Barbie y Oppenheimer se disputan la atención del público cinéfilo chivilcoyano. Ni el frío ni la humedad fueron suficientes en la semana de los estrenos para rechazar la invitación de los dos colosos del entretenimiento en vacaciones de invierno, que catequizan a los auditorios con discursos en apariencia pasatistas pero que van desde la reflexión sobre la frivolidad y los estereotipos a la inclinación autodestructiva de la raza humana.
Las gentes se mixturaron en el debut, con los pulóveres rosa chicle y los gabanes negros, como dos fuerzas en equilibrio frente a la pantalla. Los incautos pudieron ver en las veredas del Metropol y Tu Cine un rasgo sustancial de las almas en los trajes de colores de explícita simpatía por la chica plástica o el físico cuántico. Y ver, a la salida de aquella atmosfera oscura que emula al ensueño, la niñez en cualquier sonrisa adulta y los signos tenebrosos en otras miradas. Muñecas y científicos, imprimiendo una personalidad a la ciudad, de goma de mascar y de bomba.
Los que simpatizan con Barbie más allá del cliché fucsia, las conversaciones efervescentes de la adolescencia de fuste y el propósito legítimo de pasar un buen rato, buscan sumar conciencia en la corriente que cuestiona la superficialidad y el consumismo; Barbie, correspondiendo a su fama expansiva, en cada orden de cosas y de oficios, se postula como una nueva rama de la sociología.
En cambio, Oppenheimer, se presenta como una forma adulta de expresión y arte. Sobrevuelan la película las preocupaciones por el mañana y la figura del hombre transitando la desdicha de querer ser Dios. Con una fórmula o con otra, ambas aportan sentido a la capacidad moral del ser humano y a alguna forma de expiación.
Después de todo, que “uno va al cine […] y vive su noche” ―dice Cortázar en “Queremos tanto a Glenda”―,“[…] la tierra de nadie y de todos allí donde todos son nadie,” quizás siga obedeciendo a esa grandeza de soledad de las salas, y al imponderable espiritual y poético de un film que escena a escena se va convirtiendo en una experiencia. Barbie y Oppenheimer le hablan al individuo con familiaridad afable, pero también dialogan en la representación de símbolos universales, porque son alegoría. Por eso en la sala se generan distancias y los que fueron como compañeros se desconocen, siempre que se vaya desarrollando dentro del espectador otro espectáculo que percuta haciendo un ruido por cada corazón, cada alma golpeada a su manera.
En las redes, esta antinomia hollywoodense es llamada “Barbenheimer”, y es acompañada por imágenes de Barbie sonriendo delante de un hongo nuclear o del científico de semblante gris, pensativo en el asiento de atrás del convertible de la muñeca. De alguna forma, cara y cruz de la moneda del entretenimiento, por la que numismáticos y críticos de cine aún siguen preguntándose por su influencia en las personas de verdad cuando abandonan las salas de IMAX.