Foto de Seymour Licht
Se ha dicho que los monstruos habitan en los márgenes de la norma, allí donde la lógica social comienza a deshilacharse. Su apariencia —real o figurada— provoca miedo, desprecio, indiferencia o incluso deseo de aniquilación. La reacción colectiva ante lo monstruoso no es uniforme, pero suele compartir un mismo impulso: el de la expulsión. Sin embargo, lo más perturbador del monstruo no es su forma, sino su diferencia interior. A menudo se confunde la deformidad con la maldad, como si toda anomalía escondiera una amenaza, cuando en realidad el monstruo —más que un agente del mal— es un testigo incómodo de lo que no queremos ver.
A los monstruos se los juzga por sus apetitos. Esa es la diferencia fundamental entre ellos y los idiotas. El idiota se conforma con migajas de dicha: se apega al rito, celebra lo previsible, teme lo complejo. El monstruo, en cambio, reconoce la felicidad aunque nunca la haya visto, como si en su imaginación hubiera una forma de lucidez que le permite anticipar lo que desconoce. No persigue la felicidad con métodos convencionales, pero sabe de su existencia y la desea. El idiota se escandaliza ante lo que no comprende; el monstruo se siente culpable por no poder responder a la expectativa de los demás.
El amor, en este escenario, funciona como una forma de diagnóstico; es el apetito de apetitos. El amor revela qué tipo de criatura somos: si idiota o monstruo. El idiota, ante el amor, repite fórmulas: compra flores, organiza cenas, planea viajes. El monstruo, en cambio, se desborda. Ama con violencia, no por crueldad, sino por incapacidad de adecuarse al protocolo del afecto. Su deseo es excesivo, desproporcionado, imprevisible. No sabe si regalar un ramo de petunias o provocar una guerra. No puede elegir entre la luna de miel y el cataclismo. Por momentos quiere al otro como a un santuario, y en otros, como a una caja negra que necesita ser abierta a toda costa, aunque ello implique destruirla.

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Esa es la tragedia del monstruo: su necesidad de comprender lo que ama. No le basta con la superficie. Quiere saber qué hay detrás de las palabras, dentro del cuerpo, debajo de la costumbre. Su amor no es romántico sino ontológico: quiere saber qué es eso que late en el pecho del otro, si un corazón ordinario o una forma desconocida de vida. Por eso, su ternura roza lo brutal, y su deseo de proximidad puede ser percibido como amenaza. El amor y la muerte son cosas de sabios, no de idiotas.
La vida cotidiana no le sienta bien al monstruo. Lo descoloca la rutina, le repugnan las convenciones, le produce escozor el cumplimiento de los gestos esperados. No porque desprecie la cortesía, sino porque no sabe cómo habitarla. El desayuno en la cama, los aniversarios, las disculpas bien formuladas: todo eso lo transforma, lo exilia aún más de la norma. Intenta adaptarse, pero fracasa. Y ese fracaso, paradójicamente, es lo que lo define. No la maldad, ni la fealdad, ni el desajuste, sino la imposibilidad de simular la normalidad con éxito.
Al monstruo, además, se le castiga incluso cuando intenta hacer el bien. Si paga la cuenta de una cena, si intenta consolar, si intenta ser un caballero, en cualquier caso, porque hay una inhabilidad para hacer lo que es la norma, un estarse afuera, y la deformidad es notoria, se lo juzga. No por crueldad ajena, sino por el desajuste irreparable entre su forma de amar y la de los demás. La intemperie no es sólo un lugar físico: es una condición de su estar en el mundo.

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Quizás por eso los monstruos no buscan redención, sino tregua. No quieren ser aceptados, sino comprendidos. Intuyen que su diferencia no es una falla, sino un lenguaje no aprendido. Viven como si habitaran una cueva sin Netflix ni Spotify, con las estalactitas de la historia goteándoles en la frente. Y desde ahí, a pesar del frío, todavía intentan decir: “abrázame”. A veces lo logran.
Ser monstruo no implica ser villano. Implica cargar con una forma extraña de sensibilidad. Tal vez, en el fondo, no se trate de otra cosa que de un sistema inmunológico que ha decidido rechazar las formas suaves del engaño, un organismo que no tolera los simulacros de felicidad. Uno al que la rutina le deforma los gestos. El monstruo no es más que aquel que aún se resiste a convertirse en hámster de una rueda idéntica a sí misma. Uno más. Otro más.

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