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Quico Rivas, 2003. Foto de Juan Carlos Muñoz

 

GENIO Y FIGURA ENTRE ARTE Y LITERATURA

El título es el proyecto

Quico Rivas

Pablo Sycet Torres

En mis últimos encuentros a solas con la galerista Juana de Aizpuru, en el despacho de su espacio expositivo en Madrid, siempre había algún momento para rememorar la presencia en nuestras vidas de José Ramón Danvila, fallecido en 1997, y de Quico Rivas, que también nos dejó en 2008, amigos a los que ella siempre se refería como “mis queridos José Ramón y Quiquete”, porque se conocían desde los primeros años 70, cuando Juana abrió su primera galería en la calle de Canalejas, en Sevilla, y tuvo a Danvila de cómplice y confidente, y a Quico como inquieto empleado y aprendiz de todo.

Justamente un año antes había comenzado la andadura del Equipo Múltiple (1969-1972) formado por Quico y Juan Manuel Bonet tras su encuentro en el Instituto Fernando de Herrera, de Sevilla, una experiencia muy corta en el tiempo -tan sólo tres años- pero desbordante en cuanto a sus contenidos y ambiciones, porque no sólo ejercieron a dos cabezas y cuatro manos como pintores, y también como críticos de arte y literatura en las páginas del suplemento cultural de El Correo de Andalucía que dirigía Antonio Bonet Corrrea, padre de Juan Manuel, y en otras publicaciones, sino que también ejercieron como verdaderos catalizadores de las corrientes más renovadoras que llegaban desde Europa y América cuando España era todavía un verdadero erial, desconectado del resto del mundo en lo que se refiere a las inquietudes y el arte de nuestro tiempo.

De aquella anécdota de su infancia que Quico Rivas me contó durante alguna de nuestras largas charlas preparatorias de ‘Entre dos mundos’, mi primera exposición retrospectiva que él comandó y presentó en 2005 en el Palacio de los Condes de Gabia, de Granada, creo que se pueden deducir algunos supuestos que relacionan y definen su personalidad y su inequívoco talante creador en relación directa con las muy diversas tentaciones que convirtió en los ejes de su actividad creativa -”crítico de arte, comisario de exposiciones, investigador, escritor, editor, artista plástico, poeta, anarquista, aficionado al flamenco y, sobre todo, agitador y creador de situaciones”, según la enumeración de sus múltiples facetas descrita por Esther Regueira, gran especialista en su vida y obra-, todos los desafíos en los que se aventuró a lo largo y ancho de su intensa vida: un conato de atropello en los años 50, al cruzar un semáforo, cuando iba de la mano de su nurse, lo dejó marcado para el resto de su vida con una instintiva y perpetua tendencia a huir siempre hacia adelante, tanto en la literalidad de su intuitivo gesto, como en sentido figurado respecto a sus posteriores trabajos y empeños creativos.

 

Quico Rivas y Juan Manuel Bonet. Foto: Tony Catany, 1972

 

Aquel pequeño incidente, que no tendría mayor relevancia en la biografía de cualquier otra persona, fue determinante para Quico y así me lo hizo saber en una de aquellas reuniones para tratar de desempolvar los recuerdos de mi infancia y adolescencia, tardes en las que también terminaron por aflorar algunos de los suyos, como este del conato de atropello que habría de determinar su carácter de abanderado de las causas más extremas o románticas, y su vocación de hombre siempre en vanguardia. Y aunque es muy probable que esta relación causa/efecto entre aquel incidente callejero y su posterior actitud ante la vida pudiera ser una de las muchas fabulaciones de Quico sobre su propia biografía, más que el hecho real y determinante de su existencia, en la que ir un paso por delante de los demás era un desafío cotidiano, terminó perfilando su manera de entender el mundo y de burlar o de afrontar los desafíos de todas sus esquinas.

Sólo así se explica ante mis ojos, y los de tantos otros que terminamos siendo sus amigos, como pequeñas teselas del mosaico de afectos que determinó su existencia, ese frenesí que compartió con su compañero de estudios, Juan Manuel Bonet, para convertir sus años de adolescencia y juventud, y más allá también, en una trepidante novela de aventuras con el arte y la literatura como telón de fondo, para llegar al fin de sus días convertido por propia voluntad en un pintor dominguero, su inesperada reivindicación de una forma de entender la práctica del arte desde los márgenes de lo cotidiano, y una gozosa decisión que vino a subvertir el orden establecido: ningún reputado crítico y ensayista de arte había tenido la osadía, antes que Quico, de ejercer como pintor, con todas sus consecuencias, en el primer y último tramo de su vida. Y, además, reivindicándose como pintor dominguero, que era la forma más bizarra de proclamarse creador total ante los ojos de todos aquellos sobre los que él había venido escribiendo durante varias décadas, en vez de guardar su participación en el Equipo Múltiple, tal hizo Bonet, como una añorable locura de juventud y una gloriosa experiencia romántica de la que, pasado el tiempo, poder presumir como héroes de leyenda.

Pero, por contra, Quico también quiso poner en cuestión esos límites y hacer de su necesidad, virtud: con una sola vida a su disposición, decidió plantarle cara al mundo y dinamitar todos los estereotipos para convertirse en el feliz abanderado de su propia causa, y en el verdadero pretexto para esta exposición, como su definitiva declaración de intenciones: no estaba dispuesto a renunciar a nada, a pesar de los riesgos que comportaba su decisión de insistir a destajo en una práctica (pública) de la pintura de cara a su prestigio como ensayista y crítico de arte, y convirtió el placer de volver a pintar, y exponer el producto de su trabajo, en todo un desafío vital.

 

II

Una vocación tan heterodoxa y firme como la suya para librar tantas batallas como frentes creativos fue abriendo a lo largo de su vida, le permitió a Quico Rivas explorar todos los territorios que le exigió su voluntad de hombre de acción, mentalmente siempre un paso por delante de los demás como réplica de aquel incidente vial de sus primeros años, a lo largo de sus once lustros de vida para hacer compatibles la escritura de su monumental Reivindicación de don Pedro Luis de Gálvez a través de sus úlceras, sables y sonetos, cuyo original mecanoscrito ya había dado Quico por perdido antes de su muerte en 2008, con la creación de una colección de pinturas y collages de pequeño formato, convencido de que una sola imagen, al margen de sus dimensiones, puede llegar a valer tanto, o incluso más, que mil palabras.

El poeta y hampón malagueño al que Valle Inclán inmortalizó en sus Luces de bohemia pidiendo limosna con el cadáver de su bebé entre los brazos, fue el prototipo del bohemio sablista y ferozmente descarnado que Quico Rivas convirtió en su héroe particular, llegando a establecer ciertos paralelismos de cara a un imposible futuro, el suyo, que hoy ya es este presente nuestro en el que coinciden en el tiempo un avance de biografía, en proceso de escritura por parte de Fran G. Matute y que será publicada por Juan Bonilla en la misma editorial (Zut) que dio a la luz su biografía de Pedro Luis de Gálvez, una exhaustiva monografía sobre su vida y milagros quiqueteros a la que Esther Regueira ha dedicado muchos años de estudio e investigación, y esta exposición de las pinturas que seguían en poder del autor en el momento de su despedida de este perro mundo, y que componían su universo más íntimo.

Esta postrera colección de pinturas y collages que bien podría verse como su colección particular, la selección final de aquellas obras que decidió dejar fuera del mercado y reservar para sí mismo, como fiel infantería de formas y colores en lucha con las memorias de su porvenir, creo que tiene algo de testamento creativo de quien seguía pensando que algún año de estos tendría que sentar la cabeza. Pero Quico, fiel a sí mismo hasta el final de sus días, siguió ejerciendo como pintor dominguero y reivindicando ese concepto como un acto de rebeldía ante las estructuras estancas del arte establecido, y a modo de feroz contrapunto: quien había ejercido la crítica de arte desde los medios más prestigiosos, saltaba de nuevo a la otra orilla, la de la práctica de la pintura, y no dudaba en mantenerse en los márgenes con su eterna y rabiosa etiqueta de pintor dominguero.

En esa foto que circula por Internet, y que aparece en la pantalla en cuanto se teclea su nombre en cualquier buscador, Quico aparece sentado delante de una suerte de estela horizontal que conforman sus pinturas, de muy diversos formatos y recursos iconográficos, y parecen componer una biografía emocional que aglutina todos sus registros creativos, puesto que en estas obras que parecen guardarle las espaldas no sólo están condensadas sus inquietudes plásticas, sino también la sabiduría silente del pensador y ensayista que analizó y describió durante décadas la historia del arte y el devenir de sus coetáneos, y que conforman una fascinante cosmogonía de quien fue genio y figura hasta la sepultura.

(Este texto es del catálogo de la exposición)

 

Sister Morphine, 2008