El asunto con eso de parecerse a un monstruo es que la gente te teme o te desprecia o te ignora o te quiere pisar con el auto o descargarte en el pecho todas las balas de una ametralladora MAG 7,62 mm. o insultarle a tu madre o pensar “pobre diablo” o disimular su asco en una sonrisa o ladrarte mientras caminas o culparte de todas sus miserias, en fin, bah, como a cualquier persona normal. Sin embargo, me ha pasado varias veces, de llegar a un restaurante y que las sillas queden vacías y que las puertas, aunque no fueran vaivén, terminasen como de saloon de lejano oeste. Y los inspectores de tránsito, tan sensibles al 0,5 gramos de alcohol por litro de sangre y a los muertos en el baúl y a las armas en la guantera, ya no me detienen para pedirme la licencia y eso que llevo un guiño roto desde hace tres meses y una vez doblé en U sólo para verle el posterior a una señorita que tenía pinta de secretaria a juzgar por la falda y el paso apresurado como de quien se juega la vida en unos folios y algunas carpetas. Pero soy incapaz de matar a una mosca. Me lo dijiste tú misma la noche esa que me arrojaste un florero. “Reaccioná, hijo de mil cortesanas guarras, sin querer parido y en una iglesia abandonado”, supusiste. Siempre te gustaron los improperios combinados y los hipérbaton desubicados. Pero luego me limpiaste el corte en la cabeza con un algodón y me hiciste el amor aunque estaba desmayado.
Es que es del todo cierto. A un monstruo se lo debe juzgar por sus apetitos. Eso diferencia a un idiota de un monstruo. Además que uno se conforma con migajas de dicha y el otro sabe reconocer la felicidad aunque nunca la haya visto. Pero yo no sé si fui feliz alguna vez. Claro, me gusta dormir hasta tarde y sonrío cada vez que alguien se quema con el primer sorbo de té, pero acepto una segunda opinión.
Si alguien sabe si soy un idiota o un monstruo, esa eres tú. Porque el amor es el apetito de apetitos. Y a veces quiero seducirte como un novio con un ramo de petunias o con rosas robadas de un nicho y comprarte bombones y llevarte al cine y proponerte en París y bajarte la luna y dormirnos en la Piazza San Marco con la canción de un gondolieri; y otras veces, tan arbitrariamente como un elefante entonando las estrofas del himno neozelandés o como el Pentágono, sin probar nada en ningún océano, ni misiles ni pasos de baile para el Cuerpo de Marines, se me ocurre ser un cohete de la URSS y avivar cualquier guerra fría hasta que me disuelvas las ganas de alunizarte como una inoportuna perestroika; y por qué no, sacudirme el pelo mojado como un perro después de caerse a una zanja con agua de las cloacas, un segundo después de que te hayas vestido para una fiesta; también terminar en la cárcel por escarbarte el pecho con un tenedor, para ver qué tienes allí, si un corazón, lindo, con ventrículos, válvulas bicúspides y todas esas arterias enredadas como auriculares o algo más, también vivo, pero menos horroroso. Porque el amor es para los idiotas. ¿Lo has notado? Los idiotas lloran con las sagas de vampiros pero no les conmueve ni una neurona ni un glóbulo blanco la traición o la mentira. Se dejan aturdir cuando un reggaetón los mancilla a quemarropa, pero la muerte no los desorienta. El amor es cosa de torpes, ya ves, como la muerte es cosa de sabios.
Los monstruos vivimos en un agujero en alguna cueva y sabemos del frío y de las estalactitas goteando sobre nuestra cama todos sus períodos glaciares. Además allí no hay tv satelital. Por eso me decías “abrázame estoy congelada” y luego, “monstruo, estás como el ártico, quítame las manos de encima o te denuncio”. Eso, creo yo, es precisamente lo que nos define como monstruos. La inhabilidad para hacer lo que es la norma. Por eso también, una vez, me quemaste el cuello con un encendedor, porque pagué la boleta del gas con tres días de retraso y nos cortaron el servicio en medio de una nevada. Claro, no podía abrazarte, porque un buey almizclero no sirve de calefactor. Por eso odio la monotonía del desayuno en la cama, de pedir la cuenta a los mozos, de lo que se usa decir cuando se acostumbra querer quedar como un caballero. La rutina me convierte, me deforma los gestos y me crecen pelos en los muslos sin importar las circunferencias de las lunas. Es probable que en ello haya algo extraordinario. O no. Tal vez sea el sistema inmunológico repeliendo un virus o una defensa del organismo intentando evitar algo peor. Ser un hámster en la rueda, por ejemplo. Otro más.

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