Hace casi sesenta años, Borges, indagado por el “ser argentino”, expresó que “hablar del argentino es hablar de un tipo genérico” y aun sin creer en los arquetipos nacionales arriesgaría algunas observaciones, salvando que “miles de objeciones podrán alegarse en su contra”. Más que un “arquetipo”, se podría decir que el ser argentino es una “condición”, una naturaleza de amplio arco dramático que oscila entre la euforia y la desesperanza, un carácter cíclico de altibajos emocionales.

El atroz encanto de ser argentinos (2001), de Marcos Aguinis, intenta desentrañar las complejidades y contradicciones de ese ser, inmerso en su hábitat, un país idóneo para el desarrollo de pasiones extremas. Esa imprevisibilidad, que podría considerarse mera inestabilidad, se debate con la capacidad de improvisación y adaptabilidad. ¿Cuál es el verdadero argentino? ¿El que sin éxito procura construir su vida sobre la arena movediza de la incertidumbre y labilidad social o el que construye puentes sobre los abismos de las crisis y las derrotas? Dice Aguinis: “nos deprimimos y exaltamos con facilidad. Nos reconocemos ciclotímicos […]. Acuñamos la frase “me río por no llorar””. La alusión de Borges, menos por convicción nominalista que por la dificultad de no poder clasificar, es compartida por el economista Paul Samuelson, a quien Aguinis cita: “Argentina no calza en ninguna sistematización”, no sólo en lo atendible a los antagonismos universales — capitalismo y socialismo—, sino a los simbólicos: europeos o latinos, peronismo o antiperonismo (expone ambas posturas, “fascismo criollo” o “fenómeno social y específico”), Buenos Aires o provincia, nostalgia del pasado o búsqueda del progreso.

En efecto, la argentinidad es una experiencia compleja y en ocasiones sin sentido que confirma “los fragmentos subnacionales” en vez de abogar por la nación, “infringiendo un desgaste perpetuo” en sus habitantes. Este fraccionamiento causado por los martillazos de dos siglos de estupidez y fanatismos, constante y obstinado, es causa de una división mayor, la del individualismo, que lleva a otros males de diferente envergadura como la viveza criolla y el ventajismo, expresiones que definen el beneficio propio despreciando la justicia y sorbiendo de la “desgracia del prójimo”; vicios heredados de la picaresca española y del aforismo miserable “el vivo vive del zonzo y el zonzo de su trabajo”.

 

Marcos Aguinis

 

Si Martínez Estrada escribió en su espectacular La cabeza de Goliat cada pormenor del monstruo capital Buenos Aires durante la llamada “década infame” y la casa grande en que convivían corrupción y fraude con aspectos positivos como el estímulo a la industria y las exportaciones cerealeras, abrevando en toda su grandiosidad y decadencia, en sus personajes y costumbres, Aguinis se propone el análisis exhaustivo de toda la patria blanquiceleste con la ventaja de teorizar el futuro (en qué punto su ciencia se confunde con el esoterismo profético) con optimismo (a veces con candor, como cuando piensa el “voluntariado social”) desde el presente adulto de una nación que ya ha transitado su periodo adolescente.

Así, su examen permite generar nuevas campos hipotéticos. Pensar la euforia colectiva que nos lleva a celebrar en las calles tras un logro deportivo (las últimas palabras del libro son las futboleras “¡Aguante Argentina, todavía!”), aun cuando sabemos que se trata de una alegría viral, contagiosa y por demás efímera; entender la pobreza, la injusticia, el sindicalismo; vernos en ese espejo deformante que nos muestra un “destino de grandeza” y convencernos de que es un ángel con gorro frigio y alas de hojas de laurel la voz inconsciente que dice que “Dios es argentino”; buscar nuestra identidad en cada barco que trajo a los españoles, italianos y polacos que supieron socorrer el pedido de auxilio de una tradición inconclusa, tratando de armar un rompecabezas al que se le han perdido las piezas de las esquinas.

El comentario editorial agrega: “analiza los defectos, desnuda a los corruptos, denuncia el facilismo, y no se detiene ante los tabúes ni las ideologías”.

Por último, arriesgo una interpretación de la tapa de la edición de 2008 de Planeta en que Sísifo carga eternamente una piedra hasta la cima.

 

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En la versión argentina, Sísifo despierta con la esperanza de que ese día la escalera mecánica funcionará correctamente. Pero cuando llega al edificio, la escalera está parada por reparaciones. Sísifo decide subir las escaleras normales, pero cuando llega al primer piso, se encuentra que está cerrada por obras. Decide tomar, entonces, el ascensor, pero resulta que este está en mantenimiento. Las escaleras de emergencia, ya a esa altura, una burla tragicómica, están cerradas con llave. Cuando decide buscar al encargado que abra la puerta, descubre, ya sin sorpresa, que hay un paro de empleados. Sísifo decide irse a casa y volver al día siguiente.

El ciclo se repite. La culpa es de los griegos que inventaron la tortura de vivir sin sentido, la condena de la existencia absurda. El Sísifo argentino intenta subir otra vez, cada día, pero un nuevo obstáculo se lo impide, otra vez, cada día, todos los días, angustiosamente. El Sísifo final que presenta Aguinis sigue intentado, a fuerza de ingenio; con los destacados personajes del humor gráfico que enumera y a los que destaca el espíritu de resistencia en dictadura; por los que “exploran, inventan y hacen” sin esperar “el permiso de los mandamás” para hacer el bien a sus hermanos. Intentando por el hecho de intentar, porfiando al destino, sentenciados y tenaces. ¿Y no es así como nos ve el mundo? 

    

Lucas Damián Cortiana