Película de cine mudo sobre Luis Candelas

Jorge Eduardo Benavides (Arequipa, Perú. 1964) es uno de los grandes escritores latinoamericanos de su generación. Autor de varios libros de relatos y de algunas narraciones que describen el ambiente terrible de los años de Fujimori, Benavides, sin embargo, es conocido sobre todo entre nosotros como autor de novelas de género histórico, género al que ha conseguido dotar de una vitalidad y originalidad que se hallaba muy lastrada por recursos tópicos repetidos hasta la saciedad y clichés harto socorridos. El autor, que desde hace ya muchos años, reside en España, se ha convertido poco a poco en un renovador del género, donde aprovecha su doble condición de peruano y español para introducir en sus novelas paisajes y paisanajes correspondientes a los dos países, a veces de manera harto curiosa, como en su última novela, El collar de los balbases, donde hace que el mismísimo Luís Candelas se haga pasar por noble peruano.

El primer libro suyo que leí fue El enigma del convento, y aquella recreación que hace el autor de los años de la independencia americana, de la España de Fernando VII, de aquel Rafael de Riego que según uno de los que le han estudiado mejor, Pepe Esteban,  se llamaba Rafael Diego y no ha logrado saber todavía la razón de le que le colocaran ese “de” aristocrático. Esta novela tuvo una enorme virtud: desde luego descubrí a un autor notable y gocé de la lectura de una obra literaria de fuste, pero además me libró de esa manía mía de decir en cuanto tenía ocasión de que no me gustaba la novela histórica, cosa harto curiosa porque adoro las dos grandes novelas de Marguerite Yourcenar, gocé con la lectura de las novelas de Robert Graves sobre Claudio… en fin, hay tantas, que no merece alargar la lista si digo que al fin y al cabo La muerte de Virgilio, de Broch es novela histórica, la Tetralogía de José, de Thomas Mann, es novela histórica, por no hablar de los Los episodios nacionales o Guerra y Paz… Absurdo. Y lo cierto es que, como habrán adivinado, lo que detestaba son esos productos que desde hace unos cuantos años arrasan en las listas de best sellers y que se constituyen en producto de consumo cuando la sociedad comienza a enturbiarse con proyectos de futuro nada claros. En los años treinta el género histórico estaba de moda, como ahora… Una vez acabada la guerra el público lector dejó de frecuentar el género… el futuro, ahora, ya se había aclarado, aun fuese en forma de ruina.

El enigma del convento, ya digo, me fascinó en cierta manera, quizá por esa capacidad de buen narrador de Jorge Eduardo por recrear una época con las armas de un artista genuino, convirtiendo la cosa en vida. Jorge Eduardo es flaubertiano, al modo de uno de sus mentores, Mario Vargas Llosa. Es decir, procura informarse todo lo posible cuando trata de una época pasada. Esto en principio no quiere decir nada pues Stendhal pasó por Parma unas horas y escribió una de las grandes novelas del XIX, y sin embargo no se le ocurrió escribir la narración que todos hemos esperado sobre Roma, ciudad que conocía bien, dejando el campo en la literatura de su país a Émile Zola, que no es lo mismo. Flaubert, que era, y es, un moderno, leyó todo lo que su época podía darle sobre Cartago y empleó esa inmensa información en forma de silencio, como hizo Visconti en El Gatopardo rellenando los cajones del palacio de los Salinas de cachibaches de la época. Alguien le preguntó que para qué hacía esto si en la película nadie abriría uno de esos cajones. Visconti le contestó que aún  sin abrirlos se notaría. Lo dicho, Flaubert era un moderno, lo que no le impidió que Salambó le saliese al modo de una película de cartón piedra, a lo Samuel Bronston.

Jorge Eduardo Benavides

Quiero decir que la información por sí sola no garantiza nada y que un inmenso escritor como Flaubert tuvo también sus momentos ratés. Por contra lo que valoré de El enigma del convento nada tiene que ver con ese Flaubert un tanto frustrado y sí con el afortunado, es decir, cuando se reúnen en feliz armonía estilo e información en el género histórico, cosa no tan frecuente como se cree. Ni que decir tiene que ahí tomé conciencia de la enorme fascinación que el siglo XIX tiene para Jorge Eduardo, algo que adquiere ribetes muy perfilados y redondos en esta nueva novela El collar de los balbases. Novela que nos ocupa, pero antes de meternos en ella quiero hacer referencia a una novela que hace unos meses leí de nuestro autor y que representa una nueva manera de mirar el género del thriller, El asesinato de Laura Olmo: confieso que hacía muchos años que no leía un thriller con tanto interés y no me atrevo a afirmar que no me gusta el género porque afortunadamente me han salido tantos nombres importantes para mí, de Dashiell Hammett a Sciascia, que al contrario que con la novela histórica, prefiero no tener que arrepentirme de haberme puesto estupendo, y digo esto con querencia valleinclanesca, aun sea por un rato, en cualquier caso nada dispuesto a la duración.

Esa novela tiene varias virtudes. En primer lugar hace que los escritores por fin tengan su vengador en la literatura pues han de saber que la asesinada es una agente literaria. Además, actúa como espejo, pura ronía, de los defectos adolescentes de la personalidad de muchos que se dedican a este oficio, Philip Roth decía que la única vez en que un escritor en su vida se comportaba como un adulto era cuando escribía, y para colmo, es una descripción exacta, apasionada y plena de intuiciones, de algunos barrios madrileños, en especial Lavapiés, donde vive el protagonista, un vasco medio negro, peruano, que ejerce de detective, y que no quiere irse a vivir a Usera porque reconoce que Lavapiés es, en cierta manera, el actual ombligo del paisanaje madrileño. Barrio, por otro lado, que tiene una importancia esencial en El collar de los balbases, al ser el marco donde tiene su origen Luís Candelas, nuestro Dick Turpin madrileño, personaje por el que Jorge Eduardo siente una querencia semejante  a la de su detective peruano y que tiene una importancia como personaje clave del Romanticismo madrileño igual a la de Espronceda, un Larra o un Harzenbuch, personajes todos ellos que se pasean por esta fastuosa novela con  gran verosimilitud y atinadas apariciones.

No hay nada peor en el arte que la falta de gracia, el aburrimiento. No se perdona. Tengo para mí que muchas novelas inglesas son en realidad peor de lo que parecen pero que la introducción de ese elemento redentor del arte que es el humor salva a muchas de ellas, las mejora. En Alemania, que es país de tradición fenomenológica nada ambigua y a veces, un tanto tosca, por ingenua, creen que las obras muy buenas son muy serias y así una deliciosa obrita de Thomas Mann, Alteza Real, pasa por ser un divertimento, sobre todo, si la comparamos con La montaña mágica o Los Buddenbrock, y así es narración que a pesar de sus hallazgos, una atmósfera deliciosamente sofisticada, con toques de humor, de ironía que no se permite nunca la farsa, al fin y al cabo estamos hablando de Mann, no ha sido valorada en su justa medida hasta tiempos muy recientes donde esa solemnidad de antaño por suerte se ha diluido en aras de una comprensión más vasta de la cosa.

Madrid, siglo XIX

El collar de los balbases es una novela que no se permite en sus casi 600 páginas un solo momento de decaimiento, lo que no significa que la trama tenga que ser frenética. Al contrario. La narración posee cierta musicalidad, cierto tempo que podemos asociar al vals, pues se mueve de continuo, da vueltas sobre dos o tres historias paralelas que terminan por juntarse, y termina en cierta apoteosis. Es el ritmo adecuado a una novela que se desarrolla cuando la primera guerra carlista, como el estilo sincopado de Louis Ferdinand Céline corresponde a la era del jazz y de la tacleteante máquina de escribir.

Leyendo esta novela se me ha permitido inmiscuirme de buen grado en una época y eso es algo que tengo que agradecer a Jorge Eduardo largamente. Hay una escena deliciosa en que Luís Candelas roba en la mejor joyería de Madrid una perla: la escena es deliciosa pues posee las cualidades de una cámara de Coppola. La descripción de la joyería, la actitud del joyero, los pisaverdes que van al local a ligar con las señoritas de alcurnia, la forma en que se lleva a cabo el robo, nos dice mucho más de esa época, de su modo de sentir que algún que otro centón histórico. Es la magia de la literatura cuando es excelente y esta novela posee momentos de ese tipo de excelencia que hacen de ella una obra notable. Cuando el lector finaliza su lectura sabe más de una época y de una ciudad que antes de abrir una sola de sus páginas, y sabe más porque se le ha hecho partícipe de una sensibilidad distinta, se le ha abierto hacia una manera distinta de sentir y eso es algo impagable pues ya se sabe que la historia es nuestra opacidad. De ahí esas fantasías que se nos impone a veces de inmiscuirnos en épocas pasadas, que en realidad sucede lo mismo que con la ciencia ficción pero al revés: realizamos proyecciones al pasado del mismo modo que la ciencia ficción lo hace en el futuro, pero en realidad entre esas dos opacidades lo que hacemos es proyectar nuestra propia época. No somos dioses. No podemos abolir el tiempo.

El collar de los balbases se apoya en rigurosos hechos históricos: ese collar que inicia Spínola, el del cuadro de Velázquez de La rendición de Breda insertando una perla que a cada generación de la familia se le añadirá otra y así hasta completar un collar rutilante, enmarcado en hilo de plata, con 30 perlas. El collar posee su leyenda negra y no es momento aquí de revelar que hace Jorge Eduardo con esa leyenda en su novela. Baste decir que la época recreada es la de  Pepe Alcañices y de los amores de este con Sofia Troubetzskoy, que lució el collar como última representante de los Balbases. Luego el collar pasa a ser un mito oculto, propio de thrillers. Se dice que la Regente poseía el collar porque Alcañices se lo regaló, se dice que lo en realidad poseía la familia real era una copia pero lo cierto es que Alfonso XIII en el exilio, logró ver en una joyería de la parisina Plaza Vendôme el collar de su familia. Y aquí se pierde el rastro.

XI duque de Osuna. Federico de Madrazo

 

Jorge Eduardo nos recrea el Madrid de la primera guerra carlista, ese Madrid romántico donde pululaban personajes como Luis Candelas, y escritores como José de Espronceda, Larra, Ventura de la Vega, Salustiano Olózaga, Álvárez Mendizabal y el Alcañices que luego tomará tanta importancia política. La alternancia de la primera y tercera persona en la novela roza lo primoroso, lo excelente. La primera persona corresponde a la pluma de Henry Beaufort, que desde su casa de Gloucester Road,calle en la que ciento cuarenta años después un cubano, Guillermo Cabrera Infante, fantaseó al modo de Joyce con recrear La Habana de 1958 y donde aún vive su viuda, Miriam Gómez, rememora su juventud en el Madrid de sus parientes, los duques de Osuna, que eran los modernos de la época, ofrecían veladas donde se daba de comer un plato francés muy curioso llamado croquetas y en su finca de El Capricho organizaban unas carreras extravagantes y muy apreciadas de caballos al modo del Ascot británico.

La voz de Beaufort permite al escritor acercarse de una manera íntima a personajes del momento, como George Borrow, don Jorgito el Inglés, del que Jorge Eduardo realiza un retrato estupendo, sus parientes, los Osuna, que desde su palacio de Leganitos y El Capricho, son los aristócratas de moda en aquel Madrid asolado por el cólera y los carlistas que llamaban ya a las puertas de la capital, de Luis Candelas, recreado con perfección supina y del que Jorge Eduardo ha leido casi todo, y no sólo las biografías de Antonio Espina y Mariano Tudela, sino algo más importante, le ha dado vida y creo que en su feliz resolución tiene mucho que ver que el tal Candelas se disfrazaba de noble peruano, de Luís Álvarez de Cobos, y aquí nuestro escritor se ha esponjado, se ha sentido feliz, relajado, en tierra conocida.

Antes me refería que pocas veces se me ha otorgado en estos tiempos el haber leído una novela de género histórico como ésta. Lo  cierto es que esta novela vuelve a hacernos fascinante nuestro siglo XIX, a pesar de las críticas de los regeracionistas del 98 y los posteriores ideólogos de Falange, que veían en ese siglo de decandentismo y liberalismo una sumision a la Europa parlamentaria de la que no podía salir nada bueno, una Europa de decandentismo, debilidad y corrupción. Jorge Eduado nos ha devuelto el gusto por los recamados, por los terciopelos, por las colonias de lavanda, por las perlas, por las tertulias de los innumerables cafés, y todo ello sin hacernos olvidar este país que es divertido, sí, generoso, sí, pero también cruel, cainita, provinciano,  y en el fondo terriblemente fascinante…. y que fue en aquel siglo cuando el tópico de lo español como elemento diferenciador tomo carta de verdadera naturaleza. El siglo de los románticos…

 

http://El collar de los Balbases…

 

   Jorge Eduardo Benavides. El collar de los balbases.

Editorial La Huerta Grande. Madrid. 2018. 564 pp