- De Carl Schmitt (1888-1985, o sea, casi cien años) sabemos que tuvo su época de mayor creatividad y brillantez en los casi tres lustros de la República de Weimar. De ahí son, por ejemplo, La dictadura (1921), Teología política (1922) y la monumental Teoría de la Constitución (1928). Pero también obras tan trascendentes como El guardián de la Constitución (1931), El concepto de lo político (1932) y Legalidad y legitimidad (1933). Un conjunto verdaderamente asombroso y que, como se ha repetido (con tono de denuncia) hasta la saciedad, no fue precisamente neutral desde el punto de vista ideológico.
En 1945, cuando termina la guerra, nuestro hombre tiene 57 años y sufre las dos detenciones que sabemos, la de Berlín y la de Nuremberg, que dio lugar a su declaración escrita que se ha publicado en nuestra lengua hace poco tiempo. Aunque no se vio condenado, lo cierto es que su vida -y le quedaban otros 40 años, que se dice pronto- no fue la misma, porque en su país pasó a ser, con toda justicia, un mal aimé del establecimiento. Quizá fuese en España, donde, por razones familiares -que su hija Ánima se instalara en Santiago de Compostela- y desde luego porque el franquismo buscaba mentores intelectuales fuera, Schmitt encontró su ambiente y aun su hogar, incluso en círculos de personas poco sospechosas de afinidad al régimen, como un Manuel García-Pelayo o un Enrique Tierno Galván.
Miguel Sarategui ha estudiado bien esa faceta de Schmitt como hispanista -con perdón por la palabra, que tanta simplicidad y superficialidad evoca-, de la que forma parte, por supuesto, su reivindicación de Juan Donoso-Cortés como fundador del pensamiento reaccionario, entendido este concepto en su sentido literal: de reacción contra una previa acción, al modo de la tercera ley de Isaac Newton.
- En suma, conocemos bien al Schmitt de Weimar (1919-1933) y al posterior a 1945. Pero hubo doce años intermedios, los de Hitler, a su vez divididos en dos partes, con 1939 -el inicio de la guerra- por medio.
De la vida y milagros de Schmitt durante el segundo de esos períodos, los seis años de la Segunda Guerra Mundial, se conoce poco. Permaneció en Berlín, en cuya Universidad era Catedrático, pero ya no se identificaba con el nazismo ni este lo seguía considerando uno de los suyos: su tiempo de Kronjurist o jurista de la Corona, o de Cámara, había pasado. Su existencia podría calificarse de anodina, si es que acaso ese calificativo le conviene a alguien con una personalidad intelectual tan acusada. Pues bien, es entonces cuando escribe Land und Meer, o sea, Tierra y Mar, con el subtítulo Una reflexión sobre la historia universal, que se editó en Leipzig en 1942. La traducción española, a cargo de Rafael Fernández Quintanilla, se publicó en el Instituto de Estudios Políticos en 1952. Y ahora la novedad está -de ahí esta reseña- en que Editorial Trotta ha dado a la luz -aunque en realidad se trata de una reimpresión de lo hecho en 2007- una nueva edición -revisada-, con Prólogo de Ramón Campderich, Profesor de Teoría y Filosofía del Derecho en Barcelona y del que los que están en el ajo de estas cosas recordarán su brillante La palabra de Behemot. Derecho, política y orden internacional en la obra de Carl Schmitt, de 2005. En el libro se ha incluido también, como Epílogo, el enjundioso ensayo de Franco Volpi sobre El poder de los elementos. Los tales elementos (de la naturaleza) son aquí los famosos cuatro de los pensadores presocráticos: el agua (Tales), el aire (Anaxímenes), el fuego (Heráclito) y la tierra (Jenófanes), a los que mucho después Aristóteles añadiría un quinto, el éter. Bien sabido es que, a partir del siglo XVI, la ciencia pasó a tener otros parámetros, pero a Schmitt -un hombre intelectualmente exuberante, si se quiere decir así- le encantaba rastrear entre los trastos viejos.
- En cierto sentido, este libro de 1942 viene a representar una especie de ensayo -borrador, le llama Campderrich en el Prólogo- de lo que en 1950 sería Der Nomos der Erde, o sea, El nomos de la tierra, en cuanto análisis de la dimensión espacial de cualquier organización y, en particular, de las unidades políticas. Pero hay otras dos ideas-fuerzas a subrayar, ya menos privativas de Schmitt: la consideración de la historia intelectual de la geografía, a partir de los descubrimientos de españoles y portugueses a finales del siglo XV, como un proceso de secularización; y, además, el realce de lo que hoy llamaríamos el poder blando, o sea, dentro de los instrumenta regni, los medios indirectos o por así decir culturales: los que consisten en la aculturación de las mentalidades.

Carl Schmitt (11.07.1888-07.04.1985)
En la edición de Trotta, el libro de Schmitt ocupa las páginas 21 a 82, con veinte capítulos pequeños, y con formato de un cuento dirigido a su hija Ánima, que en 1942 tenía once años. Poca cantidad, pero, eso sí, con una extraordinaria densidad. La Nota Final (que el autor, ya muy anciano, añadió en 1981) lo dice todo: se trata de apoyarse en el Hegel de la Filosofía del Derecho. Es notorio que en 1844 Karl Marx había puesto el foco en sus parágrafos 243 a 246 para hacerlos objeto de su Crítica, precisamente así llamada: es ahí donde el discípulo –rebelde, pero discípulo- habla de la religión como opio del pueblo y, desde su Londres de adopción, se dirigirá al pueblo alemán para pedirle que haga lo posible para salir de lo que entonces, y comparativamente, era una situación de postración desde el punto de vista del desarrollo económico.
En el libro de Hegel, el parágrafo siguiente, el 247, consiste en afirmar que “así como la tierra, el suelo firme, es la condición para el principio de la vida familiar, así el mar es la condición para la industria, el elemento vivificante que le impulsa hacia el exterior”. Y el Schmitt de 1981 dice de su libro de cuarenta años antes: “Dejo al atento lector la tarea de encontrar en mis reflexiones el inicio de un intento de desarrollar este parágrafo 247, de un modo análogo al que los parágrafos 243-246 fueron desarrollados por el marxismo”.
- Dos cosas más a resaltar. Primero, la nota inicial del Capítulo 13 –ya se ha dicho que hay un total de veinte- sobre el significado de la palabra griega Nomos y del verbo Nemein. Son tres acepciones, aunque más bien tres secuencias dentro de un proceso, a saber:
– El nehmen alemán, o sea, tomar, coger, en cierto modo también conquistar. Lo conquistado puede ser la tierra (Landnahme), el mar (Seanahme) o la industria, o sea, los medios para producir objetos (Industrienahme).
– Lo que en alemán es Teilen (dividir) y Verteilen (repartir), siendo el objeto esas operaciones lo que previamente se ha tomado o conquistado.
– En fin, pastar (en alemán, Weiden), “es decir, el uso, el cultivo y la explotación del terreno obtenido mediante la división, por tanto, la producción y consumo”.
- Para no agotar al lector, lo último es ponerle sobre la pista del papel que en la elaboración de Schmitt –muy sofisticada, como todo lo suyo- juegan tres grandes monstruos de la mitología judeocristiana, que son Leviatán –la bestia marina a la que el Génesis se refiere, sin ponerle nombre, como si fuese un dragón-, Behemot (al lector interesado hay que remitirlo a Job, 40, 10-19) y, en fin, Grifo, el gran pájaro Ziz o Bar-Juchne de los Salmos (50,11, así como 80,13). Es en el Capítulo 20 y último –página 80- donde Schmitt los junta a los tres y los actualiza a la luz de lo que la tecnología ofertaba ya en 1942: “Si pensamos además que no solo las aeronaves surcan el espacio sobre tierras y océanos, sino que también las ondas radiofónicas de las emisoras de todos los Países cruzan ininterrumpidamente la atmósfera y dan la vuelta al planeta en un instante, nos será más fácil creer que ahora no se ha conquistado tan sólo una tercera dimensión, sino que se ha irrumpido en un tercer elemento, el aire, considerado con (sic: debe ser como) nuevo ámbito elemental de la existencia humana. A los dos animales míticos, Leviatán y Behemot, vendría a sumarse un tercero, un gran pájaro”.
7. Pero tan elevadísimas reflexiones no nos deben hacer olvidar que este libro obedece a un contexto -1942, Berlín, como se ha indicado-, en el que el resultado de la guerra aún no podía vaticinarse. Habría que esperar a febrero de 1943, con el final de la batalla de Stalingrado, para que las cosas empezaran a decantarse. Y de hecho los propios aliados no se reunieron en Teherán hasta diciembre de ese 1943. Pero probablemente Schmitt intuyó antes que nadie que su país estaba perdido, porque de otra manera no se entiende la frase -en pasado y con tono de nostalgia por lo que prometía y se frustró- de la página 79, al comienzo precisamente de ese Capítulo 20: “En pocos años, los que separan 1890 de 1914, un Estado del continente europeo, Alemania, alcanzó el adelanto industrial inglés e incluso llegó a superarle en importantes aspectos de la producción de maquinaria, buques y locomotoras, una vez que Krupp se hubo mostrado, ya en 1868, a la altura de los ingleses en la construcción de cañones. La guerra mundial de 1914 se inició bajo el nuevo signo”, pero luego terminó como terminó. Que nuestro autor, en 1942, hable -en pretérito- de esas glorias patrias resulta, leído con ojos de hoy, toda una confesión: “vamos a perder otra vez”.
Hay que ver lo que cunden 61 páginas cuando el escritor es alguien tan profundo. Y además -lo uno no se encuentra en entredicho de lo otro- tan entretenido.
¡Qué suerte tener amigos que, por navidad, regalan libros como ese!