando ambos escribieron estos relatos, de otros escritores, tarea por lo demás demasiado fácil pues según declaraciones del mismo Martín Santos, por influencia de Benet, quién según su familia leía cien libros al año, había orientado las lecturas del autor de Tiempo de silencio hacia autores como Stendhal, Proust, Joyce, Faulkner y el ineludible Cervantes, es decir, una literatura armonizada entre inteligencia y ruptura que se muestra siempre fascinante e imperecedera.

En estos relatos hay de todo, los hay muy breves, como “La imagen” o “Tonto”, largos, como “Carne de ángel” y la mayoría poseen temáticas variadas, pero lo que he encontrado en todos ellos es la influencia del expresionismo a veces chocarrero de La Codorniz, un expresionismo chocarrero hecho a posta, como en el cuento titulado “Bloom”, que es un homenaje de grafitti al autor de Ulises: “Un sujeto estaba meando en la calle bien pegado a una tapia, sosteniendo, con la otra  mano, el borde del abrigo a modo de biombo para no dejar ver nada a los transeúntes. Salía el espumoso y humeante chorro que chocaba en un ladrillo con estrépito, y un largo reguero bajaba rápido la calzada, mientras en su cara se dibujaba una buena sonrisa de tranquilidad y un suspiro de alivio salía por su boca. Pero, de repente, volviose hacia arriba la curvatura de la polla del sujeto y se echó el pis en los ojos”

Lo que da lugar a que nos mantengamos escépticos ante la correspondencia con Leopold Bloom pues por la descripción no creemos sea, por muy llena que tuviera la vejiga, cosa de un hombre de mediana edad. Por otra parte, resaltar la incongruencia de que a la palabra “polla” le corresponda la palabra “pis” cuando le hubiese venido mejor “meada”

Y, ahora, el juego: ¿quién escribió el relato?

 

 

 

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