Giuseppe Boldini. La tienda roja, 1904

 

París durante la primavera, con el verde de los jardines flanqueado por el gris de los edificios. París en el verano bajo el sol que persigue las sombras. París en el otoño bajo una cortina de lluvia que disipa las luces de los faroles. París en el invierno, con los días grises y fríos que se combinan con los trajes de los hombres que aparecen en los retratos de Giovani Boldini.

El París de la Belle Epoque, el feudo singular de los que reinaban sobre el mundo mientras combatían el tedio con vanidad y dinero. El París de Proust, pero también de Robert de Montesquiou y de Rita Lydig. El París de las primeras manifestaciones de una época entendida como culto al exceso, ya fuese del sentimiento o del gesto. Un tiempo sepultado por la primera guerra mundial y que dejó una estela de personajes que dilapidaron sus fortunas con una alegría impensable para nuestros ojos avaros de hoy. ¿El decorado? El fondo de las telas de damasco de los salones dormidos en el hastío de las recepciones. El terciopelo gastado de los palcos de los teatros donde los  ballets rusos actuaban bajo la implacable dirección de Diaghilev.

¿Qué hubiese sido de aquellos protagonistas sin el pincel de Boldini? Porque el pintor italiano, como un mago que es capaz de introducirnos en un círculo mágico,  supo inmortalizar mejor que nadie en sus retratos preciosista a los protagonistas de un París mítico.

 

La marquesa Casati, Giovanni Boldini y un invitado. 1913

 

Vemos una fotografía en blanco y negro algo deslucida por el paso del tiempo. En el medio de ella hay un hombre macrocéfalo subido a un taburete para igualar algo en altura a sus dos acompañantes. Vestido de etiqueta, Boldini da la mano a una mujer disfrazada de odalisca (ella le mira con atención), mientras al otro lado un invitado, vestido de turco, completa el trío. En el pie de foto se mencionan unos nombres y una fecha. Baile Longhi. Venecia… Giovanni Boldini, la Marquesa Casati…

Una fotografía hecha en una de las innumerables fiestas a las que asistió ese hombre que sonríe a la cámara desde su pedestal: Giovanni Boldini (Ferrara 1842-París 1931). Un pintor que convirtió a los protagonistas de esas fiestas en sus mejores cuadros, pero que hubo de esperar a tener más de cincuenta años para proclamar su reinado artístico en París, la ciudad deslumbrante y laberíntica en la que vivió tras estudiar en Florencia y vivir en diferentes ciudades italianas.

Cuando Boldini llegó a la capital francesa, Flaubert había cedido el cetro a Maupassant y los salones parisinos tenían, sin saberlo, a Proust como testigo literario. Unos salones que habían cambiado las reglas de juego desde los tiempos de los enciclopedistas. Entonces ya no era la aristocracia la que mandaba en ellos sino los nuevos burgueses y, sobre todo, los nuevos ricos. Gente que buscaba borrar los orígenes que les unía con antepasados más o menos laboriosos y, por tanto, poco dados a los entusiasmos y los festejos. En estos salones podemos ver a banqueros multimillonarios, industriales casados en segundas nupcias con mujeres hermosas que compiten en extravagancias, artistas de renombre y políticos con cargo o buena fortuna.

Serán las mujeres las grandes protagonistas de los cuadros de Boldini. Como la marquesa Luisa Casati, su connacional Franca Florio, que pasaba por ser una de las más guapas de su tiempo, Rita Lydig de Acosta, la baronesa Deslandes, la condesa Greffuhle, Consuelo Vanderbilt, la señora Strauss… que recorren la Rue Royal  del Huitième Arrondissiment deteniéndose en las camiserías, floresterías, joyerías… para dejar un reguero de compras que los chóferes se encargan de recoger y llevar a sus casas.

 

Retrato de Lina Cavalieri

 

Así podemos imaginar a la señora Doyen que, como una nueva Cenicienta, se prueba un par de zapatos de punta dura en Costa, requisito necesario en los retratos de cuerpo entero de Boldini. El pintor sostenía que ese modelo permitía una punta más alargada  y, por lo tanto, una línea mucho más graciosa de la forma del pie.

Pero a diferencia de sus antecesoras del siglo XVIII, que habían convertido las conversaciones en un arte y eran el centro de sus salones frecuentados por librepensadores y libertinos, estas hablan poco y saben menos. Prefieren deslumbrar con loros, felinos, magos y criados negros. Su tarea consiste en hacer de la anécdota una forma de vida frente al hastío de una existencia sin grandes sorpresas. Provocar el estupor permanente del prójimo sin caer en la payasada es tarea difícil. De intento en intento acabarán convertidas en seres excéntricos, rodeadas de gacelas, guepardos, boas y criados negros, mientras peregrinan entre París, Londres, Venecia, Niza y Saint Moritz sin poder dejar sus huellas en las redes sociales. Sólo cuadros y telegramas.

Bastarán unos años más para ver a la marquesa Casati dando un paseo por Venecia en góndola con Boldini. Ella lleva un traje de leopardo y en su brazo se posa un papagayo rojo que palabrea desde su altura. En la proa de la góndola un criado negro cuida de dos simios. Pero la marquesa, un espectáculo en sí misma que habría dejado en nada las excentricidades de Lady Gaga, será capaz de convencer al ayuntamiento veneciano de que cierre la plaza de San Marcos para dar una fiesta de disfraces a todo el gotha internacional. He aquí una digna antecesora de los organizadores de eventos de nuestro tiempo.

 

 

Giovanni Boldini,  solterón empedernido y pintor de humor cambiante, habla con la modelo de uno de sus retratos en su estudio, que fue ante del pintor Sergent. Ella pregunta por el precio del cuadro y él, sesenta años cumplidos hace poco, la explica amablemente que cobra 25.000 francos por retrato. Boldini, entre un trazo y otro a  la tela, con la partitura de Otelo dedicada por Giuseppe Verdi a un lado, le explica que se pueden conseguir sustanciales descuentos siempre y cuando se hagan ciertos favores.

En París es sabido que Boldini tiene por norma el acoso y derribo de sus retratadas, salvo que se encuentre en una de sus fases de enamoramiento que le duran mas bien poco. ¿Dónde están los maridos de estas mujeres? Por lo general ausentes,  dedicados a sus negocios, diversiones o queridas. Los días de estas señoras transcurren dando la impresión de no tener necesidad de nadie mientras se dedican con entusiasmo a la destrucción de su patrimonio en aras de su megalomanía. Y es ahí donde Boldini desempeña su papel, pues a estas mujeres les gusta coleccionar retratos de sí mismas que enseñen sus poderes: belleza, elegancia,  lujo…

El pintor no defrauda. Su pintura es una selfi de calidad. Su trazo mejora cualquier realidad y convierte al sujeto de su pincel en mucho más de lo que es. Basta comprobar las fotos de los elegidos y los retratos.  Los detalles que acompañan el cuadro son mínimos. Tal vez un piano, un galgo, una alfombra oriental, un mueble oscuro que nos advierte que no se  trata de un mortal cualquiera. Todo ello confiere al conjunto de esa sensación de seguridad que proporciona el dinero y que a los menos afortunados parece un universo extraño y superprotegido.

Un círculo mágico de gente educada, hermosa, capaz de aguantar los ataques del mundo externo, ya sean climáticos o materiales, gracias a unos interiores de cortinas pesadas y luces calientes. Las heroínas de Boldini están cerca y lejos a la vez, y eso les proporciona cierto aire triste, casi como si presintieran el final que les espera una vez  llegada la vejez. (Si la marquesa Casati encontró en Boldini el fiel aliado destinado a perpetuarla, Cecil Beaton la fotografió en Londres sus últimos días de mujer pobre y morfinómana).

No todo eran mujeres alrededor de Boldini. También había una serie de personajes masculinos, empezando por el barón Robert de Montesquiou. Él era la cabeza visible de una legión de hombres y mujeres a los que implicaba en sus costumbres mundanas, cotilleos y competiciones de vanidad. Montesquiou fue modelo literario para Huysmans en el Des Esseints y es el Charlus de Proust. Conoció a todos y protegió  a Debussy,  Goncourt, Verlaine, Mallarmé…

Genio de si mismo, homosexual, frecuentador de artistas y con el único vicio de la belleza,  fue uno de los grandes “modernos” de comienzos de siglo por su pensamiento veloz y esa inteligencia que años mas tarde Ezra Pound bautizaría como “vorticista”. Su mundo era el teatro, el olor del terciopelo de los palcos y el maquillaje  de los artistas. Se enamoró platónicamente de Ida Rubinstein cuando la vio actuar en un  ballet ruso de Diaghilev. Aquella judía representaba un ideal andrógino, el nervio de un estilo que años mas tarde se trasladaría a las pantallas del cine mudo. A él le gustaba llevarla a Maxim para invitarla a bizcochos y champagne. Podemos imaginarlo, delgado, con el mismo traje gris con que su amigo Boldini retrató su cuerpo enjuto y frágil, inclinado hacia atrás como si todo su equilibrio se debiese a su bastón de caña.

 

 

Con el paso de los años el color gris de aquel traje se tiñó de negro. La guerra estalló y de aquel mundo quedó la búsqueda de un tiempo perdido. El final del conflicto trajo una nueva aceleración visual, artística y social como correspondía a una nueva sociedad. Otros testigos tomaron  el relevo. La Marquesa Casati compró el palacio de Montesquiou, sede de muchas fiestas y garden-party de la época dorada. En el santuario de las manías del barón, colocó una pantera mecánica y el esqueleto de su boa mientras provocaba las últimas sorpresas.

Mas maniático que nunca, Boldini seguía pintando en su estudio parisino. Recibía peticiones de encargos a los que tardaba meses en responder si los aceptaba. Y, sorpresa total, contestaba al teléfono de su casa una voz femenina, de claro acento italiano, y que ejercía de secretaria. Se llamaba Emilia Cardona  y era una periodista que había conocida a Boldini a raíz de  una entrevista que le hizo en 1926. Entonces ella tenía 27 años. Se casaron tres años después.

El pintor, además de tener dificultades para vivir solo debido a su edad, no veía de buen ojo el propio declive físico y se enfadaba cuando le comunicaban la muerte de algún conocido. Afirmaba que lo hacían a propósito para hacerle enfadar.

Como escribió su amigo Montesquiou en últimas las páginas de sus memorias: “Cuando de repente, sin ninguna señal clamorosa,  nos damos cuenta de que la vida ha terminado,  nos sentimos fuera de lugar, extraños a nuestra propia civilización, aunque alguna vez también nosotros la hemos atravesado”.