Pintura de Vicente Verdú

Cuando se empieza a escribir y una lo cuenta, de entre las peores cosas que le pueden pasar es que alguien le formule La Pregunta: «¿Y qué es lo que escribes: poemas, relatos…?». Lo es porque en algunas ocasiones no hay respuesta. A partir de ese momento se comprende que o se está de un lado o se está del otro. Quizá también de ambos. Pero nunca fuera de tablero, a pesar de la insistencia. Porque el tiempo pasa, se sigue escribiendo y la cuestión toma un cariz más específico: «¿Se tratará de una novela? Ah, que no es ficción. Entonces será un ensayo». Pero no. Tampoco.

Por fortuna, las lecturas siempre terminan por lanzarnos un salvavidas. En mi caso, algunos libros de Vicente Verdú (Elche, 1942 – Madrid, 2018) gratificaron la inquietud de la anárquica lectora que ya era. Él sabía bien de la variedad literaria, de la no pertenencia a un canon demasiado angosto. Por una parte, tocó con maestría todos los géneros literarios tal como los entendemos sin sospecha (la novela, la poesía, el ensayo e incluso, especialmente en la última etapa de su vida, el aforismo); por otra, en ninguno de ellos se subordinó al canon más evidente. Y esa era la clave. Podemos recordar así, en su heterogeneidad, títulos como Si usted no hace regalos le asesinarán, Héroes y vecinos, Días sin fumar, Cuentos de matrimonios, El estilo del mundo, El planeta americano(Premio Anagrama de Ensayo), No Ficción, El capitalismo funeral y Enseres domésticos.También, por qué no, las columnas que durante años –desde 1981 y hasta el 14 de julio del presente año– escribió para el diario El País. Precisamente en este medio apareció el 21 de agosto un emotivo adiós a Verdú, fallecido el mismo día. Lo escribía su amigo y compañero Juan Cruz, elogiando por igual sus facetas literaria y pictórica, expresiones artísticas vinculadas por la sensibilidad que le caracterizaba.

Estas son algunas de las cosas que podemos destacar, a vuelapluma, de la vida y obra del polifacético autor. Pero la ocasión invita a morder el anzuelo de la relectura y sobreponerse a la aflicción volviendo a algunos de los libros con los que más nos hizo disfrutar en su momento. En mi caso, el primero de ellos que leí fue Días sin fumar, merecido finalista del Premio Anagrama de Ensayo en 1988 y delicioso incluso para aquellos que nunca hemos participado de ese vicio. Verdú relata a modo de diario, durante tres meses, el proceso de dejar de fumar, poniendo especial cuidado en la transmisión de la extrañeza, las rutinas, las sensaciones, algunas informaciones científicas relacionadas y la comunicación con ese otro espectro humano que no comprende su adicción. Es toda una metafísica del rol fumador. Metafísica, sí, porque atiende al modo como se concibe y puebla su mundo, y desentraña con habilidad cómo espacio y tiempo se doblegan a la imposición de esa cadencia. Lo entendemos así gracias a pasajes como el que sigue: «Un fumador adicto suele encender un cigarrillo cada media hora. El cigarrillo es un reloj adicional inspirado por el tiempo de metabolismo de la nicotina a través sobre todo del hígado, además del pulmón y los riñones». Y Verdú quería, además de transmitir ese mundo, crear otro y acceder a él.

El segundo libro que probablemente más me impactó fue Sentimientos de la vida cotidiana, una publicación temprana en su obra a la que yo llegué hace no demasiados años. Por alguna razón, como suele ocurrir, tomó relieve en la librería de viejo en la que la encontré, atraída a continuación por un índice dispar y curioso. Sus capítulos se anunciban como «Los fines de semana», «La pasión del tenis», «Épica de las rebajas», «El sexo de los vaqueros», «Amor y muerte en el cuarto de baño», «La peluquería: lo bello y lo siniestro», «El hipermercado o la compra como penitencia», «Lo mediocre», etcétera. Ese punto irresistible e inéditose confirmaba en su desarrollo, y la lectura de la vida cotidiana supuso el descubrimiento de una originalidad literaria tan refrescante como periférica.

Son muchos los tópicos que, con todo, mantienen su parcela tributada a la verdad. Uno de ellos es ese que invita a seguir deleitándose en la literatura más allá de las eventualidades físicas de sus autores, incluida la desaparición. Por suerte, además de la relectura aún me quedan algunos títulos de reciente publicación, este mismo año, como ese La muerte, el amor y la menta en el que Verdú se despide en verso, o el más reciente Tazas de caldo, un conjunto de aforismos que en una de sus últimas entrevistas él mismo definió como «pellizcos sobre la vida cotidiana que, en mi opinión, hacen este género ameno y hasta divertido». Allá iremos.