Con frecuencia asociamos poesía y tristeza. A mí esto me aburre. Conozco ese percal. El advenimiento del Mundo Contemporáneo parece que obligó a que los poetas fueran todos, o casi todos, tristes. Yo no conozco mucho, no he leído mucha poesía, pero lo sé. Sé que es así. A los poetas siempre les imaginamos tristes. Con frecuencia, cuando tomo un libro en mis manos me encuentro con versos que versan sobre asuntos muy sensibles, incluso dolorosos o agónicos. Y esto no siempre me gusta. Siempre he preferido lo simpático que lo aburrido, como entiendo es lo natural; creo que es mejor el placer que el sufrimiento, y ello me parece una obviedad.

Con exceso, y cada vez más, según avanzamos en la modernidad, se escribe una poesía a cuyos versos se les da mayor importancia en sus pausas y silencios que al verbo de sus frases. Al estilo del Oriente del Sol Naciente, lo que está muy bien. Con su particular pasión nos dejan las páginas de los libros en blanco, de tal forma que podemos compartir versos, reutilizarlos, ilustrarlos. Omitir las palabras cuando se escribe me parece algo extraño, es un vacío que me agobia, por más que se lean preciosidades, miniaturas exquisitas, perlas y diamantes. Pero si ya tenía una opinión de la poesía invadida de tristeza, aún me extraño más con los poemas tan callados, con esa poesía muda que me resulta aún más triste.

Sé que lejos quedan el Cantar de los cantares, la poesía del Renacimiento, las glorias del Barroco. Que desde que se iniciase el reinado de la Ilustrada Razón, los asuntos del corazón y del pensamiento los explicamos de otra manera en la escritura. Pero no entiendo bien por qué las emociones líricas las teñimos de tristeza casi obligadamente. El mal de Baudelaire, los infiernos de Rimbaud.

Yo no. Reivindico la loa y las alabanzas. Los juegos florales y las odas alegres. Los brindis y los rondós. Prefiero las alegrías a las penas y soy más de sonrisas que de lágrimas. Más de los valles del Tirol o de Vermont, que del desierto del Gobi o del Namibio, por más que a éste le bañe el Atlántico Sur. La familia Trapp mejor que la tribu mercenaria de Tipu Tib en los Grandes Lagos africanos. Eso por un lado. Por otro…

…Decía Proust que las frases largas son como laberintos del pensamiento en un jardín inmenso donde se confunden las emociones y los sentimientos. En su caso, absolutamente es así. Su verbo escrito es un laberinto verde muy verde, con el brillo del rocío en el verde carruaje, Su relato y discurrir forman un laberinto trazado por el orfebre de sensibilidad más exquisita que es el autor, con una observación un tanto enfermiza, pero trazando una filigrana natural sólida como la malaquita.

Si uno se introduce con gusto en el jardín del autor francés, será feliz en la aventura que supone su lectura. Acariciará su pensamiento con los sentimientos y emociones que se confunden en las largas frases como laberintos, que como una tela de araña capturan al osado lector. A mí esto me gusta. Me gusta Proust. También otros.

El último libro de poesía que he leído, De bares y tumbas, del poeta y músico Manuel García, es un maravilloso poemario (decir otra cosa no se puede). Son tombeaus barrocos en bares de carretera. Algo soberbio, ciertamente. Pero son versos tristes, tristísimos, que no te hacen pasar un buen rato, que generalmente es lo que uno quiere cuando se pone a leer.

A mí no me van los cantares tristes. Hacerlo, cantar, no puedo, tengo que escribirlo y lo que digo, prefiero hacerlo sobre ángeles que sobre diablos, sobre burbujas de vino que de aciagos sentires. Prefiero rosas que crisantemos. La calma y el gozo que la fiebre y la tristeza. Un goliardo a medias.

Y, también, como el divino francés (si pudiera), no quiero ahorrarme el verbo, que para eso me pongo a ello. Uno se dispone sobre la hoja en blanco para escribir, no para quedarse callado, aunque sea de los silencios de donde nacen las palabras escritas. Yo no callaré mientras pueda glosar lo que me gusta, por más que sea lo común y eterno: el olor de la flor, la caricia de la brisa, el crepitar de la madera en la chimenea tumbados sobre la alfombra, el chin chin de dos copas. Y lo haré, posiblemente, con frase larga.

Maria José Peyrolón. Baño de recuerdos