ENRIQUE LÓPEZ VIEJO
 

Ilustración de Juan Díaz Zárate

La autopista que sigo. El ancho camino que recorro en línea
recta, sin parar, sin conocer bien la distancia que me queda para llegar no sé
a dónde, sin saber nada de cuándo acabará este trayecto, por más que sospecho
que el final está cerca, claro que esta es una frase hecha como otras y, en
consecuencia, resulta fácil decirla.  

No devaneo. Voy recto. Hubo unas grandes curvas al comienzo
de la ruta, pero luego, el camino es recto. Mi rumbo es norte, voy hacia el
frío, hacia cielos nublados, al fondo, especialmente densos. Ésta puede que sea
la última autopista que recorra, o quizás tenga que hacer muchas más millas en
algún tramo que aparezca para dilatar mi término y fin. Que hubiera otra que la
continuase. Podría ser así o no. Pero no termina súbitamente una autopista, que
siempre hay un final abierto, o concreto pero amplio.

Un recorrido que sigo estos días en los que despido otro
invierno, un invierno muy complicado, como muchos, como todos los últimos en mi
vida, tengo que decirlo así pues es la verdad. Estoy cansado y se me nubla la
vista. Por muy callado y trémulo que sea este avance, resulta tenso,  no sudo, que podría, el frío no me deja, pero
mi corazón tiembla en su acelerado ritmo.

Tengo que soportar la llegada de la primavera entre dolores
y medicamentos. Si sólo fuera eso. Me gustaría paralizarlo todo. Lo de siempre,
parar el tiempo. Evitar su paso perverso. Me quedaría hibernando una larguísima
temporada, varios lustros sería mi sueño. Reloj no marques las horas. No las
marques que te destrozo. Últimamente se me han parado varios relojes, lo que ha
sido un indicativo fatal. Menuda señal. ¿Algo más obvio? Y, por otra parte, ¿qué
esperanzas o remedios van a existir en un burdo y aburrido tic tac?

Una larga línea recta dirigiéndose hacia una luz cenital al
fondo, como en una pantalla, una luz inquietante, una cortina amarilla, dorada,
que ha aparecido al perderse la densa masa de nubes en un alto horizonte muy
arriba en el cielo, una cortina de luz que ilumina el cambio de rasante. ¿Qué
vendrá después? ¿Qué hay después?
Toda autopista tiene su final. Lo tiene en sí misma, en
algún extremo, en otra autopista, en distintos ramales. No lo sé ésta, ésta es
muy recta, muy ancha, ocupa todo mi espacio visual, su propio horizonte se
concentra en mi parabrisas, que apenas extiende su perspectiva según lleve o no
las ventanas abiertas. Van cerradas, hace frío en el exterior. Todo a mi
alrededor es esta recta carretera que empieza a parecer infinita.

Dos anchas vías, dos arcenes, una pequeña vaguada continua en
los márgenes, lindando con los bosques de abetos comenzando a helar su rocío.
Una línea discontinua pintada en medio del asfalto, línea perdida ya, apenas dibujada,
muy desgastada. Dos vías y dos direcciones, pero no hay que engañarse, no viene
nadie en contra dirección. Nadie regresa del rasante que tengo enfrente, de la cortina
de luz que parece cercana y a la que me dirijo. Nadie del otro lado. No tengo
miedo de ir solitario en esta carretera, y voy por su centro mismo. Nadie por
delante, nadie por detrás. Nadie. Solo con un motor rugiendo lento. Unas
cuantas canciones tristes, guitarras, bajos, una armónica, lo de siempre en
estas carreteras solitarias. Siempre son baladas tristes o canciones pulsadas
con la tensión de un bajo continuo barroco. Bellísimas canciones de carreteras
y caminos, como antaño las del tren, tantas de los trenes y sus historias.

Ascendiendo, ¿qué me encontraré en el cambio de rasante?
¿Qué me encontraré tras aquellos haces de luz amarilla?

Varado, recreo, recreo miles de millas, de kilómetros en mi
mente. Desde niño en los páramos y altas mesetas que nos llevaban al Norte, a
la Montaña y al Cantábrico, carreteras heladas de la infancia, carreteras entre
pinares y choperas de las riberas en la adolescencia y juventud. Carreteras
secundarias hacia el Norte, hacia el Sur, en la ancha Mancha, entre serranías y
campos de olivo bañados por la luna. Las carreteras de los vientos atlánticos,
las de las brisas mediterráneas. Generales y secundarias, autovías, autopistas.

Con el tiempo, destinos más lejanos, y más kilómetros hacia
el Norte de lluvias y fríos, Europa. Las inmensas carreteras americanas del
Norte. Entre bosques en Nueva Inglaterra, Vermont, el Maine. El inmenso Medio Oeste,
las rutas del Sur. Las altas de las Rockies, fronteras con Wyoming, con
Montana, Colorado, las mestas de Nuevo México, desiertos de Arizona. En
California, de todo, desiertos y sierras, pistas y curvas pacíficas. El Canadá.
Cuanta belleza.

En el Sur, otro tanto. Cuantas veces la Patagonia. La Patagonia
del Pájaro Loco de Braudel. Del coirón batido por vientos a ras de suelo que
canta el payador. Miles de kilómetros en Patagonia con direcciones muchas veces
obligadas por los vientos o por la existencia o no de la ruta misma. Miles con
mi amor y con amigos. Trayectos sin casi estación de tres días, de tres y
cuatro y más, en autocares como aviones, en coches mejor y peor preparados,
siempre alimentados de paciencia y prudencia. Los vientos y la soledad, parece
mentira que esos sean los grandes riesgos en un camino sobre la tierra áspera y
dura.

Ahora todas las carreteras son ésta. Todo lo vivido en el
resto, se concentran en ésta. El Norte grande y las carreteras que atraviesan
la Panonia. Ahora es esta luz amarilla que empieza a cegarme, o quizás sea el
cansancio y debiera pararme, pero no puedo, es más la querencia del pie en el
acelerador.

No quiero otra primavera, tengo que llegar al frío. ¿Por qué
pienso así?
Muchas, varias. Al sur del sur de Sudamérica, precioso título
de un cuaderno que allí escribí, y título que encontré utilizado por otro sin
intención ni perjuicio, no era plagio por las partes, es más, él lo había
escrito antes, me parece, y yo no lo conocía.

Con todo lo recorrido y lo que se podría pensar no me gusta
mucho este final, que por otra parte quiero sea de la mejor manera.

Seis, seis, seis. Recuerdo ahora aquella autopista o autovía
del diablo que llegaba a Four directions, en la linde justa de cuatro estados,
Colorado, Utah, Nuevo México y Arizona. En la oscuridad inmediata al crepúsculo
que se nos presentó dirección sur, elegimos Nuevo México, las mestas, destino
Durando, reservas indias, los hopi, los pueblo, los zuñi. Tras los montes de la
Sangre de Cristo, ¿se llamaban? Nuestro final de autopista fue el propio, el
más beat. Los niños dormían en las habitaciones al lado. Los tres, una botella
de Johnny Walker, una de tequila, la mía de vodka. Nadie en el motel, nadie en
el pueblo a aquellas horas, el de la licorería, el de la tienda de armas, el de
una pizzería.

Enrique López Viejo
(Valladolid, 1958-Madrid 2016). Es el autor de  Tres rusos muy rusos.
Herzen, Bakunin y Kropotkin (Melusina, 2008) Pierre Drieu la
Rochelle. El aciago seductor (Melusina, 2009) y La Vida crápula
de Maurice Sachs (Melusina, 2012), Francisco Iturrino, memoria y semblanza
y La culpa fue de Baudelaire (El Desvelo, 2015).