Carmen de Icaza 

De Carmen de Icaza (Madrid, 1899-Madrid, 1979) se sabe que fue una reconocida novelista y no sólo por exitosa “Cristina Guzmán, profesora de idiomas”, publicada por entregas en Blanco y Negro en los primeros meses de 1936 y luego llevada al teatro y -en dos ocasiones- al cine.

Pero sucede que, aparte de autora de libros de ficción, de ella misma puede decirse eso de que fue un personaje de novela, como por cierto no resultó del todo infrecuente en los que vivieron en carne propia la guerra civil (piénsese en la galería humana que nos han presentado un Andrés Trapiello –“Las armas y las letras”- o, en “La extraña retaguardia”, un Fernando Castillo Cáceres: ni el mismísimo Balzac llegó tan lejos a la hora de recoger los pliegues y los matices de la condición humana). La cosa incluso se agudiza si pensamos en los que asumieron cargos públicos en el primer franquismo y además se trataba de mujeres: las falangistas feministas, si a estas alturas cabe llamarlas así sin ofender a nadie. Son de mención obligada Mercedes Sanz Bachiller (1911-2007) y también otra Mercedes, la Fórmica (1913-2002), de quien hay que recordar que fue el Ayuntamiento de Madrid de la época de Carmena (2015-2019) el que le puso una calle y para más inri en aplicación de la Ley de Memoria Histórica de 2007. Igualmente debe citarse, aunque desde luego con otras connotaciones, a Pilar Primo de Rivera (1902-1991). Pero, aun si dejamos la lista reducida al límite, no podía faltar Carmen de Icaza, sin la que pura y simplemente no se entiende esa institución tan importante que fue, al menos en sus primeros dieciocho años de existencia, el Auxilio Social.

Los personajes novelescos sólo lo son si alguien les da publicidad: los descubre, si se quiere, o los retrata. A su vez, lo primero que cabe es, sí, la biografía pura y simple, que ya suele ser algo meritorio. Pero más atractivo puede ser dar un paso adicional y a esos mimbres añadirles algo de ficción que (punto crucial) resulte creíble -por ejemplo, que Carmen de Icaza conoció a Ernest Hemingway de manera casual en Madrid en 1925 y no dejó de verlo cuando durante el franquismo el americano venía a España para asistir a corridas de toros con Antonio Ordóñez- para así, trenzando lo real con lo fabulado, terminar dando lugar a eso que se llama la novela histórica. Mentir con propiedad resulta lo más difícil de todo, porque hay que empezar por haberse instruido mucho para no caer en esos relatos que acaban resultando poco o nada convincentes.

 

Carmen de Icaza por por Clemente Camino

 

 

No son precisamente la guerra civil y el franquismo escenarios poco hollados por la escritura, tanto la estrictamente histórica -de uno u otro sesgo, porque ya conocemos como está el paño- como la literaria en sus distintas formulaciones y presentaciones.  Mari Pau Domínguez, de 1963 -nacida en Sabadell aunque hija de andaluces: una criatura típica de las migraciones de aquellos años, sin las que no se entiende la historia de la España contemporánea y la evolución del catalanismo hasta el estallido del procés en 2017 y aun lo que estamos viviendo ahora-, se había acreditado como una profunda analista de las realidades -una socióloga de pro y también una finísima psicóloga: doble condición que tuvo por ejemplo un Galdós y que no está al alcance de cualquiera- en su precioso La nostalgia del limonero, de 2019. Domínguez gozaba de todas las credenciales para haber emprendido este nuevo empeño, una novela histórica con Carmen de Icaza como protagonista, y lo cierto es que el trabajo le ha salido redondo. Formalmente hablando, el libro cuenta con 42 capítulos, no ordenados de manera cronológica. Cada uno de ellos está encabezado precisamente con una cita -no breve- de “Cristina Guzmán, profesora de idiomas”, para entreverar en otras tantas ocasiones las dos facetas de la protagonista, autora de novelas y al tiempo protagonista de esta novela. La cosa termina -páginas 365 a 367- con una Nota de la autora, que empieza con la confesión de que “Carmen de Icaza y el escritor norteamericano Ernest Hemingway jamás se conocieron en la vida real”. Ahí está la gracia: “(…) las alas de la literatura los han unido en esta novela, albergando la idea de que podría haber ocurrido”.

El libro tiene páginas enteras con objeto en el cotilleo, como por ejemplo las dedicadas a la vie double de Sonsoles, hermana menor de la protagonista y madre de Carmen Díaz de Rivera, que por cierto tantos elogios acabaría recibiendo por su colaboración con Adolfo Suárez en la Presidencia del Gobierno. Pero, si vamos de la anécdota a la categoría -el retrato de aquella sociedad, vistas las cosas en su sazón-, lo primero que hay que subrayar es que, aunque la vida de Icaza se califica como apasionada (es el subtítulo del libro), estamos ante un trabajo sereno, en el sentido de equilibrado. Domínguez sin duda admira a la protagonista de la novela, pero lo suyo no ha sido una hagiografía. Y, sabedora de que hablar del franquismo (y más aún de la mujer en el franquismo) se ha convertido en alto tan arriesgado como pisar un campo de minas, de la autora hay que destacar su enorme esfuerzo por evitar los juicios de valor y los análisis comparativos con el presente. Una actitud de contención que, dicho con sinceridad, se agradece muchísimo.

Que España es un país excepcional -excepcional para peor, se entiende- es algo de lo que está convencida mucha gente, de fuera -los autores de lo que desde 1914 conocemos como La leyenda negra– y más aún de dentro. La larguísima pervivencia del franquismo y el hecho de que la democracia no llegase hasta 1978 (y la adhesión a las instituciones europeas sólo en 1986) constituyen datos objetivos en los que esa opinión, muchas veces interesada, sin duda, encuentra indiscutible apoyo. Pero el libro de Mari Pau Domínguez aporta elementos de hecho para cuestionar esa manera tan simplista de ver las cosas o al menos matizarla y como poco desde dos perspectivas.

 

Mari Pau Domínguez

 

Del siglo XX cabe decir que se caracterizó en toda Europa por la emergencia de lo que se llamó “la cuestión social” -fruto a su vez de las desigualdades generadas de manera inevitable por la industrialización y la urbanización, o sea, por la modernización y la racionalización: las cuatro palabras resultan en buena medida sinónimas, aunque ahora no procede entrar en mayores honduras-, una de cuyas derivadas consistió en que la idea de la beneficencia, con la limosna como expresión, se sustituyó por la solidaridad, al servicio a su vez del objetivo -porque pasó a serlo- la redistribución de la renta. Sin eso no se entienden lo que en Francia se llaman los treinta gloriosos (1945-1975) o el milagro económico alemán de la misma época. En España sin duda las circunstancias eran otras, y menos favorables, en lo económico y también en lo institucional, pero la política social del régimen, para decirlo con las palabras del propio franquismo -o, mejor aún, la vocación social del régimen-, no respondió a principios sustancialmente distintos. Tal vez en nuestro caso, y sobre todo en lo que tuvo que ver con lo que se llamó Auxilio Social, puede subrayarse que el factor propagandístico resultó más explícito, pero convendremos todos en que eso -la exhibición ostentosa de los éxitos, en el deporte o en cualquier otro campo de la vida- forma parte de la esencia de las dictaduras. Más incluso que lo que resulta propio del promedio de los gobernantes.

La otra gran tendencia del siglo XX fue, dicho sea con términos tan genéricos que resultan groseros-, el progresivo despertar de la condición femenina. Sólo un testimonio entre muchos, aunque no cualquier testimonio: el de nada menos que Manuel García-Pelayo. En una entrevista de 1984, cuando estaba en España después de varias décadas de exilio y presidía el Tribunal Constitucional, lo explicó con las palabras rotundas que son propias de un zamorano tan recio como era: “La más grande revolución de nuestro tiempo es la de la liberación de la mujer; a su lado, la revolución rusa es una pequeña crisis ministerial”. Y es que la mujer había estado “atada corta, a lo largo de todas las culturas del mundo, sin distinción. Su liberación es hoy un cambio histórico de ámbito planetario”. Quizá, vistas las cosas con ojos de hoy y sabiendo cómo se las gastan en los países islámicos, eso del “ámbito planetario” habría que ponerlo en cuestión, pero en todo lo demás le asistía la razón al maestro y él lo había podido ver con sus propios ojos, verbi gracia, en Argentina y en Venezuela. Como Francisco Ayala -y bien que le llamó la atención- en los países de América en los que también estuvo exiliado.

El franquismo (el primer franquismo, hasta 1959, cuando todo pasó a ser un poco mejor) se caracterizó con justicia como un régimen reaccionario, en el sentido literal de la expresión: antimodernizador. O sea, que no sólo no dejaba fluir la espontaneidad social, entre otras cosas en lo que García-Pelayo llamaba la liberación de la mujer, sino que se oponía decididamente a ella con armas y bagajes. Pero, aun así, sucede, y es una de las enseñanzas que deja este libro, que hay olas que, se quiera o no, resultan incontenibles y, en ese contexto contradictorio, siempre se acaban encontrando personas que gozan de la habilidad necesaria para meterse dentro de las instituciones y desde ahí, y andando siempre con un cuidadoso ten con ten, irlas reconciliando con eso que el Syllabus de Pío IX llamaba, con tono de espanto, el mundo (o, peor aún, el progreso). Una de esas personas fue, en la amarillenta y pacata España de los años cuarenta y cincuenta, Carmen de Icaza. Personaje de novela, sí. Y que ya tiene su novela: se la estaba esperando.

 

 

 

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