Roberto González Fernández. Islas de los muertos I (2012)
Con motivo del congreso internacional que se ha celebrado en la Universidad colombiana de La Sabana con motivo del centenario de Nicolás Gómez Dávila, publicamos el artículo sobre su obra del filósofo y escritor italiano Franco Volpi (1952-2009), uno de los propagandistas de la obra del pensador colombiano en Europa.

UN ÁNGEL CAUTIVO EN EL TIEMPO
Su obra
El destilado de sus infinitas lecturas es obra única, de la
cual las otras poquísimas que escribió no son sino la preparación o el eco. El
título singular y enigmático dice: “Escolios a un Texto Implícito” (2 vol.
Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá, 1977).
En los años cincuenta, Nicolás Gómez Dávila publicó un
ensayo, en un volumen, editado por iniciativa de su hermano Ignacio, con el
simple título de Notas (México,1954). En la contraportada se lee: “La edición
de esta obra se hizo por cuenta del autor; está dedicada a sus amigos y queda
fuera de comercio”. Se trata de observaciones, máximas, anotaciones, frases y
juicios, eminentemente experimentales, que más tarde el autor reconstruyó y reintegró
a la obra mayor. Este conjunto tiene un valor documental y nos permite entrar
al laboratorio del escritor, recoger sus movimientos creativos desde su
nacimiento, entender el espíritu, intuir la genialidad y degustar el estilo,
inconfundiblemente construido ya sobre fulminantes cortos circuitos
lingüísticos y mentales.
El segundo libro publicado por Gómez Dávila es, también, una
obra interlocutoria, valiosa para seguir de cerca la maduración de los términos
y el contenido de las reflexiones filosóficas del autor, pero igualmente
inconclusa. Tanto así que se anunció como Textos I (Editorial Voluntad, Bogotá,
1959), sin que el segundo volumen jamás saliera a la luz. Aquí la prosa es
continua, el esfuerzo tiende al sistema, o al menos al tratado. Expone la
antropología de Gómez Dávila, basada sobre una incondicional adhesión a la
doctrina católica y en la incitante convicción de que la historia del hombre
está íntegramente comprendida entre el nacimiento de Dios y su muerte. Allí se
encuentra además la teoría de la reacción, desarrollada entre las páginas 61 y
100, que según Francisco Pizano de Brigard constituyen el “texto implícito“ al
que aluden los Escolios (cfr. “Semblanza de un Colombiano Universal: las claves
de Nicolás Gómez Dávila”, en la Revista del Colegio Mayor de Nuestra Señora del
Rosario, n. 542, 1988, pp. 9-20).
A los Escolios seguirán dos recopilaciones posteriores de
aforismos, las que según el estilo y contenido son una fiel continuación de la
obra mayor: Nuevos Escolios a un texto
implícito
(2 vol., Procultura, Bogotá, 1986) y Sucesivos Escolios a un texto implícito (Instituto Caro y Cuervo,
Bogotá, 1992).
Si a esta cuenta agregamos dos breves ensayos: “De iure”
(aparecido en la Revista del colegio de Nuestra Señora del Rosario, LXXXI, n.
542, Bogotá, abril-junio 1988) y “El Reaccionario Auténtico” (publicado en la
Revista de la Universidad de Antioquia, n. 240, 1995, pp. 16-33), tendremos
todo lo publicado por Gómez Dávila.

Una escritura «corta y elíptica»
Como obra, los Escolios son en sí el producto de una vida
disciplinada y metódica, una destilación del pensamiento apoyada en frases
maduradas durante el transcurso de los años, que impresionan por su
esencialidad, su nitidez estilística y la transparente evidencia de las
verdades que logran comunicar. Tocan, por lo general, los grandes problemas de
la filosofía, de la religión y de la política: Dios y el mundo, el tiempo y la
eternidad, el hombre y su destino, la Iglesia y el Estado, pensamiento y poesía,
razón y fe, Eros y Thanatos. Aquí la forma y las ideas se funden en una
brevedad que obedece a la elemental y original poética propia del autor, que
prevé dos modos de escribir: “una manera lenta y minuciosa, otra corta y
elíptica” (Notas, 21).
“Escribir de la primera manera es hundirse con delicia en el
tema, penetrar en él deliberadamente, abandonarse sin resistencia a sus
meandros y renunciar a adueñarse para que el tema bien nos posea. Aquí
convienen la lentitud y la calma; aquí conviene morar en cada idea, durar en la
contemplación de cada principio, instalarse perezosamente en cada consecuencia.
Las transiciones son, aquí, de una soberana importancia, pues es éste ante todo
un arte del contexto de la idea, de sus orígenes, sus penumbras, sus nexos y sus
silenciosos remansos. Así escriben Peguy o Proust, así sería posible una gran
meditación metafísica”. (Notas, 21).
El otro estilo, “corto y elíptico”, es aquel por el cual
opta Gómez Dávila: “Escribir de la segunda manera es asir el tema en su forma
más abstracta, cuando apenas nace, o cuando muere dejando un puro esquema. La
idea es aquí un centro ardiente, un foco de seca luz. De ella provendrán
consecuencias infinitas, pero no es aún sino germen, y promesa en sí encerrada.
Quien así escribe no toca sino las cimas de la idea, una dura punta de
diamante. Entre las ideas juega el aire y se extiende el espacio. Sus
relaciones son secretas, sus raíces escondidas. El pensamiento que las une y
las lleva no se revela en su trabajo, sino en sus frutos, en ellas, desatadas y
solas archipiélagos que afloran en un mar desconocido. Así escribe Nietzsche,
así quiso la muerte que Pascal escribiese”. (Notas, 21-22)
Términos de parangón comprometido y a la vez de altas
pretensiones, porque “aún en filosofía, sólo el estilo impide la transformación
del texto en simple documento” (Escolios II, 65). Gómez Dávila pretende
escribir con “austeridad y sencillez” (Notas, 17) y conferir a sus propias
frases “la dureza de la piedra y el temblor de la rama” (Escolios I, 253). Para
obtener tal resultado es indispensable, entonces, un trabajo paciente de lima,
sin el cual llega, inevitablemente, el jaque. Con escarnio del público: “El
escritor que no ha torturado sus frases tortura al lector” (Escolios II, 109).
Viceversa, quien sabe cultivar sin afán la perfecta disciplina del idioma,
cuidando de que la lucidez y la inteligencia maduren sus efectos, tarde o
temprano recibirá también el don espontáneo de la creatividad: “Las palabras
llegan un día a las manos del escritor paciente como bandadas de palomas”
(Nuevos Escolios II, 187).
En una de sus raras confesiones personales, Nicolás Gómez
Dávila nos explica cómo la escritura es para él una necesidad especial, una
razón de existir, una forma de diálogo de la inteligencia con ella misma: “Ciertamente
no creo que para pensar, meditar o soñar, sea siempre necesario escribir. Hay
quien puede pasearse por la vida con los ojos bien abiertos, calladamente. Hay
espíritus suficientemente solitarios para comunicarse a sí mismos, en su
silencio interior, el fruto de sus experiencias. Mas yo no pertenezco a ese
orden de inteligencias tan abruptas; requiero el discurso que acompaña el ruido
tenue del lápiz, resbalando sobre la hoja intacta”. (Notas, 15-16). Lo
podríamos llamar, sin duda, un epicureismo de la inteligencia, el placer de un
pensamiento que se abandona a sí mismo reclinándose el álveo de la escritura
que lo expresa.

Roberto González Fernández. Caja de viajes (2003)

Cuando el pensamiento vacila
Cabe, sin embargo, preguntarse con razón: ¿Por qué escoger
el aforismo? ¿Cuál es la razón de la vocación exclusiva de Gómez Dávila por el
escolio? Evidentemente no se trata solamente de “escribir corto para concluir
antes de hastiar” (Escolios I, 45), tampoco de una simple escogencia
estilística enfocada a restituir al pensamiento la sencillez que el
razonamiento por lo general le resta. Detrás de esta vocación escolástica hay
algo más sustancial.
Primero que todo: ¿qué es un escolio? Técnicamente, el
término –del griego scholion, “comentario”– indica una nota en los manuscritos
antiguos y en los incunables, anotada por el “escolasta”, en interlínea o al
margen del texto para explicar los pasajes oscuros desde el punto de vista
gramatical, estilístico o a veces exegético.
Si es verdad que “la literatura no perece porque nadie
escriba, sino cuando todos escriben.” (Escolios II, 247). ¿Qué significa
limitarse a anotar Escolios al margen de un texto implícito? ¿Qué se pretende
testimoniar asumiendo la actitud del escolástico?
Evidentemente una escogencia de vida y de pensamiento, antes
que de escritura y de estilo: el escolástico se decide por el “ethos” de la
humildad, de la reserva, de la modestia. Al comienzo de Notas se encuentra una
explicación a esta opción discreta: “La exposición didáctica, el tratado, el
libro, sólo convienen a quien ha llegado a conclusiones que le satisfacen. Un
pensamiento vacilante, henchido de contradicciones, que viaja sin comodidad en
el vagón de una dialéctica desorientada, tolera apenas la nota, para que le
sirva de punto de apoyo transitorio.” (Notas,17). Y también refiriéndose a sus
frases sencillas en las que condensa las complicaciones del pensamiento,
escribe: “Las proclamo de nula importancia, y, por eso, las notas, glosas,
escolios; es decir, la expresión verbal más discreta y más vecina del
silencio.” (Notas, 17).
Pero, ¿por qué al margen “de un texto implícito”?. ¿De qué
texto se trata? Otra vez, la explicación se encuentra en un pasaje de Notas:
“El diario, la nota, el apunte, que traicionan a todo gran espíritu que de
ellos usa, pues, al exigirle poco, no le dejan manifestar ni sus dotes, ni sus
raras virtudes ayudan al contrario, como astutos cómplices, al mediocre que los
emplea. Le ayudan, porque sugieren una prolongación ideal, una obra ficticia
que no los acompaña “ (Notas, 17). Por tanto, el texto implícito es el límite a
donde se regresan y en el cual se prolongan las proposiciones de Gómez Dávila.
Se comprende por tanto la cita de Shakespeare que ha sido colocada como exergo
de la obra: “Una mano, un pie, una pierna, una cabeza, dejan todo a la
imaginación”. (A hand, a foot, a leg, a head. / Stood for the whole to be
imagined).
La biblioteca de Nicolás Gómez Dávila
La decisión que inicialmente es una elección de sobriedad,
–el fragmento que se une al caminar de un pensamiento aún vacilante–, se
transforma más adelante en un punto de fuerza: “El discurso tiende a ocultar
las rupturas del ser. El fragmento es la expresión del pensamiento honrado”
(Nuevos Escolios II, 203). Más bien: “En filosofía todo lo que no es fragmento
es estafa” (Sucesivos Escolios, 162). Afirmar que el fragmento no es apto para
expresar el todo, presupone que el discurso difuso lo contenga todo. Como sea,
el escritor inteligente debe saber que “El impacto de un texto es proporcional
a la astucia de sus reticencias” (Escolios II, 194).
Gómez Dávila no está, sin embargo, entre aquellos
desesperados que por reconocer en nuestra realidad lacerada una trama continua,
se refugian en meros ejercicios de estilo. Cierto: “El fragmento es el medio de
expresión del que aprendió que el hombre vive entre fragmentos” (Nuevos
Escolios II, 87). Pero el rompimiento de su obra en aforismos es sólo el
aspecto formal de un pensamiento que mira siempre hacia el todo: “Mis breves
frases son los toques cromáticos de una composición “pointilliste” (Escolios I,
11).
Qué significa «reaccionario»
Siguiendo esta técnica de composición, insólita en
filosofía, Gómez Dávila dibuja una visión sombría y desilusionada, pero lúcida
e iluminadora del desolado paisaje de la modernidad y de sus dudas nihilistas.
No es que él se complazca en naufragar en un cupio disolvi, al contrario: él
pretende atestiguar, entre las ruinas, una verdad imperecedera, a la que su
existencia se aferra: “No pertenezco a un mundo que perece. Prolongo y trasmito
una verdad que no muere”. (Escolios II, 500). El resultado es un antimodernismo
inflexible e intransigente, basado en la inamovible convicción de que “La
humanidad cayó en la historia moderna como un animal en una trampa” (Escolios
II, 471). “El mundo moderno resultó de la confluencia de tres series causales
independientes: la expansión demográfica, la propaganda democrática, la
revolución industrial” (Sucesivos Escolios, 161). Esto desemboca en la barbarie
de la humanidad actual, que “sustituyó el mito de una pretérita edad de oro con
el de una futura edad de plástico” (Escolios II, 88) y que “destruye más cuando
construye que cuando destruye” (Escolios I, 251). Por tanto no hay que hacerse
ilusiones: “Los Evangelios y el Manifiesto Comunista palidecen; el futuro está
en poder de la Coca-Cola y la pornografía” (Sucesivos Escolios, 181). La
modernidad ha abierto las puertas de par en par al ingreso triunfal en la
historia a los tres enemigos más radicales del hombre: “el demonio, el estado y
la técnica” (Escolios II, 75). El demonio porque es la perversión de la
trascendencia, el estado porque entre más crece más disminuye al individuo y la
técnica por ser una permanente tentación de lo posible. Todo esto basado en una
paralizante conjetura: “El Anticristo es, probablemente, el hombre” (Escolios
I, 254).
Gómez Dávila que cuenta entre sus propios antepasado a don
Antonio Nariño, el traductor al español de los Derechos del Hombre de Thomas
Paine, se confiesa reaccionario con un orgullo consciente. Pero la suya no es
una reacción en el usual sentido político del término, demasiado débil y
permisivo desde su intransigente punto de vista. Es cierto que entre los
volúmenes de su biblioteca se encuentran, en primera fila, los escritos de
Justus Moser, el padre del conservatismo rural, y la edición rusa de las obras
completas de Konstantin Leont’ev, celebre fustigador del “europeo medio” como
instrumento e ideal de la destrucción universal. Además de Joseph de Maistre,
Donoso Cortés y otras fuentes del pensamiento reaccionario que le han
acompañado desde su juventud parisina, tales como Maurice Barrès y Charles
Maurras de quienes se podría averiguar la influencia en su formación.
Roberto González Fernández. H de hombre, fragmento (1997)

La obra de Nicolás Gómez Dávila aparece como una
caleidoscópica variación continua sobre el tema de fondo de la reacción, cuyos
aforismos lo delinean y circunscriben hasta enfocarlo: “La única pretensión que
tengo es no haber escrito un libro lineal, sino concéntrico” (Nuevos Escolios
II, 211). Sin embargo, Gómez Dávila confiere al término “reaccionario” un
significado de principio, absoluto: reaccionario es aquel que está en contra de
todo porque no existe ya nada que merezca ser conservado. En éste sentido él se
considera mucho más radical que el conservador: “El reaccionario no se vuelve
conservador sino en las épocas que guardan algo digno de ser conservado”
(Escolios II, 52). Y en el mismo tono encontramos que constata: “Hoy no hay por
quien luchar. Solamente contra quien” (Escolios II, 231).
¿Cuales son concretamente los adversarios de la reacción,
aquellos de quien ella vive y se alimenta? Es claro que son: “el entusiasmo del
progresista, los argumentos del demócrata y las demostraciones del
materialista” (Escolios II, 407). Son en resumen las ideas sobre las cuales la
modernidad ha construido aquella religión antropoteista que se conoce bajo el
nombre de “democracia”. También aquí hay que llamar la atención sobre la
acepción del término: “Con el vocablo “democracia” designamos menos un hecho
político que una perversión metafísica.” (Escolios II, 434).
Vale decir: la democracia moderna es para Gómez Dávila la
teología del hombre-dios, ya que ella asume al hombre como Dios y de éste
principio deriva sus componentes, sus instituciones, sus realizaciones. Pero
“Si el hombre es el único fin del hombre, una reciprocidad inane nace de ese
principio como el mutuo reflejarse de dos espejos vacíos.” (Escolios I, 23).
Las recaídas de tales vacuidades sobre el plano político son igualmente
inaceptables para Gómez Dávila: “Las democracias describen un pasado que nunca
existió y predicen un futuro que nunca se realiza.” (Escolios II, 424). Esto
hace que las “democracias empíricas vivan bajo permanente alarma, tratando de
eludir las consecuencias de la democracia teórica.” (Escolios II, 424). Pero su
inconsistencia teórica produce una infinidad de debilidades empíricas:
“Mientras más graves sean los problemas, mayor es el número de ineptos que la
democracia llama a resolverlos” (Escolios I, 30).
Otro adversario predilecto de Gómez Dávila es la idea de
igualdad: “Los hombre son menos iguales de lo que dicen y más de lo piensan”
(Escolios I, 455). Aunque “Si los hombres nacieran iguales, inventarían la
desigualdad para matar el tedio” (Escolios II, 316). Hoy, además, teniendo en
cuenta los efectos de la sociedad metropolitana de masas, constatamos la amarga
previsión de sus hipótesis: “El cristal de la civilización es fusible a una
determinada densidad demográfica” (Escolios I, 421). Por lo tanto: “Las
jerarquías son celestes. En el infierno todos son iguales” (Escolios II, 396).
Por esta razón “Sólo la muerte es demócrata” (Escolios I, 462). Y aún más, en
un escandaloso crescendo: “Razón, Progreso, Justicia, son las tres virtudes
teologales del tonto” (Escolios II, 204).
En fin, Gómez Dávila ataca con furor iconoclástico todas las
ideas políticas de las cuales puedan derivarse ideales y por tanto ideologías.
“Todo individuo con ‘ideales’ es un asesino potencial” (Escolios I, 325).
También el “fin de las ideologías” es el nombre con que celebran el triunfo de
una determinada ideología” (Escolios I, 463). “La retórica es la única flor del
jardín democrático” (Escolios II, 428).

Paul Delvaux. Paestum (detalle). 1956

La aristocrática soledad de la inteligencia

Antes que de una fe, o de un pensamiento, esta intransigente
demolición brota del simple ejercicio de la inteligencia. Desde el preámbulo
literario Gómez Dávila confiesa: “Imposible me es vivir sin lucidez” (Notas,
15), pero con el tiempo se da cuenta de que “sin prostituir la inteligencia, no
es posible hacer triunfar una causa ante los tribunales de este siglo”
(Escolios II, 208), luego de buena gana volverá a este argumento, retomándolo
como una exhortación dirigida a sí mismo para no bajar el umbral de la
vigilancia crítica, para alimentar hacía cada cosa el carcoma de la
interrogación y la sospecha: “Pensar suele reducirse a inventar razones para
dudar de lo evidente” (Escolios I, 24). De aquí su incansable batalla contra la
somnolencia de la razón, que asecha aún a las mentes más refinadas e inclusive
al filósofo: “Las ideas tontas son inmortales. Cada generación las inventa
nuevamente” (Escolios II, 80). Por eso su seguridad de representar a una
aristocracia cuyo privilegio es inalienable; la aristocracia de la
inteligencia. Desde la cima de esta posición, declara con un toque de arrogante
superioridad: “Las ideas tiranizan al que tiene pocas” (Escolios I, 351). O
también:“Para que la idea más sutil se vuelva tonta, no es necesario que un
tonto la exponga, basta que la escuche” (Escolios I, 380). O también: “Para
castigar una idea los dioses la condenan a entusiasmar al tonto” (Escolios II,
355) Y aún más, “ nada más superficial que las inteligencias que comprenden
todo” (Escolios II, 487). Por tanto hay que estar siempre alerta porque “la
frontera entre la inteligencia y la estupidez es movediza” (Sucesivos Escolios,
94).
Siguiendo este camino de selección, se llega, fatalmente, a
eliminarlos todos y a aspirar a una forma de vida y de pensamientos insulares.
Solamente si se mantiene una posición solitaria es posible evitar el compromiso
y la contaminación: “La lucha contra el mundo moderno tiene que ser solitaria.
Donde haya dos hay traición” (Escolios II, 260) Al que logra elevarse a este
plano, se le abren en compensación las puertas de la literatura y del
pensamiento de todos los tiempos: “La literatura toda es contemporánea para el
lector que sabe leer” (Escolios I, 57). Lo mismo es válido para la filosofía.
Obviamente no aquella de los historiadores de la filosofía que tiene la misión
cuando lo logra –de embalsamar las ideas, ni aquella de la universidad donde
“la filosofía solo invierna” Escolios II, 407); sino aquella perenne, ardiente,
no compuesta de soluciones sino de interrogaciones que flagelan la existencia:
“Los problemas metafísicos no acosan al hombre para que los resuelva, sino para
que los viva” (Nuevos Escolios I, 56). Conviene aquí conocer nuestras
limitaciones de época: para Gómez Dávila volvimos a caer en una de aquellas
épocas en las que del filósofo no debemos esperar ni una explicación del mundo,
ni su transformación, sino poder construir un refugio cualquiera contra la
inclemencia del tiempo.

En el mar de la historia
“¿Hacia donde va el mundo? Hacia la misma transitoriedad de
donde viene” (Escolios II, 267). Aletea, en algunas partes, de la obra de Gómez
Dávila un aliento de escepticismo sugerido por la evidencia de lo finito, del
fatalismo y de la historia. En el mar del devenir aún los inmutables llegan al
ocaso, y ninguna solución puede ser definitiva: “Los verdaderos problemas no
tienen solución sino historia”, por esto solamente la historia, envolviéndolo
todo, resulta capaz de la totalidad. La filosofía es a lo mas “el arte de
formular lúcidamente problemas”, mientras “inventar soluciones no es ocupación
de inteligencias serias” (Escolios II, 54). Y mas aun “Las soluciones son las
“ideologías” de la estupidez” (Escolios II, 88). Escondida entre glosas
encontramos una preciosa referencia autobiográfica, para situar estos juicios:
“Mis santos patrones: Montaigne y Burckhardt” (Escolios I, 428), y otra
igualmente elocuente y descripción de la propia manera de proceder en donde la
duda y el escepticismo son utilizados, a sabiendas, como banco de pruebas de la
idea: ”Historia, critica, filosofía. El método que intento practicar consiste
en un proceso trifásico” (Escolios II, 65). Pero al final Gómez Dávila debe
confesar; “He visto la filosofía desvanecerse poco a poco entre mi escepticismo
y mi fe” (Sucesivos Escolios, 127). Nos preguntamos entonces: llegaremos jamás
a los atolones de verdad en el océano de la perspectiva histórica? La
respuesta, trayendo una imagen heiderggeriana, denuncia la aporia del
modernismo: “Las imágenes convergen todas hacía una sola verdad – pero las
rutas han sido cortadas” (Escolios I, 28).
La certeza de lo eterno
Gómez Dávila nutre su inamovible certeza que además del
fluir destructivo del tiempo que arrasa, perdura lo Eterno: “ La verdad está en
la historia, pero la historia no es la verdad” (Escolios I, 245). O también:
“Los valores como las almas para el cristiano, nacen en la historia pero son
inmortales” (Escolios II, 274). Por esto él se pronuncia a favor de la
metafísica, exhortando al hombre al vertiginoso camino hacía la trascendencia
para darle sentido al mundo: “Todo es trivial si el universo no esta
comprometido en una aventura metafísica” (Escolios I, 30). De esto se deriva
para el pensamiento una misión precisa: “La filosofía debería tan solo
describir; pero si quiere predicar que predique lo eterno” (Notas, 45).
Este audaz salto está estrechamente ligado al concepto de la
reacción de Gómez Dávila. Ser reaccionario para él significa: “comprender que
el hombre es un problema sin solución humana” (Nuevos Escolios II, 124), o sea
postular a Dios sin ambages: “la verdad de todas las ilusiones” (Escolios II,
93), y por ende la religión. Esta última, sin embargo, “no explica nada, sino
complica todo” (Escolios I, 282) porque “en el océano de la fe se pesca con una
red de dudas” (Nuevos Escolios I, 75)

Nicolás Gomez Dávila. Manuscrito

Gómez Dávila pose la singular capacidad de convencernos que creer en Dios es un acto filosófico y que hacer filosofía es imposible sin la
fe. Inventa, para vencer nuestra resistencia, una genial interpretación del
célebre principio de San Anselmo: “Credo ut inteligam. Traduzcamos así: creo
para volverme inteligente” (Escolios II, 89). Y nos explica; “Dios no pide
sumisión de la inteligencia, sino una sumisión inteligente” (Escolios II, 474).
Si le hacemos esta concesión, él inmediatamente extrae consecuencias
comprometedoras: “El cristianismo no enseña que el problema tenga solución,
sino que la invocación tiene respuesta” (Nuevos Escolios I, 33), por lo tanto
“Todo fin diferente de Dios nos deshonra” (Escolios I, 18). Pero también
evidencias sublimes: “Tan solo para Dios somos irreemplazables” (Escolios II,
341). Con una consecuencia que no es irrelevante dado su modo de hacer
filosofía: “Solo nos convence plenamente la idea que no necesita
argumentaciones para convencernos” (Sucesivos Escolios, 99). O mejor aun: “De
lo importante no hay pruebas, sino testimonios” (Nuevos Escolios I, 49).

La duda siniestra de Nietzsche, que ha marcado con su
negatividad al mundo moderno apenas lo roza: “La muerte de Dios es opinión
interesante, pero que no afecta a Dios” (Escolios I, 427). Gómez Dávila
resolvió de manera perentoria el problema de la desubicación del hombre moderno
anclándose a una raíz antigua: “el catolicismo es mi patria” (Escolios I, 179).
En este caso su adhesión no es yacente sino que dá cuerpo a un espíritu
fundamentalmente rebelde. “Catolicismo” tiene para él un significado mucho mas
amplio que “Iglesia Católica” especialmente después de la secularización que
movió el centro de la trascendencia a la posición del cristiano en el mundo, y
declinó la verticalidad de lo sacro en una constante humanitaria que utiliza el
vocabulario cristiano con fines sociales, y de esta manera transformó la
imitación de Cristo en una parodia de lo divino. Para él, por el contrario, “la
verdadera religión es monástica, ascética, autoritaria, jerárquica” (Escolios
II, 94).
En consecuencia, critica y se opone con decisión a la
Iglesia pos-conciliar que quiere ponerse al día con la época: “La religión no
se originó en la urgencia de asegurar la solidaridad social, ni las catedrales
fueron construidas para fomentar el turismo” (Escolios I, 29). “No habiendo
logrado que los hombres practiquen lo que enseña, la Iglesia actual ha resuelto
enseñar lo que practican” (Escolios I, 439). “La Iglesia contemporánea practica
preferencialmente un catolicismo electoral. Prefiere el entusiasmo de las
grandes muchedumbres a las conversiones individuales” (Sucesivos Escolios,
176). Y peor aun: “Pensando abrirle los brazos al mundo moderno, la Iglesia le
abrió las piernas” (Escolios II, 126). Naturalmente Gómez Dávila no deja de
reconocerse en el catolicismo: “Lo que se piensa contra la Iglesia, si no se
piensa desde la Iglesia, carece de interés” (Escolios I, 170). Pero con una
sutil y paradójica aclaración: “Mas que cristiano, quizá soy un pagano que cree
en Cristo” (Escolios I, 316).
Roberto González Fernández. Caída del imperio romano IV. 1996

Piedrecillas lanzadas al espíritu del lector
Gómez Dávila no parece haberse preocupado demasiado por su
éxito. Y la manera casi clandestina como publicó su obra, ciertamente no ha
contribuido a difundirla. No es que el autor haya descuidado a sus lectores, al
contrario, convencido de que “El órgano del placer es la inteligencia” (Escolios
II, 184), ha hecho lo necesario para atraerlos, buscando conferir a su
escritura y a su pensamiento una forma que diera plena satisfacción: “El libro
que no divierte, ni agrada, corre el riesgo de perder el único lector
inteligente: el que busca su placer en la lectura y solo su placer” (Notas,11).
Pero también le es claro que “las frases son piedrecillas que el escritor
arroja en el alma del lector. El diámetro de las ondas concéntricas que
desplazan depende de las dimensiones del estanque” Escolios I, 26). Por lo
tanto, en el fondo, no importa que la idea tenga éxito o se vuelva objeto de
atención porque “La verdad de una idea difiere de su vida y de su muerte”
(Notas, 13). Aún mas, “el volumen de aplauso no mide el valor de una idea. La
doctrina imperante puede ser una estupidez pomposa” (Escolios I, 14). De donde
llega a la cáustica conclusión: “Tener razón es una razón mas para no tener
ningún éxito” (Escolios I, 28).
Efectivamente, el mundo parece no haberse dado cuenta de su
presencia, salvo pocas excepciones. Alvaro Mutis, su amigo ha escrito que su
obra, “un libro inmenso” es “un territorio celosamente guardado en la penumbra”
(Revista del Colegio mayor de Nuestra Señora del Rosario, No. 542, 1988,
pp.23). Y García Márquez, su caballeroso adversario, en forma privada admitió:
“Si no fuera comunista pensaría en todo y para todo como él”.
El primero que llevó el nombre Gómez Dávila a Europa fue
Dietrich Von Hildebrand, pero su sugerencia no tuvo eco. Sólo mas tarde,
gracias a las traducciones publicadas por Karolinger a partir de 1987, comenzó
su obra a ser conocida. El impulso principal vino del escritor Botho Strauss,
cuya crítica de la actualidad deja vislumbrar claramente la lectura de los
Escolios. Luego Martin Mosebach, quien en el “Frankfurter Allgemeine Zeitung”
publica una sugestiva narración de sus visitas a Gómez Dávila. También el
dramaturgo Heiner Muller citaba con aprobación sus escritos. Y Ernst Jünger,
quien conocía y admiraba su obra, la define en una carta inédita, como: “Una
mina para los amantes del conservatismo” (enero 12 1994).
Cierto es que las frases de Gómez Dávila realmente forman
una obra inclasificable que no tiene punto de parangón. Por su pesimismo
exasperante, la intransigencia de sus juicios, y la escandalosa arrogancia de
sus dogmas recuerda a Cioran o a Caraco, pero ella no se nutre de amargura o de
nihilismo, sino de fe luminosa y férreas certezas. Tiene en común con
pensadores como De Maistre o Donoso Cortes, la indestructible convicción en las
verdades tradicionales, pero no tiene la periodicidad vasta y lenta de la prosa
del ochocientos, al contrario está llena de ánimo, de desencanto, de espíritu
rebelde y lucidez.
En resumen, Gómez Dávila, es sin duda uno de los más
originales solitarios del siglo XX, que interpretó el rol del filósofo-escritor
en el mundo moderno en un estilo incomparable, cultivando al mismo tiempo la
herencia griega y el espíritu de Chartres. Como este, él no se sentía voz de su
época, sino un solitario de Dios, un ángel cautivo en el tiempo.

Nicolás Gómez Dávila (Cajicá, Mayo 18, 1913 – Bogotá, 17 de mayo de 1994) pasó gran tiempo de su vida en la biblioteca de su casa, que tenía mas de 30.000 volúmenes. Hijo de un empresario textil, vivió en París en los años de entreguerras y fue educado por los benedictinos que le enseñaron a leer con fluidez los clásicos griegos y latinos y los padres antiguos de la Iglesia. También pasó los meses de verano en Inglaterra. Regresó a los 23 años a Colombia, donde se casó y tuvo tres hijos. Desde entonces sólo hizo un viaje por Europa en 1949. Él prefería viajar con la mente que con el cuerpo y dedicó su vida a la lectura, la meditación y la escritura. A lo largo de toda su vida trabajó en una sabia destilación de todas sus lecturas, que tituló «Escolios a un texto implícito», cuyos ocho mil aforismos fueron apareciendo sucesivamente en cinco volúmenes, entre 1977 y 1986.