Al leer “Mis entierros de gente importante” de la periodista Amelia Castilla, que trabajó en distintas secciones del diario El País desde el frente cultural, me ha venido a la cabeza lo mucho que han cambiado los ritos funerarios en estos últimos años. Aparte las nuevas tecnologías, las redes sociales, la pandemia ha contribuido también lo suyo. Amelia Castilla también se refiere a estos cambios relacionados con las tecnologías, no en los asuntos funerarios, pues sus crónicas tocan aspectos periodísticos de los cambios que las nuevos tiempos han impuesto en la redacción.
La pandemia trajo el funeral y entierro rápido, recortó los tiempos de duelo, pero ensanchó el perímetro de condolencias gracias a las redes sociales. Basta ver la reacción ante cualquier deceso de un famoso o medio conocido, incluso familiar, para observar como rápidamente es subido a las redes y cual piedra lanzada en un estanque, se producen círculos concéntricos de likes, abrazos y ánimos, de incluso gente de otros continentes. Seguramente, la mayoría de los fallecidos desconocían tener tantas amistades y conocidos. Además, en un país envidioso como este con la gente que tiene éxito en vida, se es en cambio muy generoso con el muerto, al que se colma de honores y alabanzas, tal vez porque una vez fallecido ya no causa daño alguno a nuestra memoria.
Si las formas de despedirse de nuestros seres queridos están cambiando, estas ocho crónicas nos devuelven a una serie de personajes públicos de los de antes, y, por lo tanto con capillas ardientes, entierro y funerales masivos e invasivos porque es esencial rendir homenaje al fallecido de una forma presencial y apenas existe el like.

Amelia Castilla
La entonces viuda de Franco, Carmen Polo, inaugura el desfile mortuorio. Un entierro en el panteón familiar conforme a la estética y ética de la fallecida, y amenizado por algunos familiares que eran pieza de la prensa del corazón, como su hija, Carmen Martínez de Bordiú, el Marqués de Villaverde… lejanas figuras que recobraron actualidad en octubre de 2019, cuando fueron exhumados los restos de Franco en el Valle de los Caídos, enterrado 44 años atrás junto a otros muertos de la Guerra Civil y trasladado al panteón familiar junto a su mujer.
Enseguida cambiamos de registro y modo con la muerte del cantaor flamenco Camarón de la Isla, figura mítica que murió con 41 años en 1992. Una muerte popular con miles de personas batiendo palmas, gritando, llorando, bien arreglados, desmayos… e incluso momentos de peligro para la comitiva porque todo el mundo deseaba tocar el féretro, estar allí. Camarón era el Dios hecho carne de los flamencos y al que se le perdonaba todo, empezando por su adicción a la heroína. La siguiente es otra gitana mítica, bailaora y cantaora, Lola Flores, muerta de cáncer a los 72 años, y entierro público de carácter cuasi oficial.
Amelia Castilla intercala las vidas de los protagonistas y su relación con ellos, ya que a varios les conoció antes de su fallecimiento como periodista. La muerte de Lola Flores trajo la de su hijo Antonio, por sobredosis de heroína (tres de los muertos de este libro lo son por causa directa o indirecta de heroína, un signo de esos tiempos) y que estaba muy apegado a la madre.

Mausoleo de Rocío Jurado en Chipiona
El actor Paco Rabal falleció a los 72 años en un vuelo de vuelta tras asistir al festival de cine de Montreal que le había dedicado un homenaje y ese mismo día falleció el escultor Juan Muñoz. Le sigue la cantante folklórica Rocío Jurado, figura tan popular como Lola Flores, y muerta de cáncer de páncreas. Capilla ardiente en un centro del ayuntamiento, artistas y toda la gente que alimentaba la entonces poderosa industria de las revistas del corazón y los programas de la televisión rosa. Aplausos, gritos, llantos y 22.000 personas que desfilan delante del cadáver. Sigue el cantante de la movida Antonio Vega cuya adicción a la heroína también tuvo que ver con su temprano desenlace y concluye con otro flamenco, Enrique Morente.
Las crónicas se leen de un tirón y nos recuerdan que somos demasiados en este planeta y ya no hay sitio para tanto muerto. Mas de 53 millones de personas mueren todos los años según las estadísticas oficiales que también nos dicen que si todos fuesen enterrados necesitarían más de diez millones de hectáreas. Pero la gente se empeña en morirse, a cualquier edad y forma, y aunque la incineración gana terreno y con ella la contaminación, queda el problema de fondo. Cada allegado busca nuevos ceremoniales y significados, lecturas filosóficas, urnas en forma de corazón, incluso lacadas en rojo porque cuando se trata de despedir a nuestros seres queridos cualquier cosa nos parece poco.
Pero los entierros que nos cuenta Amelia Castilla nos hablan de gente importante cuyos familiares no necesitaron mirar en internet cómo deseaban enterrarlos, lo mismo que en su periódico los likes a los artículos como medida de su éxito eran una amenaza casi inexistente, y lo que valía era la fuente, el dato. En estas crónicas se confirma que el viejo periodismo, el de siempre, tiene la fuerza suficiente para contar los muertos del pasado, presente y futuro.
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