Clint Eastwood en un fotograma de  «Por un puñado de dólares» (1964) de Sergio Leone

 

No es raro que Alessandro Baricco haya escrito el western metafísico Abel (Anagrama, 2024). Lo extraño hubiese sido que el italiano —nacido en 1958 y que siendo niño vivió la época dorada del spaghetti western— no la hubiese escrito.

Toda una generación recibió la influencia de los antihéroes rudos, amorales y desprolijos personificados por Clint Eastwood o Franco Nero; de los escenarios áridos y solitarios del oeste norteamericano generados en los estudios Cinecittà, cerca de Roma; de la imaginación inescrupulosa de Sergio Leone y de la música extasiada y épica de Ennio Morricone.

Toda una generación, me retracto, es decir poco. Veinticinco años después del estreno de Por unos dólares más y en Argentina, algunos canales de televisión continuaban pasando ese film y otros clásicos del género los sábados por la tarde. Mi abuelo, para hacerme enojar solía llamarme “Juan Salvaje”, como el jorobado delincuente interpretado por Klaus Kinski.

 

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No consta en ninguna entrevista (al menos en ninguna que yo haya leído), pero el niño Baricco, supongo con total seguridad, soñó alguna vez con ser el cowboy más rápido del oeste.

Por ese influjo, es probable que en Abel, Baricco haya escogido la gramática gastada del western: polvo, caballos, whisky y revólveres. Pero bajo esa apariencia —ese cine de miradas quietas y silencios ardientes—, Baricco construye una fábula bíblica deformada, un tratado espiritual disfrazado de cuento de vaqueros.

Lo bíblico se hace eje, sí, pero no sólo por lo más evidente. Los hermanos de Abel tienen nombres bíblicos, y su hermana, Lilith, aunque su nombre no aparece en la Biblia pero sí en textos hebreos y judío-religiosos, es una figura apócrifa asociada con el pecado. Pero esto es sólo lo superficial, lo hondo está en las manifestaciones del espíritu que no circunstancialmente suceden en el desierto del Lejano Oeste (un paisaje que comparte similitudes con el del Sinaí, por donde los israelitas vagaron durante cuarenta años), donde los límites de la fe, la palabra y la sangre se cruzan: “Quien mata a un hombre se confunde con él para siempre”, dice; también habla de “la duda de tener un alma demasiado pequeña para todo ese esplendor”. Y no trae consigo redención, sino preguntas. ¿Qué es el miedo? ¿Dónde se esconde? ¿Cómo es el remordimiento? ¿Cómo se “apaga” la mente después de matar?

 

Alessandro Baricco

 

Hay algo de parábola en el despliegue de la historia. Y, como en toda parábola verdadera, no hay moraleja evidente. Baricco escribe con la simplicidad opaca de los relatos fundacionales: frases cortas, diálogos escuetos, símbolos apenas esbozados. Cada silencio parece pesar más que cada palabra: “No creíamos en las palabras. Mi padre y mi madre tenían pocas. La gramática de la tierra tenía reglas completamente suyas”. En ese estilo parco, el autor invoca una espiritualidad despojada, hecha de gestos rotos, ecos de escrituras, y un vacío que no se llena ni con la violencia ni con la prédica. En realidad, es por esos intersticios por donde se filtra la ironía: un hijo predicador “invita a legiones de fieles a amar al Padre”, poco tiempo después de que su propio padre le haya disparado a la cabeza con una Sharps 559 milímetros.

Hay una violencia callada propia de los hombres duros que se desliza como una amenaza latente. Una violencia y un silencio que es traducido por la mujer fundamental del texto, que comprende porqué la muerte y las armas tienen tanto que ver con el amor. Hallelujah, se llama esa mujer, que de acuerdo al tenor de las escenas, hace honor a la interjección de júbilo que usan el cristianismo y el judaísmo para sus liturgias: gratitud por estar vivo tras un duelo a muerte.

Y Abel es un profeta invertido, uno que ha perdido la fe en el verbo o que prefiere interpretarlo a su manera. Dice: “Así comprendí el primer versículo del Evangelio de Juan, y desde entonces conozco el significado de la palabra Verbo”. Ese Abel no es la víctima del Génesis. Es la sombra de Caín, pero también una víctima de su propia humanidad extraviada: “Tienes dos sombras, Abel. ¿Qué haces con ellas?”, le preguntan. Abel contesta: “Me mantienen bien pegado a la tierra”. Su presencia de vaquero de western de los ’60 encarna una herejía. Y en ese gesto hay un misticismo al revés: este Abel es el Eastwood de la Trilogía del dólar, un pistolero atrevido y sucio que “liquida a sinvergüenzas en la Main Street”, que sin embargo, porque también lee a Aristóteles y Descartes, sueña que la muerte pueda purificarlo.

 

 

Algunos podrían pensar que Abel es solo una variación del arquetipo del forastero solitario. Pero es más que eso. En realidad, se trata de una búsqueda espiritual, sobre la fragilidad del hombre, sobre lo sagrado de la vida y la muerte, sobre intentar comprender de que tan sólo “somos segmentos de figuras más grandes” que no vemos y que por tal motivo creemos en el azar.

Esa profundidad no puede gritarse ni presumirse en grandes discursos. Por eso Baricco los evita y en vez de eso, sugiere. Lo que en otros sería tratado teológico, en él se reduce a una escena de miradas detenidas en la penumbra, a una frase rota en la boca de una mujer, o a una bala que un padre dispara a su hijo para acariciarlo. En cada gesto, en cada palabra, Baricco tiende una trampa pero también corre un poquito el velo para una revelación.

Abel es una novela breve pero la cantidad de páginas no le resta magnitud. Es más, la condensación potencia el efecto. Como ocurre en los Evangelios, cada línea parece llevar la carga de siglos, y cada omisión actúa como una invitación al pensamiento. Plantea la posibilidad de una espiritualidad sin nombre, de una fe que no se funda con dogmas sino sobre heridas, del esfuerzo del espíritu que arduamente busca una respuesta más que un escepticismo cómodo.

 

Clint Eastwood en un fotograma de «Por un puñado de dólares» (1964) de Sergio Leone

 

Al final, uno no sabe si Abel ha sido salvado o condenado. No hay redención clara, ni castigo ejemplar. Solo queda el polvo, la espera, y un plan que incluye volar una iglesia por los aires, con su altar y su campana. El pastor de aquella iglesia dirá “Hágase la voluntad de Dios.” Otro pastor, durante un funeral se preguntará: “¿Por qué yo, hombre de fe, no soy capaz de pensar que el mundo es mejor esta noche?”.

Baricco escribió un western metafísico, así lo subtituló él mismo. De niño habrá querido ser un cowboy, no hay dudas.

 

Lucas Damián Cortiana